NOVELISTA. AUTORA AUTOPUBLICADA.


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Alex Florentine

EXCESO DE SEGURIDAD


 


Bárbara hizo honor a su nombre cuando un día abrió los ojos.
Esos ojos muchas veces hinchados y violáceos, y casi siempre, tapados por unas gafas de sol con grandes y oscuros cristales.
El ruin tenía contactos y amistades en todos lados, así que sería bastante difícil que no se enterara de sus planes, pero iba a intentarlo.
Al lado de donde vivían, a poco más de media hora en metro, había encontrado un local en el que impartían ese tipo de defensa personal, técnicas de autoprotección. Debía de prepararse para vencer a cualquier atacante, sin importar su apariencia.  Sin armas, solo con anticipación.
Tres días a la semana simulaba ir a un cursillo de pintura. Esa era una de sus pasiones y también su distracción. No necesitaba ampliar materia. Era, y siempre sería, autodidacta. Pensaba que se perdía la esencia; el arte tenía que nacerse con él.  
Su objetivo solo la quería para ciertas cosas. No lo supo ver. Y no sería porque no la avisaron. Pero estos tipos, ya sabemos cómo son.
Y justo, como ya sabía cómo era, pudo calcular el cuándo.
El cabrón, borracho como una cuba, se presentó como solía hacer, dando tumbos e insultando. Se hizo la dormida. En su cabeza, Bárbara recordaba todas las clases, todos los consejos de su monitora. Tenía todos los músculos de su cuerpo en tensión... Él creyó que ella dormía antes de quedar paralizado. En el más amplio significado de la palabra y a lo largo en el tiempo. Por fin, ambos descansaron.

Mi aporte al 25N. Ánimo y fuerza a todas.
 
