NOVELISTA. AUTORA AUTOPUBLICADA.


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Alex Florentine

CAMBIO DE HORA...




Sábado, último de octubre. Esta noche coincide con la festividad del Samhain y él vendrá más tarde por el cambio de hora.
Esta tarde colgaré arañas pegajosas del techo, y calabazas felices y calaveras formarán una terrorífica guirnalda que irá de un lado a otro del salón.
En la mesa, con mantel rojo y entre telas de araña artificiales, habrá unas bebidas con cierto grado de alcohol; con unas gominolas en forma de gusano que asomarán por los bordes de las copas.
Unos aperitivos de salchichas simulando que son dedos sin uñas, con salsa roja y picante, serán lo que comamos. Con un poquito de pan. A última hora cortaré fiambre y queso… Por si se queda con hambre... Aunque no suele pasar. Si yo misma ya no tengo...
También a última hora me vestiré de vampiresa porque las ligas que sujetan las medias son un suplicio. Y malas para la circulación. Cambiaré mis zapatillas rosas y esponjosas de andar por casa, por los zapatos rojos de aguja «de las ocasiones especiales».
***
Bien sobrepasada la hora bruja solo tengo que vestirme. Me ducho y comienzo el ritual. Crema corporal con olor a frambuesas, a libertad. Bien repartida por todo el órgano más grande de mi cuerpo, la piel. La lencería la adquirí junto con el disfraz y es negra como la noche, a juego con el tul de la falda.  El minúsculo vestido se ajusta con cintas; la parte superior es un corsé que eleva el pecho y realza la cintura, y va atado desde ella hasta el escote, donde remata con un lazo rojo.
Ahora toca convertirse de cuello para arriba.
Se va a quedar petrificado cuando me vea con el cabello negro. Compré un tinte no permanente de ese color y con reflejos azulados. Mi piel parece más blanca. Le echo espuma y lo voy agarrando con horquillas con forma de esqueletos. Dejando mechones desenfadados envolviendo mi rostro. En él, aplico sombra de ojos negra, un delineador plateado y sombra de pestañas con volumen. Las cejas, marcadas con un lápiz. Un poco del mismo lápiz labial rojo me sirve para los pómulos. Después sigo por los labios, dándoles varias pasadas. Con una sombra plateada aplico golpecitos bajo las cejas para dar luminosidad. También en el centro de la boca.
Miro el reloj. Treinta y tres minutos para las tres. En la cocina, corto embutido y queso. Aún voy en zapatillas, tengo los zapatos listos en la entrada, para cuando escuche el portón del garaje.
Llega, recojo las zapatillas y me calzo, estiro mi vestido y de un botecito en la entrada, me echo colonia en los lóbulos de las orejas. Lo primero que olerá cuando entre.
Suena la cerradura…
¡Lo que menos me esperaba era verlo vestido así de elegante!
Sonríe, se acerca, hace una reverencia como si me pidiera un baile y me coge de igual manera. Su nariz huele mi cuello.
—Hoy estás espectacular.
Se separa de mí, y con sus blancas manos desata el lazo. Con una de sus cuidadas uñas va tirando de las cintas y hace que mi olor a frambuesa invada la estancia. Con sus manos comienza a abrirlo mientras su boca saborea la manteca corporal desde mis clavículas hasta donde aún sigue embutida mi cintura.
Me coge de la mano, vamos al salón, y barre todo lo que había sobre la mesa del comedor con el brazo y el viento de su abrigo. Con suavidad, me sienta y me ordena con la mirada que me despoje del vestido, mientras él lo hace del cuero que cubre su cuerpo.
Solo cubre el mío el encaje negro de cintura para abajo. Aunque sé que le da igual, como muchas noches, las telas no son impedimento para él. Se acerca y me quita los zapatos. Después, su mano se desliza sobre el elastano de una media y llega hasta la liga que la sujeta.  La suelta y va enrollándola despacio hacia mi tobillo.  Mi espalda acaba sobre la fría mesa de madera mientras repite la operación con la otra pierna.
El reloj da las tres de nuevo. La hora de siempre, la hora en la que me despierta muchas noches mientras sus dientes me muerden y su cuerpo se interna en el mío. Esa hora en la que él succiona mi sangre y yo me embebo de su simiente. No hay tiempo para más demoras... Maldita vida de apariencias. Vivir en la oscuridad es lo que tiene. Me empeño en aparentar humana cuando ya casi no lo soy. Hasta mi cabello se volvió blanco.

