IMPLANTES PELIGROSOS (II)
En cosa de una hora ya estoy caminando por la calle. Una calle llena de vehículos enanos y eléctricos que circulan sin ruido y en armonía. Están equipados con un sistema automático mediante el cual, por mucho que quieras incumplir alguna de las normas actuales, no puedes. Sin más. Hoy en día, lo que hacemos (hacen más bien, yo no tengo coche) es mover el volante.
Otra cosa curiosa en estos tiempos es que las dos aceras que tienen las calles están designadas por direcciones. Todos vamos caminando en el mismo sentido. Hacerlo de forma contraria significa ser multado. Las multas hoy en día consisten en trabajar bajo las condiciones de alguno de los «jefes», en lo que ellos consideren.
No hay régimen democrático. Existen dos bandos que equilibran el sistema. Más o menos... Porque el mundo, ahora mismo, está dividido entre los que tenemos grandes recursos y los que no tienen nada. Considerados, como diríais vosotros, esclavos.
Y como las máquinas invadieron todo, no nos son muy necesarios. Así que viven en los suburbios. A las afueras, casi en medio de la nada. Sin obligaciones, pero también sin derechos.
A veces aparece alguno a la vuelta de una esquina corriendo, bien para robar o bien escapando de los drones. Los drones que tenemos en la actualidad son independientes, con inteligencia propia, y van equipados con dos tipos de dardos: unos tranquilizantes y otros que son algo más. Dependiendo de la gravedad de la situación, él decide cuál utilizar.
De repente, casi me tiran. Una chica de cabello trenzado aparece corriendo por una esquina y pega contra mi hombro. Para no variar viene huyendo de un dron. Se pone tras de mí y por mucho que yo intento esquivarla no soy capaz de que se despegue de mi espalda. Se mueve como una sabandija, lo que hace que el «cacharro» acabe apuntándome a mí. Escurridiza como un ninja, termino cogiéndola de las muñecas.
—¿Quieres estarte quieta? Vas a terminar consiguiendo que este «bicho» nos mate —pido mirando al dron, suspendido en el aire un poco más arriba de nuestras cabezas.
La sujeto frente a mí, me mira con ojos irritados y afirma. Unos preciosos ojos grises. Está sucia, pero es hermosísima. Los brazos dejan de oponer resistencia, se relajan.
Entonces, yo levanto el brazo y el dron baja, se acerca. Un láser lee la palma de mi mano con lentitud, como haciendo una pasada similar a la que hacían los escáneres de hace tantos años. Las toberas por donde salen los dardos se dan la vuelta. Ya no hay peligro porque inmediatamente después, el bicho retrocede, gira y se va.
—¿Quién coño eres? —pregunta la chica con cara de sentirse bastante asustada.
Casi se suelta de mi mano. Vuelvo a sujetarla por las muñecas.
—Te acabo de salvar la vida, probablemente. Así que no es modo preguntarme así, casi escupiéndome. ¿Quién eres tú? ¿Por qué huyes? Y sobre todo, ¿qué narices haces dentro del perímetro?
Me mira seria, apretando los labios. Sus ojos se vuelven gris oscuro. Está muy cabreada. Relajo un poco la fuerza de mis manos, sin soltarla. La observo mejor, tiene el pelo cobrizo, seco. Bajo la sucia piel se adivinan unas pecas que ahora resaltan. Está muy enfadada, pero no ofrece resistencia. Espera que siga hablando.
—Soy policía perimetral —sentencio.
De un golpe consigue soltarse de mí, todo sucede en segundos. Pero no se va.
—¿Poli? Vaya. Y no, no me mires así, tío —se jacta poniéndose en jarras frente a mí—. Tenéis un serio problema. Están entrando en vuestro adorado «mundo».
Dice esto subiendo los brazos y haciendo el gesto de inmensidad.
—¿Quiénes están entrando? ¿Qué dices?
CONTINUARÁ...
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