NOVELISTA. AUTORA AUTOPUBLICADA.


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Alex Florentine

NOCHE DE REUNIÓN


 


EVA


Son las 8 de la tarde, se acaba la jornada laboral y tenemos reunión. La reunión de fin de mes para presentar resultados. Ocupo la silla de siempre en la gran mesa rectangular. Me gusta ver las calles desde ella.  Afuera llueve y en la oscuridad, las luces de las casas cobran vida como puntitos titilantes, flotando en el cielo.
Compañeros de diferentes departamentos van entrando. Nos vamos saludando. Se van sentando. Tomo el vaso con café —después no dormiré, seguro— y me levanto a mirar hacia abajo desde la undécima planta. La vida en un día lluvioso de invierno, donde pequeños champiñones de colores corretean bajo la lluvia de regreso a sus casas.
Los pies me están matando. Llevo los zapatos negros con tacón de aguja que me elevan a mí y a mi culo, unos cuantos centímetros del suelo. En la sala comienza a formarse un «runrún» de murmullos. Mis compañeros hablan unos con otros. A algunos no les conozco, son de categorías inferiores y no suelo bajar a esos pisos.
«Hoy está tardando más de la cuenta, con la puntualidad que le caracteriza», pienso mirando hacia la puerta continuamente.
Son las 8 y cinco minutos, sigo de pie y por fin, mi Dios entra por la puerta. La cierra, saluda con un gesto a todos y clava sus ojos en los míos. Un instante después recorre mi cuello, mi escote, desabrocha imaginariamente los botones de mi blusa y su aliento eriza mi piel mientras calcula el largo de la falda de tubo de polipiel que esconde  su cena. Cuando llega a la punta de mis pies, carraspea y saluda a todos verbalmente levantando la vista y yendo a sentarse en su silla.


SERGIO


Tenemos la reunión de fin de mes. No soy capaz de domesticar un mechón de pelo y en el baño, tardo más de la cuenta. Me refresco después del día de trabajo. Últimos de mes es caótico, menos mal que la tengo a ella. Desde el momento que la vi por primera vez, supe que era lo que estaba buscando.
Tomo un dossier de mi escritorio, cierro el despacho y me dirijo a la sala de reuniones. En el pasillo oigo el murmullo proveniente de allí. Me entra una especie de taquicardia. Nunca me encuentro lo suficientemente preparado para responder ante Eva.
Enfoco la puerta, el murmullo cesa y saludo con un cabeceo a todos. Y allí está, mirando a través de la ventana hacia la nada. Hasta que creo, percibe mi presencia. Entonces, sus ojos miran los míos, sus pupilas se deslizan y tocan mis labios. Es como si sintiera sus manos sobre mis hombros deslizándose hacia mi cuello y tirando de la camisa. Sus uñas rozan mi piel al abrirla.  La libera del pantalón y sus palmas se posan en mi abdomen subiendo hasta mis pectorales. Es diestra, totalmente, y el índice imaginario de su mano derecha acaricia mis músculos de la que baja de nuevo hacia la parte inferior de mi cuerpo. Hacia el ornamento final. Siento un latigazo que va desde la punta de sus zapatos hasta la de mi cuerpo. Levanto la cabeza, carraspeo y me dirijo a mi silla, donde me siento. Ella hace lo mismo. Cerca de mí, como siempre. Otra vez nos miramos a los ojos, a los labios. En mi boca se forma más saliva de la cuenta.


EVA


Sergio traga saliva, es algo que le sucede cuando se pone nervioso, produce demasiada. La hidratación hace acto de aparición en los dos, cada uno, donde más debilidad tiene. Ahora nos quedará una hora más o menos, imaginándonos y oyendo sin escuchar a nuestros compañeros. Afuera suena un trueno, retumban los cristales y rompe el silencio de la sala.
Comienza la reunión.
Despertamos de nuestra ensoñación momentáneamente, lo justo para las presentaciones, para dictar el orden en el que hablarán nuestros subordinados. La cámara que vigila, y que está colgada sobre la pantalla de proyecciones, nos sacará del apuro los próximos días. Siempre tengo que hacer lo mismo, visionarla y tomar notas de lo acontecido en la reunión. Pero me gusta, sobre todo, cuando finaliza y todo lo que hemos imaginado se hace realidad sobre la mesa en la que ahora están apoyados mis brazos. Esa mesa de madera que cada mes se hidrata con nuestro sudor y nuestro deseo. La que a veces ahoga mi voz. En la que a veces, sobre su borde, descansan los tacones de mis zapatos. Lo único que él quiere que deje puesto. Y como es mi jefe, lo hago. Siempre dice que soy diestra en mi trabajo, y lo demuestro cada día, como secretaria, amante y esposa.

