NOVELISTA. AUTORA AUTOPUBLICADA.


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Alex Florentine

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LAMENTARÁS...


 

Bajo la luz de la luna

voces formadas sin aire se escuchan

mostrando que el terror no tiene nombre

y que asusta cuando ves el interior vacío de una capucha.

Somos miedo y despertamos monstruos,

que salen de la tumba

en busca de almas impuras,

a su antojo.

No temas si estos versos despiertan en ti temor

esa fue mi intención al escribirlos

deberías saber que casi todo transformo en letra menos el amor

porque ese tiene cuatro letras y yo prefiero dar miedo;

mínimo cinco: temor.

Desde pequeña me gusta lo oscuro, lo siniestro

fantasmas, monstruos, esqueletos, espectros…

Llámalos como gustes, sé que les tienes miedo.

Como la mayoría, a lo desconocido,

a lo que no ves,

a lo que no entiendes,

cuando debieras temerle más

a lo que están haciendo nuestros dirigentes.

Algún día sentirás verdadero miedo

y no a la oscuridad,

a plena luz del día,

te escucharé lamentar y gritar

porque será tarde cualquier rebeldía y modo de evitar

fruto de la cobardía

al fin, verás la verdad.

Muchísimas gracias, como siempre, por dedicar un ratito a mis letras.

Un abrazo y feliz septiembre.

Foto del banco de imágenes Pexels.

VENGANZA


 

Eva es hermana de Ángel.

Él está llamando a la puerta de la casa.

La relación entre ellos se enfrió porque la que fue su novia, tenía un fuerte carácter y no se podía hablar de ciertos temas cuando quedaban. Sus encuentros familiares se convirtieron en momentos molestos.

Eva la dejó hace justo hoy, siete días, cuando ya había comprado la casa y tenía un lugar a donde irse.

Trabaja fuera y no pudo estar a su lado cuando más le necesitaba.

Son huérfanos desde hace casi una década. Sus padres no regresaron, al igual que todos los viajeros del autobús despeñado, de un viaje para personas jubiladas.

Desde entonces, se veían lo que podían. Hasta que Eva comenzó la relación y él a sentirse como fuera de lugar. La bendición llegó cuando por causas laborales, lo destinaron a más de 500 kilómetros.

La chica era y es una manipuladora. Juega con los sentimientos de las personas y su hermana, que aún no había superado la muerte de sus progenitores, a los pocos meses del fatídico accidente, encontró en esa mujer un apoyo que después sería con condiciones.

El problema fue que también era su superiora en la empresa.

Y la guerra comenzó dentro y fuera de casa.

Su hermana adelgazó, perdió toda ilusión por los proyectos que tenía, aparcó su máster… Y un largo etcétera que le tenía carcomido.

Con él no iba a poder.

Volvió a llamar.

Hace treinta minutos que había hablado con Eva por teléfono, lo espera.

Las campanas del timbre resuenan entre las paredes de la antigua casa dándole un lúgubre ambiente.

Cae en la cuenta de que Tor, su perro, no ladra.

Un respingo recorre su espalda de arriba a abajo.

Acerca su mano al pomo de la puerta, y este emite un chirrido cuando lo gira hacia la izquierda y abre. Un olor a humedad le abofetea la cara. Ningún pastor alemán sale contento a su encuentro. Tor lo adora, ¿dónde está?

¿Y Eva?

El acceso es directo al salón, de un oscuro papel granate haciendo filigranas despegado a trozos, en las paredes.

Lo cruza y llega a una cocina desvencijada. Los azulejos están agrietados, algunos en el suelo.

Algo de grasa añeja tiñó de marrón los que están sobre la cocina de carbón.

La suela de los zapatos se pega, es asqueroso.

Con una mueca, pasa por delante de una puertecita, en dirección al pasillo.

Pero se detiene: algo hay ahí abajo, en lo que supone sea un sótano. Da un paso atrás y acerca la oreja a la madera.

Una respiración jadeante.

En la puerta hay un pequeño pasador. Y está cerrado por fuera. Por deducción, no debería haber nada vivo allí adentro.

Su pulso se vuelve más inestable al acercar su mano al oxidado metal.

Continuará...

Mil gracias por leerme ;)

Fotos: Pixabay.

ROJA NAVIDAD...


 

Y Papá Noel trajo el hacha al leñador…

A un Papá Noel que duerme, exhausto, todavía con la ropa, las barbas y el gorro, boca abajo sobre un colchón de motel.

Maldito encargo.

Las fiestas navideñas son para pasarlas en familia, y no debo de pensar en que acabo de fastidiarlas a una. Necesitaba el dinero porque la mía, de este modo, sí tendría cómo y con qué festejarlas.