Foto:  Anete Lusina en Pexels

LA PÍCARA DURMIENTE




El rey y la reina eran felices, pero por más que lo intentaban, no acababan de tener un hijo. Como tampoco tenían mucho más que hacer, se pasaban el tiempo en el dormitorio real. Hasta la servidumbre llevaba los alimentos a los aposentos.
—Ay, Arturo.
—Ay, Sofía. Cualquier día me matas con tus manías. Que nos dijo el curandero, que había que ponerle más esmero, no romperme el cuello.
Sin conocimiento ninguno de fórmulas y posturas recomendables para conseguir tal propósito, practicaban la común, pero Sofía era muy dada a los imprevistos.
—No se queje, que soy yo, mi rey, quien todo el día está sin ropa y dispuesta para usted.
—Y yo encantado, mi señora, de disfrutar su desnudez.
—Pues disfrute usted estos días, mi señor, porque en breve se irá el calor. Y no estoy dispuesta a coger un resfriado por estar todo el día en este estado.
—Mi reina, yo creo que antes, tal y como copulamos muchos más días no serán necesarios.
Varias veces al día, con normalidad después de las comidas principales porque tenían más energía, sacaban las bandejas afuera y así, nadie les interrumpía.
—Señor, pero déjeme usted hacer reposo, que se queja de que le rompo el cuello y usted está siendo peligroso.
 —Sofía, si a estas horas estás en la cama tendida como te da la gana, soy yo quien tiene que poner el empeño y las ganas.
—Es que me marea usted con tanto vaivén, y mi estómago no lo lleva bien.
—Mi señora, yo intento ser comedido, pero ya sabe usted, que después de metido...
Un día, la reina, cansada de tanta cama, pidió a su marido cambiar de lugar. Acabó sentado en su trono con su mujer delante y con intención de cabalgar. Lo miró y pidió que hiciera de rey, ordenando y mostrando su cetro.
—Mi señor, déjeme ver el artilugio al que yo le doy refugio, pues usted a mí me pide que exhiba mi cuerpo, pero yo no recibo el tratamiento correcto.
—Tus deseos, amada esposa, son órdenes para mí, pero ten en cuenta una cosa, después no seré misericordioso, por hacerme ahora sufrir.
Así lo hizo y ella se arrodilló. Acarició arriba y abajo, y durante minutos, dejó labrado y lustrado su bastón.
—¿Desea mi señor, que ahora le dé cobijo? ¿Qué intente de ese modo darme un hijo?
—Esperaba de ti la pregunta, así que por favor, súbete de una vez aquí y disfruta.
Comenzó a cabalgar como hace con su montura cuando quiere correr por toda la llanura. Las manos del rey amasaban el cuerpo de su reina, nunca en la vida se había comportado así. Y le gusta, mucho, tanto como para desear que no se quede embarazada en tiempo, para disfrute de su cuerpo.
—Mi reina, estás poseída. Nunca te vi con esta energía. Como sigas con el galope, voy a relinchar a ritmo del trote.
—Mi rey, usted disfrute y déjeme hacer mi trabajo. No piense en otra cosa, que se le nota aquí debajo.
La reina clava las uñas en sus hombros, enloquece, aprieta... Y el Rey lo suelta. Extasiados, se abrazan pensando en que quizás sea suficiente por ese día, pues llevan desde mediodía. La reina se levanta y su níveo cuerpo se aleja hacia una palangana con agua.
***
Aproximadamente siete meses después, nació una niña. Hermosa, rubia, con piel blanca y ojos del color de las esmeraldas. El Rey ordenó preparar la mayor fiesta vista en sus dominios e invitó a todos, menos a los niños. Lo malo, que se les había roto uno de los platos de oro, y decidió invitar a doce hadas solo. Se dejó a la que peor le caía, y por qué no decirlo, la que también más fea le parecía.
Con la fiesta, llegó el jolgorio.
—Arturo, esto se está desmadrando —previno la reina su corpiño ajustando.
—Mi reina, ¿no te estarás asustando?
—Sí, me parece poco decente lo que hace esta gente.
—No creía que fueras a asombrarte después de lo que hicimos en algunas partes.
—Mi rey, si bien es cierto que se sabe que usted y yo tenemos una vida jocosa, ninguna más le ha visto esa cosa —alega señalando su entrepierna.
Anticipándose a los hechos, la sala tenía a lo largo de las paredes varios cómodos sillones, donde ya se veía a caballeros con las piernas tapadas por gruesos faldones.
—Pues como dices, mi reina —dijo el rey levantándose y pidiéndole la mano a ella—, venga usted a quitarme la pesadez de entre las piernas.
—Le recuerdo al señor, que tenemos un bebé y que le tengo que dar de comer.
—Y yo, le recuerdo a la reina, cuál es su deber...
La Reina y el Rey, viendo que se les hacía caso omiso se retiraron sin siquiera pedir permiso. La pequeña Aurora dormía, cuidada por su nodriza, en una habitación en la lejanía.
—No sé si habrás, mi reina, comido bastante, pero mira, lo que tienes delante.
El rey se despojó de sus engalanadas ropas en poco más de un instante.
—Válgame el señor...
El rey agarró las ropas de la reina por los hombros y tiró. El corsé saltó.
—Mi señor, el vestido, era nuevo...
—Mandaremos que te hagan miles, pero no quería perder el tiempo, quiero ya probar tus mieles.
—Ay, mi señor —dijo la reina cuando lo tuvo adentro—, recompénseme de los meses de asueto.
Mientras, el hada número trece llegó de imprevisto y escandalizada se quedó, prefiriendo no haberlo visto. La música cesó tan de repente, como mudas de gemidos y gritos, toda la gente.
La bruja, más que hada, estaba encolerizada. Chilló que la niña sería embrujada y cuando fuera adolescente y con una rueca se pinchara, se dormiría; hasta que un príncipe, buen amante de verdad, la despertara.
Nadie se dio por enterado y se marchó peor que había llegado. La venganza sería servida, a ver luego, quién se reía.
—Ya llegó esta aguafiestas e hizo bajar las ballestas —se quejó el hada número tres.
—Ya te digo, qué mal tomada solo porque no había sido citada —alegó la número seis.
***
Aurora creció y decenas de pretendientes querían probar sus mieles, tocar sus desniveles, meterse en sus vergeles. Aunque en el reino prohibieron los husos, encontró uno abandonado y en desuso.
Tras el pinchazo, Aurora cayó al suelo profundamente dormida. Sobre telas y cojines, amortiguada su caída. En kilómetros a la redonda, todos se fueron desvaneciendo, desde los más pobres campesinos, a los más ricos del reino.
Los rosales crecieron y fueron invadiendo con sus zarzas y aromas, animales y personas. La leyenda se fue extendiendo y muchos hombres perecieron.
Pero llegó un día, en el que un príncipe recién llegado a la región, quiso investigar y ver a «la tentación».
—Me dijeron que aquí no me internara, pues es zona embrujada. Pero tengo oído que la moza es bien hermosa.
Entró al sótano del castillo como pudo, pinchándose y arañándose, dejándose parte del cuero cabelludo.  La muchacha, tal y como se había caído así se había quedado, con su vestido arremangado.
—Las habladurías eran ciertas —dijo él, mirándole las piernas abiertas.
A sus pies había por lo menos, una docena de caballeros en cueros.
Todos lo habían intentado, pero por alguna razón, no habían acabado. Se acercó a la muchacha y miró su vestimenta. Imaginó lo que escondía, y sintió entre sus piernas un cúmulo de alegría.
Estiró las de la muchacha y se bajó sus calzones, se arrodilló entre las zarzas, pinchos y flores. Haciéndose arañazos en las manos, buscó la tierra yerma. Así que se abrió paso y llegó a su entrepierna. Con dedos ágiles de explorador y cazador, fue abriéndose paso entre el escozor.
Dirigió firme y rápida su arma, lista, preparada y con carga. El cuerpo de Aurora se movía, se deslizaba arriba y abajo bajo su hombría.
Las zarzas y espinas comenzaron a retirarse; una luz, de afuera, a reflejarse. Los pechos de Aurora comenzaron a subir y a bajar, y el príncipe, dejó de considerar.
La muchacha abrió la boca y soltó un gemido. ¡Estaba viva, lo había conseguido! Después abrió los ojos, lo miró, y lo dejó sorprendido cuando con sus manos se desató el corpiño haciendo que el príncipe, profesara un alarido. Los hombres de alrededor, se fueron levantando sin pudor. Tropezando, atontados, marchándose avergonzados. Hasta que se quedaron solos y Aurora pidió que por favor, repitiese la operación, puesto que estaba dormida y necesitaba entrar en calor.