Colaboración con Cleider Araujo, de Instagram.

Foto: Cottonbro en Pexels

EL LIBRO


 



Decían del libro, que tenía más de 400 años y escondía encantamientos y conjuros de antaño.
Había viajado más de cinco mil kilómetros para asistir a la subasta. Pero ya sabemos cómo van los aviones y más, en estos tiempos. Así que ni llegué. Gracias a mis contactos supe quién había sido el afortunado. Un típico señor adinerado y entrado en años. La suma que había pagado, de todos modos, era bastante superior a lo que yo podría haber pujado.
Escogí un hotel cerca de su domicilio, bastante caro, porque el señor vivía en una ostentosa casa en el centro.  Uno de mis contactos me dijo que era viudo y que solía ir a cenar justamente, a donde me alojaba yo.  El hombre en cuestión portaba un sello en su mano derecha, en el dedo meñique. Era una característica que podría ver a simple vista, no en vano tendría que acercarme.
Afuera estaba oscuro y las calles de la clásica ciudad me hacían recordar las películas antiguas de asesinos en serie. Con el frío que hacía, no había ni un alma. Me senté en una mesa cerca de una ventana, desde allí veía la puerta de su casa.
Pedí un vino de indeterminado nombre y el camarero se acercó con la intención de tomar nota sobre mi interés culinario. Le respondí que esperaba a alguien y que con el vino, estaba más que satisfecha.
El salón comedor comenzó a llenarse de gente. Todos emperifollados como si fuera Nochevieja. Las mesas libres casi habían desaparecido. Esa situación me interesaba. De la casa no había salido nadie aún. Aquella luz en el segundo piso seguía encendida. ¿Estaría enfermo? Pasaba casi media hora de las nueve de la noche. En las demás mesas comenzaban a degustar unos platos adornados con «algo» de comida, y el camarero me miraba con cara fastidiada. Normal, llevaba hora y media con la botella de vino.
Alcé la mano y se acercó con sonrisa forzada.
—Estoy esperando al señor que vive allí —le dije señalando la casa.
—Ah, sí. El anciano señor Esteban. Ya, no sé, es raro que no esté aquí. ¿Quedó con él a una hora determinada? Suele venir más pronto. Mucho más pronto.
El semblante del muchacho había cambiado y sonreía más a gusto. Supuse, que por las buenas propinas que recibía.
Decidí sonreír yo también, pagarle la botella de vino y disculparme con que iba a ver qué había sucedido.
Le dejé propina suficiente y allí se quedó, limpiando la mesa donde yo había estado para que algún burgués se acomodara.
Salí y me quedé helada. Más que helada. Metía los tacones de aguja en las separaciones de las baldosas y me acordaba del nombre de Dios en todos los idiomas. Con solo el vestido de tirantes bajo el abrigo de imitación a piel de no sé qué, estaba tiritando. Pero era lo único elegante que había traído en mi maleta.
Abrí la portilla de la casa y miré hacia la ventana cuando la bisagra avisó de mi intrusión. Ni una sombra. Subí cinco escalones de piedra y me quedé ante una imponente puerta de madera antigua con una hermosa aldaba en forma de león. No había timbre moderno, así que la usé.
Nada.
Pensé en insistir más fuerte y con el ímpetu, la puerta reaccionó. No estaba cerrada. ¿Qué coño?
Me subí el vestido y de una liga pasada de moda, solté un cuchillo de filo fino y puntiagudo. Abrí la puerta.
Estaba puesta la calefacción y no parecía haber nadie. Me quité el abrigo y lo dejé colgado de la barandilla de la escalera. Con comportamiento felino fui entrando en todas las estancias de la parte inferior. Nadie.
Miré la escalera y subí. La madera crujió levemente por más que intenté que no lo hiciera. Llegué arriba y vi la puerta abierta y la luz salir de una habitación. Las demás puertas quedaban tras de mí, pero estaban cerradas. La que más me interesaba estaba delante de mis narices.
Me acerqué, despacio, con oídos de perro. Nada, silencio. Un silencio mortal.
Cuando me paré delante, mi boca ahogó el asombro. Sobre la cama, en medio de un charco de sangre, estaba el señor con el cuello desgarrado.
Comenzó a acumularse adrenalina en mi cuerpo y entré; me acerqué. Confirmé que en su meñique había un sello. Un sello que conocía bien. Hacía tiempo que no lo veía. Desde que había renegado de la familia.
Levanté la vista y en su magullada cara me pareció ver cierto parecido conmigo.
Sí, allí estaba. Mi padre, el que me había contado historias de brujas de pequeña, el que me había hablado del libro y el poder que encerraba.
Oí detrás de mí una tabla del suelo. Me giré.
Mi gemela se me había adelantado sesgando la vida de padre.
—Nos lo metió en la cabeza, hermanita. No me recrimines nada. Hice, lo que había que hacer.