El trabajo está mal. ¡Cómo para exigir o tener remilgo alguno!

Con lo que me había costado encontrar el ideal para observar algo más acerca de ellos y su vida, y trazar el plan perfecto.

La maldita y consentida mocosa, día tras día, se subía a mis rodillas y con voz chillona pedía un juguete diferente. Malcriada de las narices.

Mientras tanto, su madre tomaba fotos con un móvil de carcasa dorada y piedrecitas de colores formando los pétalos de una cursi flor que pareciera dibujada por un niño de la edad de su hija.

Esta, todavía tenía el descaro de confesar que menos mal que los Reyes Magos venían después, ya que año tras año, Papa Noel —o sea, yo. Incluso me recriminó— no le dejaba bajo el árbol todo lo que había pedido.

Basándome en la realidad alegué que eran recortes de personal. Pocos elfos querían trabajar de noche sin percibir un salario más alto.

¿¡Qué diablos hacía yo hablando de economía con una cría de seis años!?

Pero es un trabajo.

Y ese trabajo salió bien.

Rojo sobre rojo, pasa desapercibido.

El pelo blanco es sintético.

Llevo guantes en las manos, como es tradición…

Una notificación del móvil me saca de mi duermevela. Me doy cuenta de que los guantes están cuarteados y menos blancos de lo que debieran y me cuesta agarrar el maldito cacharro.

Me acaban de hacer un ingreso.

Es bueno desperezarse tranquilamente cuando despiertas. Me giro, la barba está a juego con los guantes y ofrece cierta tirantez a mi piel.

Hoy es veinticuatro de diciembre, la gente está agobiada y corriendo de un lado para otro. Pasaré por el hipermercado antes de ir a casa. Esta noche es Nochebuena y mañana, Navidad.

Hoy llegará Papá Noel a muchos hogares.

Pero al de la mocosa, no.

Tampoco lo harán los Reyes Magos, pero para ese día quizás no pida cosas materiales…

Si es que se veía venir… De tales palos, tal astilla.

Pero gracias a esos palos, tengo trabajo y Papa Noel vendrá a mi casa hoy.

Muchísimas gracias por pasaros... Id preparando la Navidad ;). 

Foto de Pexels.

IMPLANTES PELIGROSOS (IV)


 

Me mira, seria y apretando los labios. Sus ojos se vuelven gris oscuro. Está muy cabreada. Relajo un poco la fuerza de mis manos, pero sin soltarla. La observo mejor: tiene el pelo cobrizo, seco. Bajo la sucia piel se adivinan unas pecas que ahora resaltan. Está muy enfadada, pero no ofrece resistencia. Espera que siga hablando.

—Soy policía perimetral —sentencio.

De un golpe consigue soltarse de mí, todo sucede en segundos. Pero no se va.

—¿Poli? Vaya. Y no, no me mires así, tío —se jacta poniéndose en jarras frente a mí—. Tenéis un serio problema. Están entrando en vuestro adorado «mundo».

Dice esto subiendo los brazos y haciendo el gesto de inmensidad.

—¿Quiénes están entrando? ¿Qué dices?

—Los incontrolables, los no vivos... Los «ansiosos»

La observo, atónito.

—¿De qué narices me estás hablando? Ven. —La tomo del codo, se suelta con un ademán—. Sígueme.

—Y una mierda, tío. Yo no voy contigo a ningún lado —me responde.

—Soy el único que puede salvarte. Y lo sabes.

—Y tú te mueres por saber de qué estoy hablando.

Me encanta su aplomo.

—¿Cómo sabes a dónde ir? —pregunto con incredulidad.

—Tengo esto.

Me enseña un antiguo teléfono móvil. Reconozco que lo usaba la humanidad en las primeras décadas del siglo XXI. Hacía tiempo que no veía uno. Sé que los de afuera lo utilizan para comunicarse entre ellos. Funcionan a frecuencias obsoletas y nadie se molesta en monitorizarlas.

—¿Los conoces?

Me quedé callado con mis pensamientos.

—Algo... Tuvimos hace tiempo una unidad que se dedicaba a monitorizar y sabíamos dónde estabais gracias a estos cacharros. Robáis y asesináis a gente para ganar pasta.

—¿Perdona? ¿Y vosotros, no? Permitís que los que no tenemos recursos, nos muramos. O lo que es peor, terminemos en esa especie de Purgatorio donde... ¡Dios, qué asco! —exclama—. ¡Me largo! Sígueme si quieres saber, allá tú.