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Foto: Adina Voicu-Pixabay

EL POZO


 


 

Aurelia Parrales, periodista local en el periódico de «La Asturias que chilla», de Asturias, claro, se decidió por fin a investigar las extrañas desapariciones acontecidas en el Camping Municipal de la Roca el Trasgu hacía unos treinta años. Llegó, salió del coche, se estiró, y crujieron todas sus articulaciones porque el dolor de huesos y agarrotamiento en una zona con humedad es lo común.  Hacía frío, pese a ser principios de otoño, y el suelo estaba cubierto de colores dorados; de las hojas que dejaban desnudos a los árboles.
Cogió el bolso, cerró el abrigo y el coche, y avanzó rápida entre la hojarasca.
Con el cambio de hora y en aquel lugar a la sombra de la inmensa roca, en breve no se vería ni delante de las narices. Miró hacia arriba, unos apliques de cuando su abuela era pequeña colgaban de unos inmensos troncos de eucalipto asentados en la tierra.  Antiguos guías para los habitantes de un pueblo ganadero ya extinguido. Parecían guirnaldas en un árbol de navidad, de rama a rama.
En algunas de las cabañas había luz. En la recepción una señora mayor arrugadita como si hubiera estado al sol días seguidos sonrío con tal gesto, que pareció que la piel se le iba a deshacer.
Aurelia la saludó, sacó un papel del bolso con el número de cabaña y aún tuvo que esperar a que la ancianita se levantara de la silla.
***
La cabaña no estaba tan mal. Después de convencer a la señora de que la elegía por ser la más apartada, pagándole el doble, ahí estaba; con la puerta recién abierta y estornudando a causa del polvo que se había puesto en movimiento al entrar. Hacía tiempo que nadie se hospedaba allí, daba fe de ello. Cerró la puerta y un vacío la envolvió. Comenzó a emanar un olor pútrido similar a un desagüe con restos de todo lo asqueroso e imaginable, y a sus estornudos, se añadieron unas ganas de vomitar tremendas. Lo que ocasionó, que casi se ahogara.
Caminó taconeando el suelo, hasta que sus oídos percibieron el sonido hueco. Recordó la foto, aquella antigua donde se veía el pozo y su enclave. Un desprendimiento de rocas, incluida la mole que da nombre al camping, enterró todo casi en su totalidad.
Las personas temían por más y las tierras se intentaron vender a bajo precio. Así que dejaron de construirse casas en la cercanía de los acantilados, y una familia, un día, hace bastantes años, decidió invertir en los terrenos con un pequeño alojamiento rural. Tenían seis cabañas esparcidas en la subida de la montaña, y abajo en la llanura, podían estacionar caravanas e instalarse tiendas de campaña.
Se arrodilló y tiró de un listón de madera del suelo. Arañó las manos, pero le daba igual. Un olor nauseabundo la hizo vomitar la fabada que se había comido en un bar de carretera.  Sacó una linterna del bolso del abrigo e iluminó la oscuridad. Tierra oscura, mohosa, suelta y con bichitos, que con una mano comenzó a remover. Hasta que sus dedos tocaron piedra. Se deshizo de dos tablones más y la sangre de sus manos comenzó a caer sobre la tierra. El olor desapareció, se puso la linterna en la boca, y con ellas escavó.
—Mamá... Hola.
Allí estaba el pozo donde su madre, cuando ella era pequeña, se había caído un día. No habían podido localizar su cuerpo porque decían que la sonda no llegaba nunca a encontrarse con el fondo. El pozo que siempre había aportado agua a la casa de sus abuelos y la que usaron para el ganado.