Foto:  Cocoparisienne en Pixabay

PALOS DE GOLF...


 



Existen nueve palos de hierro diferentes. Depende de la distancia o de la fuerza que quieras propinar.…
Os informo de que no hay mejor defensa en una casa. Son muy socorridos y el armario de la entrada, sería el lugar idóneo para guardarlos.
Ideales para cuando los comerciales de aspiradoras, servicios básicos, etcétera, llaman al timbre sin cesar porque saben que estás en casa. Por ejemplo, ven la luz, oyen la televisión, música...
Abres la puerta con uno en la mano y les dices que estabas jugando al golf. Si le añades mirada de loca, puede ser que se les olvide lo que venían a prometerte.
Sus caras me fascinan, abren la boca, los ojos, y comienzan a tartamudear un «Disculpe» o un «Hola» poco decidido. Pobrecitos…
No entiendo, en verdad, por qué el miedo a esos palos. Tengo una amiga que es aficionada al béisbol y me dice que le pasa similar.
Desconozco si mi otra amiga, la que practica tiro con arco, sufre el mismo problema. De todos modos ella lo hace en el exterior, en su jardín de maravillosos trescientos metros cuadrados.

Pero también hay personas que lo que ven es que estabas practicando tu hobby; por desgracia, pocas. Esas son seleccionadas. No tartamudean y siguen el guion comercial. Ahí, lo que toca es dejar el palo de golf apoyado en algún lugar e invitarle a tomar un café o refresco.
Generalmente aceptan, tanto ellas como ellos. Ellas pensando en un café con pastas, y ellos seguro que en algún esponjoso bizcocho.
Los llevo al comedor y voy a la cocina. Desde allí veo sus espaldas y observo su comportamiento. La comunicación no verbal es muy importante para mí y soy experta en ella.
Siempre se quitan la chaqueta o abrigo que llevan puestos; en verano mi casa es calurosa y en invierno la calefacción me gusta fuerte.
Ahí viene lo más difícil. Porque a veces son cuerpos tan perfectos, que da pena que estén sentados allí. Pero en fin, es lo que decidieron. Yo les invité a tomar un café o refresco y accedieron a entrar en casa ajena. Y eso, normalmente se enseña a los hijos. No trates con extraños ni entres en casas que no conozcas.
Rara vez hablamos en la distancia, aunque sean unos metros.
Antes escribí que el mejor lugar para los palos de golf era la entrada. Yo tengo la bolsa de cuero en la cocina.
Y la cocina huele a café. Mi café. Sin pastas ni bizcocho. Odio que me fastidien la merienda.
 
Gracias por pasaros.  

Foto: KindelMedia en Pixels

JUGASTE CON FUEGO...



 

El suelo quema mis pies, es gris tirando a negro, casi tanto como mi vestido. El calor que suelta la tierra hace que gotas de sudor se deslicen por mi espalda y me recuerden tus manos. Tu calavera abrasa mi piel como si fuese un trozo de hueso del que hubiera estado sacando caldo.
Buscaremos un cuerpo para ti; un cuerpo humano quemado y herido, con el que pasarás dolor y sufrirás en tu propia sangre lo que has hecho a mi pueblo. Ninguno más ha sobrevivido; ni de los tuyos ni de los míos. Quedamos nosotros dos. Mi poder me permitirá resucitarte, para después matarte. Después, de que lo clames hasta quedar agotado, pues no serás humano pero sí sentirás dolor. Yo decidiré y créeme, tengo todo el tiempo del mundo.
Estas tierras dejarán de ser yermas, el suelo se transformará en arena y volverán los animales. Antes de partir, verás que la vida inunda todo, nacerán pueblos y se levantarán ciudades. Las personas se moverán en carretas autopropulsadas, hablarán unas con otras a distancia; las casas se construirán altas hasta el cielo, habrá pájaros de metal y sobre carriles de hierro volarán carruajes interminables con muchas personas adentro.
He visto el futuro... 