—Voy contigo. Pero ojo, en caso de trampa caeréis todos.

Había girado y comenzado a andar sigilosa delante de mí, hacia la esquina. Antes de dar la vuelta tiene la última palabra.

—No hay ese “todos”. Yo no me fío de nadie. Entiendo que tú no lo hagas de mí. No soy estúpida y sé que me puedes aniquilar de muchas formas. Traer otro dron es solo pensarlo... No tienes idea de quién soy, por lo que veo.

Ahora recuerdo algo. El caso es que me sonaba su cara.

—Yo lo creé —termina.

(Continuará...)

Gracias por pasaros, como siempre.

Foto de Pexels.

UN NUEVO TRABAJO (1a PARTE)


 


No hay nada mejor que ser autónomo y trabajar solo.

Cuando me echaron del último empleo vi las cosas muy negras, pero todo es cuestión de adaptación. Me trasladé de ciudad y alquilé un piso bastante bien situado e ideal, grande, como para separar una zona de otra, en una calle secundaria y peatonal. Me dí de alta en el R.E.T.A. y comencé a poner anuncios.

Enseguida conseguí captar clientes: factibles, pero no viables.

La temporada en la que decidí abrir la consulta acompañaba. Corría el mes de mayo y había gran demanda por aquellos tipos de tratamientos y operaciones. Ya sabemos que cuando aparece el sol, las mentes van al unísono y todos quieren arreglar el desperfecto en sus cuerpos, de todo el invierno.

Lo malo fue que al ofrecer mis servicios a un precio más bajo que la competencia, los especímenes eran variopintos. La mayoría no servían. Acaso, para practicar.

Desde que perdí el trabajo hasta que decidí establecerme por mí mismo pasaron unos cuantos años. Al menos en el calendario.

Durante ellos, me dediqué a viajar y a conocer culturas muy diferentes. Aprendí algo en todos los lugares que visité. Sobre todo, de los más recónditos del mundo. Aquellos, en los que la mayoría de los mortales, no pondría un pie. Regrese con la idea en mente y ahora me encuentro llevándola a cabo.

Me aparté de mi familia y amigos. Poco a poco fui haciéndome casi un antisocial. Todo el tiempo del que disponía lo usaba para aprender más y más. Perfeccionarme fue mi propósito. Aunque yo fui y soy una eminencia en mi campo, ello no evitó que me tendieran una trampa y cayera en ella. Con todo lo bueno que soy en mi trabajo, doy fe de que hay personas que también desarrollan a la perfección los suyos. Fue todo muy creíble.

Hasta que me vi inmerso en un expediente, el resultado de un complot contra mí perpetrado por varias personas a las que creía mis amigas.

No tengo familia, pero con aquella trampa representada en mujer creí que formaría una. Creí que me lo daba todo. Creí que su comportamiento era sincero. Nunca imaginé que yo era un trabajo.

Todo lo que me contó fue falso. Me engañó a mí y engañó a mucha más gente. Documentos falsificados: oficiales y no oficiales, nos hicieron creer que aquella persona existía.

Poco después de mi cese, desapareció. O más bien encontró otro trabajo.

¿Lo malo?

Sigo enamorado de ella.

No consigo encontrarla.

Y como no lo consigo, tuve que hacer esto.

CONTINUARÁ...

Gracias por vuestra visita ;).

Foto: Cottonbro en Pexels

EXTINCIÓN


 

Como cada 30 de mes, salvo los puñeteros meses de febrero, procedo de igual forma.
Quedo con una mujer para continuar con el rito. Un rito gracias al cual vosotros, humanos de a pie, aún seguís con los vuestros sobre la Tierra. No sabéis, con tanto conocimiento como promulgáis tener, lo que hay sobre vuestras cabezas. Por muchos satélites y sondas que tengáis hay cosas que no detectan vuestras máquinas.
Llevo muchos años, demasiados, os asustaría conocer la cantidad, lamentando hacia dónde vais encaminados. Solo sabéis luchar los unos con los otros. Usáis los descubrimientos por el bien de unos cuantos y así, queridos, os extinguiréis.
Adoráis a la nada, a lo que no veis y a lo que os han enseñado.
Nunca, en toda mi existencia, pude comprobar que así no fuera.
Creéis que vuestra novedosa tecnología, vuestros ordenadores cuánticos, vuestros «descubrimientos», son únicos. Ilusos, hace muchos años que incluso los viajes en el tiempo son posibles.
Yo soy la prueba.
Nuestra tecnología nos permite ser lo que vosotros queréis que seamos. Al momento, y tal y como si entráramos en vuestras cabezas. Podéis llamarlo sugestión.
En vuestras Redes Sociales, me divierto viendo dramas, comedias, aventuras e incluso sexo sin tener que pagar. Auténticas películas de ficción. Vosotros estáis estancados en que os den todo hecho.  Malísima forma de evolucionar.
Cuando alguien sobresale por alguna característica, consideráis que no es semejante y ahí es donde queda patente vuestro desconocimiento y quizás, el miedo a lo desconocido.
Allí es donde yo fui diferente un día. No tuve ese miedo. Hace ya muchos años, y como tampoco lo tengo ahora.