Muchas gracias por pasarte por aquí.

NOCHE DE SERVICIO



 

Sábado, pero esta vez, invierno. El agua golpea los cristales y el viento aúlla al pasar entre las cajas de las persianas. Vicky se casa en dos semanas y decidimos alquilar un ático de lujo a las afueras de la ciudad, en vez de ir a algún antro de por ahí. Lo que no sabe, es cómo y quién llegará en poco más de media hora. A través del ventanal, que ocupa toda la pared del salón, vemos casi el abismo bajo nuestros pies. Estamos bastante borrachas, algunas más que otras, y la música suena a todo volumen. Dicen que los edificios antiguos tienen la mejor insonorización del mundo.
***
Maldita noche de servicio. Los puñeteros recortes del post-Covid hacen mella y me encuentro patrullando, solo, la ciudad. Jarrea y hace frío. Tendría que dejar de hacer el turno nocturno, pero en él tengo más pluses y por lo tanto, cobro más. Cosa que para los planes que tengo, es muy necesaria.
La radio transmite un «código 10» acerca de una fiesta o algo similar en una de las zonas más elitistas de la ciudad. Respondo que me encargo. Arranco y llego en pocos minutos. El edificio tiene diez plantas y fachada ornamental. Con balcones engalanados de flores. La puerta es inmensa, y tienen portero. Por su media mitad acristalada veo que se acerca un hombre de unos sesenta años a abrirme.
—Hola, gracias por venir tan pronto. Los vecinos del piso inferior al ático se quejan de música alta. A veces ocurre. Lo alquilan para eventos. Las paredes son gruesas, pero si el ruido es elevado, llega a molestar —informa de la que me invita a entrar.
—Subiré a ver qué ocurre. ¿Me dice el piso, por favor?
—El último. El ático ocupa toda la planta.
Afirmo con la cabeza y me dirijo al ascensor.  Allí adentro hace mucho calor a causa de la calefacción central, y comienzo a sudar.
Nada más abrirse las puertas constato el volumen de la música. Llamo. Nada. Vuelvo a llamar.
Abre la puerta una chica de cabello moreno y ondulado, ligera de ropa, bastante sudada, como yo, y con claros síntomas de embriaguez.
—Señorita, los vecinos se quejan de la música alta. Además —aviso dándome cuenta—, no lleva usted mascarilla.
—Bah, nos hicimos la PCR ayer para poder asistir a esta fiesta sin ningún tipo de miedo —responde apoyándose en el marco de la puerta.
—Deberían de bajar la música. Si no, tendré que multarla…
Aparecen detrás de ella tres chicas más con similar condición. Con vasos en la mano y ojos vidriosos e inquisidores.
—¿Por qué no entras y nos obligas a bajar la música?
Vuelvo mis ojos a la morena. Por segunda vez, recorro su cuerpo con contorno de instrumento musical. Es un perfecto violín al que le falta un buen arco.
—Señorita, compórtese…
Pero antes de dejar de hablar, me coge de la mano y me invita a entrar. Me dejo, yo sí que no soy capaz de comportarme como debiera. Mis anhelos de juventud vuelan en mi cabeza y repercuten en mi pantalón.
—¡Vicky! Mira que tenemos aquí —dice quien agarra mi mano.