Foto: DarkSouls1 en Pixabay (con retoque)

CORRE, CORRE... QUE NOS COGEN


 



Por fin, un lugar que podría servir. Pero necesitamos cerrar con algo esta entrada.
Doblados, jadeando, intentando coger el resuello y con nuestras manos apoyadas sobre los muslos, valoramos la opción.
Mi hermana tira de mí; de una ropa rota, desgastada, más que sucia.... Y cubierta de sangre. Ha visto un autobús. Afirmo, y vamos hacia él. Sabemos lo que nos podíamos encontrar adentro. De mis hombros, bajo la escopeta de caza de mi tío. Mi hermana agarra el bate de béisbol con las dos manos, decidida. Los dos preparados.
Se estrelló contra un árbol, pero una rápida mirada hacia la parte delantera me indica, que podría arrancar. Las puertas están abiertas y en las escaleras hay restos de sangre y algún que otro líquido humano, todo seco. Parece que se han arrastrado y salido de él.
Cada uno decidimos entrar por una de las puertas. Arriba, vemos que en efecto no hay nadie. Al menos, entero. Porque hay un verdadero puré oloroso de miembros, músculos, tendones y masas indefinidas, sobre asientos y suelo.
Ahora, queda lo más difícil; intentar arrancarlo y que con el ruido, no llamemos la atención a los que pueda haber cerca.
Por suerte, son como los de las películas antiguas, lentos.
Soplo y giro la llave, sin pararme a mirar que el conductor no debió de morir en el impacto dada la cantidad de sangre que hay sobre todo el panel, asiento y suelo.
El autobús tose, con gana, como si tuviera el mayor esputo negro de su vida dentro de sí. Nada.
Pruebo de nuevo, y tras unas cuantas toses de tono menos doloroso, arranca. Me cuesta mucho girar el volante, pongo la marcha atrás y se desengancha del árbol con un ruido innombrable.
No es mucho el trayecto hacia la entrada al edificio, pero aparecen una docena de ellos delante y varios más entre las calles.
Mi hermana va hacia atrás. Por allí, está libre. Me guía porque en mi puñetera vida he conducido un vehículo tan grande. Por delante van apareciendo más y el murmullo comienza a meterse, de nuevo, en nuestras cabezas.
Llegamos a la altura de la puerta, maniobro y me cuesta bastante enfocar el mastodonte en la entrada. Cuando medio autobús está adentro, la otra mitad pasa con un ruido similar a unas uñas arañando metal. Mi hermana salta las escaleras y se pone como loca a darme indicaciones.
Conseguimos colocarlo delante de la entrada antes de que ninguno se haya colado. Ahora, queda la parte de abajo. Ella lleva mi escopeta. Apunta a los neumáticos mientras miro hacia el edificio.
¿Qué nos aguardará allí?
 
 Foto: Fregona_laser en Instagram
 

JO, JO, JO... FELIZ KARMA


 