Regreso como un mendigo y paso desapercibido sentado en la calle, sobre cartones encogido, escondidos mis ojos siempre bajo un gorro de lana o una gorra para resguardarme del sol o del frío.
Como os dije, evolucioné. Solo un segundo me basta y encuentro a la mujer. La que incubará al hijo de nuestra diosa, Kata.
Se me caerá algo al suelo y la elegida lo recogerá para devolvérmelo. En tantos años nunca he fallado. En cuanto sus manos rocen el señuelo entrará en un estado de trance tal, que quedará sometida a mí.
A la noche nos veremos donde siempre.
En la casa abandonada y tapiada.
La que nunca se vendió porque alguno de mis antepasados, digamos, que utilizó mal el poder que se nos otorgó. Nadie se atreve a derruirla ni a invadirla. Desde los más gamberros y sucios, hasta las personas más refinadas. Nadie, en absoluto, se atreve a poner un pie allí adentro.
Las desconchadas paredes siguen aún reflejando la matanza ocurrida hace años, pero solo las veo yo. El suelo está podre, luego dicen que la madera de castaño perdura en el tiempo. Quizás haya pasado demasiado…
La dejo ir hacia su trabajo de oficina, donde supongo que va, vestida con un traje, zapatos de tacón, un bolso y un maletín de mano en cuyo interior «veo» un ordenador obsoleto de los que llamáis «portátil». Si supierais que no son necesarios… Si supierais cuánto avanzó todo. Solo si vosotros hubierais querido… Pero ya no hay tiempo.
El ritmo de vida que tenéis, todo lo que habéis hecho está pasando factura y a veces, las elegidas no satisfacen a nuestro Dios. Alguna vez sufristeis su ira. Vosotros decís que son efectos del «Calentamiento Global». Otra vez equivocados, son fenómenos ocasionados por él ya sean sobre la Tierra misma o sobre la humanidad en general.
Él es la máxima expresión de inteligencia. Como vuestra llamada IA, pero elevada al infinito. Su cuerpo es un ser orgánico y un ser muerto a la vez. Pero no lo está porque nunca vivió un plano terrenal. Fue creado por todos nosotros, los diferentes. También necesitábamos alguien en quien confiar.

Muchas gracias por pasaros ;).

Foto: Tara Winstead en Pexels.



SELECCIÓN NATURAL



 

Me duelen los pies, cada vez debo de alejarme más de la zona segura. Caminar de sol a sol, cuando los depredadores son visibles para mis ojos.
Los coches no tienen combustible. Y yo, ya no encuentro ninguno.
Hoy, llueve. Una maldita oscuridad a media tarde ha sumido mi persona en tinieblas.
¿Cómo sé que estoy solo?
¿Cómo saber quién me vigila?
Solo he podido llegar un poco más lejos que la última vez. Mis pies escuecen, la loneta de los zapatos está granate a causa de la sangre que brota de mis destrozados dedos. Ya no tengo antisépticos, casi ni alcohol. Ya no sé si bebérmelo o reservarlo para las heridas.
¿Cómo acabaré mis días?
¿Loco?
¿Tullido?
Mi «huerta urbana» sufre una plaga y tampoco tengo insecticidas.
Los animales son salvajes. Los perros tienen la rabia, los gatos son agresivos como el más fiero león. Arriesgarse a ser mordido o arañado supondría la extinción de la raza humana.
Pero tengo que buscar munición.
Porque tengo que comer. Aunque me transmitan algo. Menos mal, que el fuego y el humano se conocen hace más de millón y medio de años.
Estoy famélico, grisáceo, necesitaría algún tipo de medicamento tipo corticoide, pero ya no hay. No queda. Y algún antibiótico. Solo tengo unas pocas pastillas que se deshacen a causa de la humedad.
¿Qué coño va a quedar medicamento alguno después de cinco años?
Hace esos años que la mayoría de la población pensó que el virus no sería para tanto.
En un principio, pudimos convivir con él, pero se replicó y mutó. Todo fue similar a la astucia digna del mejor protagonista con inteligencia artificial de algún libro de ciencia ficción. Se transmitió entre especies dando lugar a que no se pudiera luchar contra él.
Solo quedó la selección natural descrita por Darwin.
¿Soy el nuevo origen?