—¡Un boys! ¿Habéis contratado a un chico?
La tal Vicky se descojona.
—Pues sí que está bueno —dice otra.
Con mi mano libre apago la radio del cinturón.  La chica me lleva hacia el centro del salón y sus amigas se sientan frente a nosotros en un sofá.
—Cielo, muévete.
La morena comienza a contornearse delante de mí. Primero de frente y luego de espaldas, rozando sus pantalones cortos contra mis muslos. Toma mis manos y las apoya en su cintura obligándome a seguir los movimientos. Hasta mi nariz llega el perfume de su cuello y...  Las manos se juntan hacia adelante y uniendo las puntas de mis dedos, deslizo las palmas hacia abajo. Ella sube los brazos y rodea mi cuello.
—¡Eh! Gloria, ¿no se supone que es para mí?
Vicky está en pie y se acerca con su vaso en la mano. Se pone a mi lado y me invita a tomar.  El vodka quema mi garganta y ella no retira el vidrio de mis labios. Bebo medio como si fuera agua común.
—Se supone que deberías estar bailando conmigo —susurra en mi cuello.
Gloria se da la vuelta y me quita la chaqueta ayudada por Vicky, desde detrás. Después comienza a desabrochar mi camisa. Cuando sus uñas rojas rozan mi piel siento mareo. Vicky se pone detrás y con sus manos, desabrocha mi cinturón.
—Cuidado con la radio... —pido casi sin voz.
—Tranquilo...
El botón y la cremallera del pantalón acaban por hacer que todo acabe en mis pies con un leve tirón. Siento la mano de Vicky pellizcarme una nalga. Estoy delante de cuatro chicas solo con un slip, casi como me trajeron al mundo. Se alejan de mí.
—¿No bailas? ¿No te gusta la música? —pregunta mi violín.
—Está muy alta... —consigo responder, como un imbécil.
Vicky se acerca a una torre musical y al fin, la baja.
—Bueno, pues ya está. Ya sabes cuál es tu trabajo —reta.
Gloria se acerca de nuevo, apoya sus manos en mi pecho y me hace ir hacia atrás. Acabo sentado en un sofá. Comienza a moverse delante de mí con movimientos sensuales. Vicky se une. Sus dos amigas comienzan a besarse en el sofá detrás de ellas. ¡Qué espectáculo!
Vicky se acerca y coge mis manos obligándome a levantarme. Se colocan una a cada lado y comienzan a frotarse contra mí. Me dejo, acaban manos propias en cuerpos contrarios, probando recovecos y humedad.
Me doy la vuelta y veo en el sofá, a sus dos amigas dando rienda suelta a su gusto lésbico.
Ahora es Gloria quien coge mi mano y me lleva a otra habitación; un dormitorio. Vicky viene detrás.  Me acerca al colchón y sin demora, se quita la camiseta. Vicky, a nuestro lado, es más rápida y acaba antes en ropa interior. Aprovecha esa circunstancia para despojarme a mí de la que me queda. La mascarilla roja es mi único atuendo.
Los tres, desnudos, acabamos en la cama mezclando cuerpos y fluidos en lo que será el mejor servicio de mi vida en mucho tiempo.
En el salón suena un tono de móvil cuando llega un correo electrónico: «Cancelado evento de hoy. Lamentamos las molestias que hayamos podido ocasionarle, pero el chico sufrió un incidente de última hora».