00.05 del 1 de enero de cualquier año.
Me pongo la mochila en la espalda, sobre un abrigo símil piel que a su vez, cubre mi vestido rojo. Los zapatos, de tacón, los llevo en las manos. No es plan de llamar la atención.
En el pasillo, solo escucho mi respiración, tranquila, calmada. Estoy acostumbrada.
Paso por delante del ascensor, voy hacia las escaleras, abro la puerta y afino el oído. A lo lejos, se oye la música, las voces apagadas. Solo son ocho pisos y espero no encontrarme con alguien fumando... O cosas peores. La noche en la que estamos, la sociedad se desenfrena.
***
Me quedan la mitad de pisos por bajar; la música, cada vez se oye más cerca. Pienso bien qué decir. Lo mismo de todos los años. Me sonrío. En cuanto llegue al garaje, al coche, deje todo y entre por la puerta principal, solo quedarán unos 365 días para el siguiente. Y otro año más, para mí.
***
Apoyo la mano en la manilla de la puerta y abro…
Las luces, se apagan de repente, pestañean las de emergencia y alumbran al segundo la estancia a su manera. Pero no veo ningún coche, me veo a mí, frente al espejo del baño, en su habitación y manchada de sangre. Mi cuerpo entero vestido con ella, la de él. Me siento mareada, no soy de asustarme y la sensación no me gusta. En absoluto.
Salgo del baño, sobre la cama está su cuerpo, más rojo que el mío, sobre unas sábanas a las que nunca más podrán devolverles la blancura. Me acerco a la mesita donde están las dos copas de champán, llenas aún, una caja de bombones vacía, dos matasuegras y una bolsita de confeti sin abrir. En el suelo, mis pies se enredan con espumillón brillante. Miro al hombre, ni le cerré los ojos y ahora, parece reírse de mí. Veo el reloj, 23.40.
No sé qué pasa, pero debo de ducharme para salir pitando de aquí cuando más bullicio haya en el hotel.
****
00:05... Salgo de la habitación…
****
23.40... Cuando vuelvo a mirar el reloj en ella unos minutos después.
 
Foto:  cortesía de @Javier (javierra7.6 Instagram)

 

LA MUJER...DE LA RECTA...



 


Avanzamos despacio, hacia las luces de la desierta ciudad. Ahí delante no hay nada y sin embargo, las huellas de vehículos, son recientes.
Hace más de diez minutos que no hemos visto a nadie. ¿Cómo es posible, que haya huellas de neumáticos en la carretera si acaba de granizar?
Abro la ventanilla, y afuera no se oye nada. Como si me hubiera metido hasta el cerebro unos protectores auriculares. Todo está en calma, una calma extraña.
Son las dos de la mañana, enero, regresamos de la sencilla boda de unos amigos.
Es viernes y estamos cansados. Un poco más abajo, está el desvío para llegar a nuestra casa. Bajo la mirada hacia el móvil después de hacer la foto; me encanta la nieve.
Cuando la subo, el aparato cae sobre mi regazo porque mis manos se han quedado sin fuerza.
Las manos de mi marido agarran fuerte el volante, y sus pies se van al embrague y al freno.
Nos miramos, con los ojos como platos y con las bocas abiertas. Nos preguntamos, sin hablar, si los dos estamos viendo lo mismo.
Creo, que sí.
Nuestras cabezas se giran hacia adelante, bajamos los seguros del coche y él pone la marcha atrás. Un pie en el acelerador, levanta el del embrague... Y el coche no obedece. Bajo la vista hacia los pedales, niego con la cabeza. Tampoco hay tanta nieve como para que el coche patine.
Vuelvo a mirar hacia adelante. Ella está más cerca...
A través de su vestido, negro, ¿qué digo negro? Es como un tul transparente... Y a través de él, la carretera sigue. Donde debieran estar sus ojos, tiene dos cuencas oscuras, su nariz es chata, sus labios inexistentes y sus dientes puntiagudos. Lo único claro en la monstruosidad, es su cabello; larguísimo y canoso.
—¿A los muertos les crecen el pelo y las uñas?
Escucho la pregunta de mi marido; un susurro...
El ser se tira encima del capó y comienza a arañarlo con las uñas, intentando subir. Está mojado y no puede. Mi mente, con cierta sorna se pregunta cómo es que resbala si es un espectro…
Son como cuchillas sobre piedra, el ruido es insoportable. Pienso en el coche.... Menos mal que es viejo, pero a ver, qué decimos cuando lo mandemos pintar. Si es que lo hacemos…
Mi marido pone primera, el freno de mano, pisa el embrague y pone el pie en el acelerador. Me mira y afirmo. Levanta el pie del acelerador hasta casi quedarse en el aire, el embrague arriba, el coche quiere salir, sus caballos retumban. Pone la mano en el freno de mano, pulsa y lo baja. El coche, al fin, sale disparado. Pero la nieve recién caída evita que las ruedas agarren al asfalto y va para donde quiere.
La mujer desaparece. El coche está descontrolado... Nos vamos a un lado…
Un bocinazo me despierta. Él aún duerme. Elevo el asiento. La carretera está bastante bien gracias a los camiones de transporte que hacen su turno antes de que las grandes superficies abran sus puertas. Quedan dos horas para que amanezca. Hicimos bien en pararnos cuando comenzó la tormenta. Hubiera sido peligroso ir solos por la carretera.