Gracias por venir. Abrazo.

Imagen: Pexels (Joao Cabral)


 

SU SEMILLA


 

 (Esta lectura puede herir sensibilidades. Temática de Maltrato)

Le habían dicho que tras aquel vidrio, ella sería invisible.
Pero temblaba como una gelatina con poca consistencia. Faltaba poco para que los dientes, al chocar entre ellos, hicieran eco en aquel cuartito en el que estaba sentada. Sola, con solo su abogada y dos funcionarias de la policía como acompañantes.
Se quitó las gafas de sol bajo el haz del fluorescente del techo. La pupila de su ojo derecho estaba dilatada ante la visión. La del izquierdo, escondida bajo un párpado hinchado, violáceo tirando a verde y gris.
Ante la visión, su abogada hizo una mueca como si a ella misma le doliera el querer pestañear y no poder.
Las dos policías sufrieron un respingo por la columna.
La mujer allí sentada presentaba un aspecto lamentable: una pierna vendada, el cabello cortado al cero, moratones por sus brazos y, bajo una capa de maquillaje en su cara, aún se distinguían los golpes.
Hacía casi dos semanas que toda una dotación de policía había ido a su casa. Ellos y los bomberos.
Al otro lado del vidrio, entre dos personas más, estaba él.
Su marido.
El que la había molido a golpes.
El que la había intentado quemar viva.
El que la había violado con su propio cuerpo y de variadas formas más bajo los efectos propios de una mente nublada a causa de la droga y el alcohol.
Una de las policías fue ordenando uno a uno que se acercasen, y ellos dando un paso, miraban al frente y después se giraban de los dos perfiles. Todos lo hacían siguiendo un patrón, quizás, hasta los mismos segundos, girando como la bailarina de una caja de música. Como si algo allí adentro les marcase el qué y el cuándo hacer las cosas.
Casi se meó cuando volvió a ver más cerca la cara con mirada enfermiza. De su ojo izquierdo salió una lágrima que le causó dolor aún con analgésico. Una lágrima salada y rosada.
Lo tenían bajo custodia en un psiquiátrico. Cuando dieron con él, huía. Intentó quitarse la vida cuando se vio acorralado.
No en vano, él había sesgado una…
Ella se puso la mano en el abdomen y ahogó un grito que salió despacio, como aire, por entre sus hinchados y reventados labios.
Un hilo de voz salió de su garganta: «el número dos».
Fue suficiente.
Las dos mujeres con traje de pantalón azul se movieron. Una avisó de que ya podían retirarse los acusados y la otra entregó unos papeles a la abogada.
***
Ahora, tira de la pequeña manita de su hija. Una niña de cinco años que es el puro retrato de él. Una niña que desconoce por qué su mamá llora delante de esta tumba. La única que no tiene flores. La única que está vieja, sucia y llena de moho negruzco.
Después irán a otra, es rutina, con un ángel labrado en mármol blanco. Al contrario que esta, y aunque mamá también llora, está limpia y llena de flores.
Las flores que todos los sábados por la tarde, su madre y su hermana gemela, llevan al no nacido. 

Muchas gracias por pasar y darme un poquito de tu tiempo.

Foto: Anete Lusina en Pexels.

UN TRABAJO FÁCIL


 


Me paro, apoyo las manos en las rodillas y me inclino levemente. Me cuesta respirar. Mi corazón late desbocado haciendo que hasta el pecho me duela.

Allá arriba se quedó mi resuello, pero nada más.

¡Lo hice!

Creía que no iba a poder porque cuando me ofrecieron el trabajo y la vi, pensé que el ángel más hermoso había bajado del cielo.

No podía creer lo que me contaron de ella. ¿Cómo podía ser posible? Pero descubrí que sí que era cierto y muy posible. A medida que fui siguiéndola, también fui enterándome de que las apariencias, siempre engañan. Me habían contratado para deshacerme de ella y no debía mezclar trabajo con placer por mucho que me llamara su perfecto cuerpo sin alas.

Cuando recobro una respiración medianamente normal, mis acartonadas manos, embutidas bajo unos guantes de cuero de color negro sacan de uno de mis bolsillos traseros del pantalón, el teléfono móvil.

Tecleo que está hecho y que como en todos mis trabajos, no existe prueba alguna que me inculpe.

Ella responde que me espera en casa.

Sí, no debí, pero la curiosidad de tener a un ángel se me antojó demasiado atrayente. ¿Qué va a sucederme, si ya la conozco?