Gracias por tu tiempo.

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Foto: Pexels en Pixabay

UN PROPÓSITO EN LA VIDA


 


 

Neko Larraz dice ser el pediatra desde hace unos años en un pequeño pueblo en el que cada vez hay menos niños. Eso es lo que las gentes saben de él.
De madre japonesa y padre español, decidió cursar su carrera en la tierra de su madre y regresar a la de su padre para trabajar. De estatura baja, delgado y con varias arrugas en sus ojos a causa de su  semblante risueño, todas las mañanas espera oír las historias de miedo que le cuentan los pequeños.
Fantasmas, monstruos y brujas... Cantidad de seres determinados y sin determinar aparecen bajo las camas, tras las puertas de los armarios, y en el baño cuando se levantan en la noche y no pueden encender la luz.
Los cachorritos humanos y sus miedos... Pero para eso está él allí. Él y su familia.
Por las mañanas se dedica a escuchar a padres afligidos y niños asustados sentados al otro lado de la mesa, e intenta dar soluciones. Tiene un Don para tranquilizar a unos y a otros.
Por las tardes regresa a casa pensando que por fortuna sus hijos no son así. No tienen miedo a monstruos y mucho menos a la oscuridad. Son muy cachorros aún y no poseen la facultad de alternar su forma.
Cuando regresa, en el jardín de la casa, deja su maletín escondido debajo del inmenso gnomo de cerámica con seta incluida. Mira y olisqueaba alrededor, y después se sienta y cierra los ojos.
Lo siguiente es entrar a través de la gatera de la puerta trasera de la cocina. Allí están sus dos hijos y Musume, su pareja, esperándolo con comidas de diferente sabor, que ella se encarga de pedir por internet.
Intentan mantener como pueden la buena apariencia de la casa. Así que Musume, por las mañanas, también alterna su forma y hace las labores domésticas. De la parte de afuera se encarga Neko cuando los vecinos duermen, normalmente antes de irse a trabajar. Los gatos madrugan mucho y son sigilosos. Por suerte las casas más cercanas están a un cuarto de kilómetro.
Llevan así años; desde que su dueño, ya viudo, falleció. Nadie se enteró y comieron su carne y bebieron su sangre al no disponer de alimento. Ahí comenzó todo. Con ayuda de la oscuridad, un día enterraron los huesos junto con su mujer. Después tuvieron que inventarse la historia de Neko. Por suerte, la mujer de su dueño había sido historiadora y no fue difícil conseguir documentos falsos e inventarse una historia. El simbólico lenguaje no es fácilmente entendible para muchos humanos y los documentos fueron admitidos sin mucha demora. Algunas noches, sus peludos y elegantes cuerpos se sientan sobre su tumba y les hablan en japonés y español.  Los gatitos, que llevan el nombre de sus dueños, no pueden hablar siendo todavía cachorros, pero observan todo con atención. Algún día serán importantes en la vida de una persona y su cometido ahora es aprender.

Foto:Prawny en Pixabay


LA BELLA Y EL BESTIA


 


Bella tenía dos hermanas
y un padre arruinado;
ellas se comportaban como cortesanas
y su padre vivía resignado.
Un día se perdió en el bosque
y acabó en un castillo
en donde durmió y desayuno chocolate,
y telas quiso robar haciéndose el pillo.
Mas salió un hombre peludo,
con cuernos, garras y rabudo
y le solicitó que para resarcir,
una de sus hijas debía de cumplir.
Así lo dijo en casa más tarde
y Bella se ofreció ante las dos cobardes.
—Padre, lo mismo me da lo que tenga que hacer si con ello evito que muera usted.
Bella llevaba días allí
y aún no había visto al ser
tenía todo para sobrevivir,
pero también, quería saber quién y cuándo la iba a poseer.
Una noche, en la que estaba sentada en el piano
las puertas se abrieron
y el libro se cayó de la mano.
—Perdóneme, yo... Me senté en el piano sin pensar. Endenderé lo que usted quiera considerar.
Las llamas de las velas se apagaron
la bestia se acercó,
y sus ojos se encontraron.
Bella no se asustó en absoluto
dejaría que bestia la poseyera
bajó los ojos a su atributo
y por respuesta, recibió un «espera».
Bestia le hizo una reverencia y le entregó una rosa.
—Bella, no te tocaré hasta que quieras ser mi esposa.
La muchacha cogió la flor entre sus manos.
—Señor, yo he venido a cumplir con lo acordado.
—Bella, yo no quiero tu cuerpo, no soy tan desconsiderado.
—Señor, no se haga el considerado, pues bien mi padre me contó lo que estipularon.
Por respuesta, la bestia salió dejándola sola, sin luz y sentada sobre el piano de cola.
Pasaron los días y recibieron aviso de que el padre de Bella estaba enfermo.
—Bestia, necesito ir a verlo, llevo días que no duermo.
—Te dejaré ir con una condición, que regreses para no romper mi corazón.
—Así lo haré, ¡volveré!
Pero pasaron varios días y Bella no se acordaba de la Bestia siquiera.
Hasta que una noche soñó, que estaba en el jardín a punto de llegar a su fin.
Apresurada cogió una montura y cruzó la noche echándose reproches.
El castillo había cambiado;
zarzas lo tenían invadido,
las rosas habían muerto
y todo estaba desconocido.
Vio a bestia en el suelo
y se acercó sin consuelo.
—Bestia, perdóname. Se me escapó el tiempo, ¡lo lamento!
Los ojos del animal la miraron sin vida
Se inclinó hacia él, vencida.
—Me casaré contigo, pero por favor, no te mueras todavía.
Entonces, en sus hombros sintió unas manos
como las de los humanos;
abrió sus ojos llorosos
y vio al hombre más maravilloso.
—Una bruja me maldijo bestia hasta encontrar el amor verdadero…
Bella se subió sobre él con empero.
—Como usted me dijo, ahora que he aceptado casarme le exijo. Ámeme como el animal que fue.