Muchas gracias por pasarte. Agradezco tus comentarios. 

Foto: Shrikeshmaster en Pixabay

EL ÚLTIMO PARTIDO


 


 (Ojo, puede herir sensibilidades. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Además de desgracia. Recordad que también soy escritora de terror)

Invierno. Duele respirar, se lloran los ojos, y el aliento se suspende en el aire. Las aceras resbalan a causa del frío de la noche. Pocas son las personas que se atreven a estar afuera de sus casas. Una espesa niebla hace del momento, el ideal para jugar el partido.
El campo de balonmano está a las afueras del pueblo, abandonado entre maleza. Con el suelo resquebrajado y los vestuarios vandalizados. Con unas porterías herrumbrosas y sin red; una sombra de lo que fue.
Desde el accidente de autobús nadie quiso volver a formar un equipo de nada. Tampoco nadie quiso volver a pisar el campo. En las verjas de la entrada hay de continuo ramos de flores y velas.
De entre la niebla surge un autobús de modelo antiguo, que estaciona delante del altar. Las puertas se abren y varios muchachos con aspecto demacrado, gris y sucio salen de su interior. Las flores se tornan negras y pierden sus pétalos, y las velas se encienden. Los focos del campo, a los que no llega ningún tipo de corriente eléctrica, también.
Nada más pisar el suelo, las ropas de los muchachos cobran vida. Amarillos, rojos, verdes y azules. Las grietas del cemento se sellan y la maleza se retrae. Las porterías se quejan al recomponerse y enderezarse, las redes son tejidas por arañas gigantes e invisibles.
Entre la niebla aparecen otros muchachos con sus bicicletas, el vaho de sus bocas es visible, al contrario que el de sus compañeros. Las dejan apoyadas en un muro y avanzan. El marcador se enciende; 0 para el local y 0 para el visitante.
El partido que nunca se jugó por fin tiene fecha, hora y momento. Unos cuantos años después, y entre el equipo local y los nietos de los integrantes del equipo visitante.