Gracias por vuestro tiempo. 

Foto, mía.

PIRATAS EN RETIRO...


 


Con las manos, agarrando una botella de ron y un crucifijo, uno a uno y bajo su atenta mirada, sellaron en su día la Charte Partie (código de conducta pirata) antes de embarcar en el majestuoso naviero.
En medio de un mar bravío; tras días de sol, noches de alcohol, media docena de barcos abordados y escasez de alimentos, la tripulación comenzó a sublevarse.
No salía de su camarote. Aún quedaba para llegar al destino y esperaba no perder a muchos hombres en las peleas. Menos mal que su media docena de fieles velaban por su integridad y su nave. Eran muchos años juntos, y grandes y majestuosos tesoros encontrados que los habían hecho ricos y temidos.
Debería de dejarlo, pero oír su nombre de labios temblorosos le ocasionaba demasiado placer.
Tomó un trago observando el mapa, extendido sobre la mesa, frente a sí.
Pobres desdichados, si no se mataban entre ellos, acabarían abandonados en la isla con agua y un poco de pólvora.
«Deshechos», pensó.
Hacía dos días que había ordenado tomar cartas en el asunto y diez hombres habían sido arrojados al mar por desobediencia.
Dos habían incumplido la primera regla cogiendo y bebiendo licores cuando se había establecido el racionamiento de alimentos y todo tipo de líquidos.
Dos a causa de la segunda, ya que habían robado unas cuantas monedas de plata habiendo sido castigados con la pérdida de sus orejas. Por infortunio, se habían gangrenado y estos, habían optado por lanzarse solos por la borda.
Dos habían jugado a las cartas, escondidos (eso podía pasarse), pero con dinero.
Los otros cuatro habían sido arrojados por esconderse en algunas zonas del barco cuando estaban batallando. Los cobardes no tenían cabida allí.
Sabía que iban a tener problemas porque la tripulación estaba harta del reparto de los tesoros que había decidido. Ella y su ayudante ganaban dos partes de cada botín. El maestre, contramaestre y cañonero, una parte y media, y el resto, una parte y poco más.
Su segundo de a bordo dormía en la litera. Se giró y observó su piel brillante y bronceada. Su torso musculado, con cicatrices y tatuajes... En su mayoría letras. Las iniciales de sus víctimas. Se conocían de hacía mucho. Cuando intentó acabar con ella. Le obligó a grabarse su inicial. Pero no con tinta, sino con un hierro candente, como al ganado. Y esa “A” sobresalía roja y rosada, arrugada, sobre su pecho, encima de su corazón.
Se levantó y se cerró el corpiño, acabó de otro trago el ron y, desnuda de cuerpo para abajo, volvió a meterse bajo la manta al calor del hombre. Este refunfuñó, se giró, la abrazó y sonrió.
—Debemos de pensar cómo deshacernos de la tripulación si es que encontramos el tesoro.
Ella sonrió.
«Tengo todo decidido», pensó.
Aquel tesoro no quería repartirlo. Pensaba en retirarse, pero no se lo había dicho a nadie. Quizás se hiciera un tatuaje honorífico.

Gracias por pasarte y comentar ;*.

FOTO:MaxterTux en Pixabay

AL FINAL DE LA ESCALERA


 