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Foto: SquareFrog Pixabay

SIN TOCAR


 


 

Hemos quedado hoy sábado, de nuevo para lo mismo, pero en plan juego. Saldremos de la rutina diaria porque es el día en el que él, al contrario que la mayoría de los humanos, llega de madrugada a casa.
Hoy, tú y yo nos acariciaremos con las palabras, disfrutaremos en la distancia; absolutamente prohibido tocarse.
Ponemos un sillón frente al otro, la mesa a un lado, cerca de tí. Nos hemos servido unos martinis con vodka y con aceituna incluida. Quedamos en ropa interior y volvemos a repetir las normas; se puede ver, oír y oler. El gusto y el tacto están penalizados.
La reto. Se inclina hacia la mesa, coge un cubito de hielo del martini, y después se recuesta y cruza las piernas como Sharon Stone en Instinto Básico.
—A ver... —comienza—. Estoy arrodillada frente a ti, te sujeto los tobillos y apoyo las manos en las pantorrillas abriéndote las piernas. Por dentro, te comienzo a pasar este hielo hacia arriba con lentitud y dibujando círculos, llego a las rodillas…
El hielo se derrite en su puño, lo acerca a su escote y comienza a refrescarse.
—¿Qué haces? Dijimos que nada de tocarse.
—Y no lo hago, es el hielo quien lo hace.
«Becka siempre es igual», sonrío mirándola para que prosiga.
—Separo tus rodillas, me meto entre tus piernas y deslizo el hielo por tus muslos; por encima y por los lados hasta tu ropa interior. Tu piel se eriza, mi aliento llega hasta tu abdomen, pero me retiro, te miro, lamo lo que queda del hielo y desaparece por completo en mi boca. Tenía tu sabor.
En el sillón, tomo aire, me había quedado casi sin respiración. Es como si despertara de un placentero sueño. Descruza las piernas y continúa:
—Te sigo mirando y me bajo los tirantes del sujetador enredándolos en los dedos, con lentitud. Es de cierre delantero, y en él, hay dos minúsculas gotitas de agua que fueron resbalando por mi escote hasta encontrar obstáculo.
Esta vez no es necesario que lo imagine. En el sillón, frente a mí, es lo que está haciendo.
Se inclina de nuevo para tomar su martini. Lo tiene más fácil, la mesa está a su lado. Supongo que lo tenía pensado todo desde el principio.
—¿Quieres? ¿Te acerco tu vaso? —me pregunta dejando el suyo sobre la mesa e inclinada hacia mí.
Se levanta con el vaso, se acerca y se pone delante. Puedo sentir que tengo todos los músculos en tensión. Se inclina y me lo da. Lo tomo con cuidado, no puedo rozarle ni sin querer su mano. Bebo, mala idea porque lo que más necesitaría es agua, no alcohol. Me queda la boca pastosa. Pero…
Entonces ella hace algo con lo que no contaba, saca el hielo de mi vaso, lo pone delante de su boca, le pasa la lengua…
—El martini deja la piel pringosa —insinúa.
Y se acerca más. Salto cuando toca mi cuello. Las gotas se deslizan hasta mi abdomen y quedan paradas en mi ropa interior. La miro, acerca el hielo a mi boca y me obliga a saborearlo. Me refresca. Está por la mitad dado mi calor corporal, y me lo sigue deslizando por el torso; con cuidado de no tocarme e inclinada. Su maldito sujetador no se cae, vislumbro cuando se agacha, su piel más oscura; la cúspide de sus cimas. La visión hace que me duelan todos los músculos y que necesite muchos más cubitos de hielo sobre mi piel.
El que tiene en su mano se acaba. Me sonríe, se da la vuelta, y contemplo su espalda marcharse con caminar sensual.
Suelto aire. Sigo a la espera. Se vuelve a sentar, pero esta vez con una pose digna de un gánster. Está empapada. Levanta la barbilla porque es mi turno.
—Tal y como estás, me meto entre tus piernas y lo primero que hago es desabrochar el maldito sujetador y…
Sonríe y lo hace. Sus perfectas formas quedan libres mirándome, retándome. ¡Joder!
—Hago como los bebés de arrullo, las enfoco hacia mi boca, las saboreo. Otra de mis manos se desliza por tu contorno, llega a tu ropa interior y deslizo un dedo por el encaje que cubre lo que me separa de ti en esa zona.
Paro de hablar, pero Becka no hace lo mismo que con el sujetador.
—Le doy descanso a mi boca y mi lengua recorre en línea recta el camino entre la llanura de tus pechos y tu ombligo. Donde meto la lengua, donde sé que tienes cosquillas.
Ahora sí que Becka se mueve. Sigo.
—El dedo, mientras, encontró un recoveco entre el encaje que adorna tus muslos y tiró de la tela, apartándola. Ahora... —Becka está muy excitada—. Ahora me levanto y tomo un hielo, pero este hielo no será para mí, cariño. Lo acerco a donde tu cuerpo late, donde más calor tiene ahora mismo. Ante el contacto, pegas un salto. Sí, no tiene comparación con ponerlo en el cuello, pero tú comenzaste, querida. Lo empujo y lo introduzco en ti. Lo extraigo, y al igual que hiciste tú antes, lo lamo. Repito la operación varias veces hasta que es pequeño y me lo meto en la boca…
—Espera —suspira Becka interrumpiéndome—. Solo hay una cosa diferente. Yo sí te toqué con el hielo.
Me mira desafiante, sonrío, me levanto y tomo el otro hielo de mi vaso, me acerco a ella y veo que quiere la representación de lo que acabo de decir, puesto que directamente, se quita la lencería. Cómo no, cumplo sus deseos. Hasta que el hielo se termina.
Nos quedamos así; sin hielo, juntas... Mirándonos y fatigadas. Me levanto y siento las piernas dormidas.
—¿Nos damos una ducha?