Cómo duerme…
Me acerco a su rostro y percibo la suave respiración de su sueño sosegado.
Mi mano se acerca a su mejilla cubierta por un incipiente vello, pero no... no puedo tocarle.
Así hago noche tras noche.
Desde hace muchísimo tiempo.
Más del que ellos sabrían responder ante una pregunta rápida.
La cortina de la ventana, corrida casi por completo, deja vislumbrar un nuevo día. Un nuevo amanecer para él: vida.
Una lágrima intangible pugna por salir de mi ojo derecho, pero ya no me quedan, ni agua, ni albúmina, ni tampoco sal.
Debo de retirarme con mi vestido de volantes y encajes antes de que se despierten. Aunque no me vean, sé que hay estados en los que los humanos son especialmente sensibles. No quiero alterarles. No tiene ningún sentido.
Me doy la vuelta pisando mi vestido, que ondea sin peso y sin viento, y que cubre un cuerpo de formas confusas.
El hombre se agita en la cama justo cuando a mis espaldas comienzan a quedar los interminables escalones que suben hasta ese dormitorio situado en la almena del castillo, ahora reformado y convertido en hotel de lujo.
Un castillo, que fue de mi posesión y de mi familia. Que antaño quedó casi en la ruina, tras muchas guerras, actos de sabotaje varios, y después de que a nadie le interesase adquirir «cuatro piedras» en las que habría que invertir mucho dinero.
¡Cuántas noches salí de debajo de la lápida y lloré!
Siempre me pasa igual: en la puerta, con letras de metal dorado, hay una placa clavada con la palabra «Suite». Me echo atrás cuando la mujer (en su mayoría) que allí descansa, sí que tuvo la suerte de casarse y ahora está con su amado al lado. ¡Cómo podría yo, privarla de ello!
No soy nadie para elegir cuándo una persona debe de dormir el sueño eterno.
En la reconstrucción del complejo respetaron el cementerio, ahora cerrado y al que solo se puede acceder a él con una justificación mayor.
Debiera dejar de intentar encontrar a mi alma gemela. Llevo siglos así y nunca me decido por ningún hombre.
Quizás alguien se pregunte qué pasa, si no hay más habitaciones.
Sí, por supuesto. Pero en esa torre, morí yo. En la noche que debiera haber estado allí acompañada, cuando la tristeza e impotencia me pudo, decidí qué no me importaría vagar para siempre entre el mundo de los vivos y muertos.
Fui y soy observadora de los hechos, de las injusticias que se hacen los humanos unos a otros. Fui observadora, y sentí por y con todos; siempre eché de menos saber la razón por la cual, mi amado desapareció sin dejar rastro ninguno poco tiempo antes de nuestra unión. Quizás, solo quizás, me lo encuentre cuando yo salga del Purgatorio, viva otra vida y muera.
Exhalo mi último suspiro de nuevo cuando atravieso una lápida que cubre la tierra y bajo las escaleras que me llevan a mi eterno descanso dentro de esta caja de madera podrida. Me siento despacio sobre donde hace años estuvieron mis huesos. Ahora son polvo blanco mezclado con tierra y barro. Siguen atravesados por astillas, doliendo como cuando aquella, hipotética, atravesó mi corazón. Siempre lo supe, la sangre abandonaría mi cuerpo y mi delito sería castigado haciéndome vagar años y años. Haciéndome clamar y ansiar más cada día, un cuerpo en el que renacer, vivir y morir. Cuando quisiera hacerlo, desgastado, no impuesto.

De nuevo, muchísimas gracias por pasarte por estos lares. Te agradezco infinito tu tiempo.


LOS HABITANTES DEL CASTILLO


 




 