Foto: pexels-aleksandr-burzinskij



PERDIDA EN EL TIEMPO




Sir Pillacius me había embaucado.
Intuía que tanto bailar conmigo
y prestarme atención,
tenía gato encerrado.
Mas ahora, qué hago.
En esta sucia habitación,
desperté y me estoy congelando.
No sé por qué estoy aquí,
ni siquiera cuando subí.
Achaco a que no recuerdo,
por algo que bebí.
Amaneció afuera,
pero tras estas gruesas paredes,
el frío cala hondo,
ni respirar puedes.
Y yo, que comí poco por miedo a reventar las costuras,
ahora tengo también hambre, fíjate qué tesitura.
La ventana está muy alta,
salir por ella sería quizás para romperse la espalda.
Me fijo en que en la sala hay muchas armas, espadas, algún hacha…
Cosas que no sé usar, pues soy muchacha.
Lo que no entiendo es qué hace aquí dentro un cañón del regimiento.
Guardado como un tesoro,
no encuentro razonamiento.
Espera, oigo voces afuera.
En el pasillo, o donde quiera que sea.
Mis manos como puños golpean la puerta.
El sonido que hago es apagado, me desconcierta.
Las voces se acercan,
serán varias personas las que aparezcan.
Hacia atrás me retiro,
cuando en la cerradura escucho el sonido.
Una llave, abren…
Las personas visten con ropas extrañas.
¿Qué clase de burlas son estas patrañas?
¿No me ven? Muda me quedo,
cuando a través de mi cuerpo pasan sin miedo.
¿No me oyen? Yo sí puedo,
hablan de mí; un asesinato, solo un recuerdo.

 

Foto:  @Marijose (Instagram)

NOCHE DE PELÍCULA




 

Sábado noche, fui al videoclub a por la película de siempre. Sí, la que nunca terminamos. Una película cómica y entretenida, pero que no hay forma de terminar... Y eso que dura menos de hora y media.
Es que Jimena, no hay forma con ella. Ella es mi chica desde hace unos tres años. Trabajamos y vivimos a unos cuantos kilómetros y cuando llega el fin de semana pues…
Siempre quedamos en mi casa —yo estoy emancipado y tengo un apartamento— con el propósito de pasar una velada típica casera. Suele traer una tortilla de patatas elaborada por sus manos. Esa sí que me la como. Y ahí viene el problema…
Que la tortilla se acaba, quizás también algún pastel, golosina, algo de postre que haya traído yo o ella.
Se acaba, nos juntamos, y ahí mis ojos se van a su cuerpo. Da igual que venga vestida como para ir a un cóctel o para ir a correr al parque cercano. Sé lo que hay debajo de la ropa y ansío verlo y tocarlo tras casi una semana.
Nuestros hombros se juntan y muchas veces, ella se acuesta de lado y apoya la cabeza en mi regazo. Ahí me lo pone más fácil. Porque mi brazo se apoya en su cintura y mis dedos dibujan por su abdomen probando al poco, otras zonas.
O bien delineo cada centímetro de cadera y deslizo la mano por el melocotón que forman sus nalgas, o voy hacia adelante pidiendo sitio entre sus muslos.
Hoy está siendo una mezcla de las dos acciones. Mi mano se desliza y acaba, después de esquivar su nalga; entre sus muslos y por detrás, atrapada entre sus piernas.
Es verano, y viste con una falda de volantes y una camiseta de tirantes. La primera está toda arrugada en la cintura y la segunda evidencia síntomas de excitación a la altura de sus pechos.
No se mueve un ápice y su respiración es inapreciable esperando mi maniobra. Mis dedos tiran de la cinta de encaje que separa su cuerpo de ellos y se introducen en su interior. Jimena se mueve y respira.
¡Está viva! —chilla Frankestein en la película…

Su mano se dirige a mi cúmulo de sangre y bailamos cada uno con la suya en cuerpo ajeno. Se incorpora dando libertad a mis dedos y se pone de rodillas a mi lado, sobre el sofá. Me mira esperando y con ojos encendidos. Yo llevo un pantalón similar a un bañador de esos hawaianos con flores grandes y de vistosos colores, con goma en la cintura. Sin nada debajo. Sus ojos preguntan a qué estoy esperando y para ayudarme en la decisión, se quita la camiseta. Me faltan segundos para deshacerme de él y ser yo, quien con ojos encendidos, suplique que tome asiento. Jimena no es nada indecisa y al momento atiende mi petición; el encaje de su ropa interior es apartado por sus dedos a la vez que guía mi cuerpo dentro del suyo. Ahora soy yo quien no se mueve un ápice, se me corta la respiración y espero a su maniobra.
Al diálogo de la película le sobrepasan nuestros quejidos; a la imagen de la televisión, su torso brillante por el calor del verano. Mis dedos lo recorren impregnándose de su sal, me inclino hacia adelante, y es mi boca la que saborea su piel absorbiendo como si quisiera secarla.
El tiempo no se me hace tan largo, pero de repente y acompañando a mi explosión, suena la música final. Con el volumen tan alto que ponían en las películas antiguas. Perfectamente sincronizado. Supongo que esté dentro del guion sin quererlo. Inclino la cabeza hacia un lado y veo que salen los créditos en pantalla. Otra vez que no la acabamos.
Jimena coge mi barbilla con la mano, me mira y pregunta:
—¿Quieres volver a verla?
Le digo que sí, pero que alguien tiene que ir hasta el vídeo. Se levanta y con la falda de volantes como si fuese un tutú de bailarina se agacha delante del aparato.
—Déjala, mejor no lo conectes. Total, sería ponerla para nada —insinúo de pie tras ella.

 Foto: @Pixabay en Pexels