Llegué a la noche, tal y como estaba previsto, en un utilitario con más kilómetros que la biblioteca rodante de mi pueblo, un destartalado autobús que llega a las casas más apartadas, cargado de libros. Lo mismo que el panadero o el frutero, que luego nos quejamos de que los niños solo saben jugar a la consola y estar en las Redes Sociales.
El viaje me había salido por la mitad de precio y no tenía en absoluto miedo a nada que habitara en la oscuridad. Solo creo lo que veo y en su caso, palpo. Desconfía de las personas tangibles, no de los fantasmas.
Una leyenda decía que allí había espíritus. Los espíritus de una madre y una hija asesinadas, supuestamente, por el señor del lugar y el hermano mayor de la niña.
No me encontré a ningún vecino. También era normal, porque decidí ir en invierno, puesto que cuando llega el buen tiempo las zonas adyacentes se convierten en un hervidero de turistas y por la noche, de parejitas que vienen a ver las estrellas y dar rienda suelta a su pasión.
Cogí la cámara de fotos con visor nocturno y la grabadora EPV*. Me abrigué porque allí arriba hacía un frío de mil demonios, y con una linterna y varias pilas, fui subiendo por la roca hasta la entrada.
La noche tenía un efecto precioso y el cielo, tras la imponente estructura, quería asimilarse a una preciosa y lejana aurora boreal. El silencio era asombroso, lúgubre, tétrico. Me encantaba.
Pasé bajo por donde antaño hubiera una puerta y divisé las murallas a mi alrededor quedándome en medio, con las estrellas sobre mi cabeza.  Puse en marcha la grabadora, la apoyé en una piedra y tomé la cámara. Con la poca luz verdosa de la noche no veía gran cosa. La cámara tampoco lo hacía mejor, pero cada foto que capturaba, al visionarla en la pequeña pantalla después de hecha, se transformaba en una imagen digna de cualquier reportaje nocturno. Así, tomé varias, hasta que volví donde la grabadora.
Me senté, saqué un cigarro y lo encendí disponiéndome a ver lo que había inmortalizado. Fui pasando hasta que la calada al cigarro se quedó contenida. ¿¡Qué coño!?
Amplié la captura en la pantalla. En aquella foto había una mujer con una especie de camisón largo, vaporoso y amplio. Con el cuerpo rígido y con la cabeza en alto, como implorando. Tiré el cigarrillo al suelo y tomé la cámara con las dos manos pasando a la foto siguiente. En aquella estaba más cerca de mí, si bien salía casi del objetivo porque por supuesto, no la estaba fotografiando a ella. Pasé las demás imágenes y no apareció más.
Resoplando, me levanté de nuevo y cogí la linterna junto con la cámara dirigiéndome a donde se suponía estaría ella. Hice una captura, miré la pantalla y pasé al modo reproducción. Allí estaba, pero más cerca. Amplié y lo que vi me heló más que el frío que hacía allí y del que no me había dado ni cuenta. Cada vez que ampliaba (en mi cámara deja cuatro toques), la femenina cabeza dejaba de mirar al alto, para acabar deteniéndose sus ojos en los míos. Me fijé en que estaban vacíos, eran dos cuencas negras. Y su cara, una mueca de dolor que te dejaba sin aire.
Un respingo recorrió mi espalda de arriba a abajo, al fin sentí el frío y giré el selector de la cámara para apagarla. Tenía que ir a por la grabadora y ponerla allí unos minutos. De la que me giré, fue como si algo me agarrara por el hombro. Ya estaba sugestionado. Me negué, yo no me sugestiono.
Dos o tres minutos después estaba de vuelta, me senté en una piedra, coloqué la grabadora y encendí otro cigarro. Cuando terminé, la cogí y me dispuse a escuchar.
Vacío, solo un vacío... Como si no hubiera ni aire. Allí no había nada grabado. Menos mal que eran menos de cinco minutos. ¡Qué esperaba encontrar! ¿Acaso que algún espíritu me contara sus penas?
Guardé el paquete de tabaco y miré a ver qué más podía mirar por allí; a la derecha había unas escaleras hacia arriba, a la izquierda, hacia abajo, se suponía que unas antiguas mazmorras. Si quería encontrar algo, allí sería el lugar ideal. La pantalla de la grabadora ponía que quedaban 22 segundos para finalizar tan buena audición. Fui a pulsar el botón cuando lo escuché perfectamente. Una mujer clamó:
«ساعدني في إنقاذ ابنتي»
«Ayuda, salven a mi hija»
Ahí me di cuenta de que toda mi investigación había tenido al fin sus frutos. Mi ahora helada sangre formaba parte de ese lugar. Levanté la cabeza hacia donde estuviera la mujer.
—Lo siento, siento lo que te hicieron. Me avergüenzo de descender de tu hijo. Pero ahora, haré historia, ahora sabrán de vuestra desdicha. No dejaré que tu casa y tu sangre desaparezcan en el tiempo.  No hizo falta grabadora para el aullido que llegó a mis oídos. El cielo verde desapareció y se tiñó de rojo. Comenzó a llover carmín.
Al día siguiente, echaron la culpa a un escape químico en una planta cercana.
Hoy, vuelvo al lugar con un libro bajo el brazo. Unos aplausos me sacan del recuerdo, me levanto, subo al escenario y me dispongo a agradecer el Ministerio que por fin hayan accedido a aceptar las ruinas como patrimonio histórico y vayan a restaurar el lugar.
Por mi parte, cumplo lo prometido, vengo a presentar la historia de mi familia.

*EPV . Grabadora de psicofonías, parafonías o fenómenos de voz electrónica. En jerga coloquial, para grabar voces de fantasmas.

Muchas gracias por pasarte, leer y comentar.

Que las ánimas te acompañen.

GALLETAS DE NAVIDAD




El plan perfecto: las adorables galletas de Navidad. Esas dulces galletas de jengibre con caritas de no haber roto un plato. Con simpáticos botones, pajaritas, lacitos... Con vestiditos de puntilla, y trajes de chaqueta y pantalón.
Debían forzar una falta de suministros para evitar que la gente las hiciera de forma tradicional. Así que con el principal ingrediente, la harina, se prohibió su comercialización alegando que contenía un agente altamente tóxico y que estaban investigando, pues no sabían desde cuándo sucedía. Un ochenta por ciento de la población les creería a pies juntillas y dejarían de adquirirla e incluso, tirarían la que tuvieran en sus casas. El veinte restante no significaba mucho problema. Ahora, habría que someterlos.  
La creación de la corporación estaba asegurada habiendo comprado aquel pequeño laboratorio que años atrás facturó miles de millones gracias a un medicamento que nunca se patentó. Todo serían noticias, directas e indirectas de que las galletas eran seguras porque cumplían con los estándares de fabricación más modernos y novedosos, los cuales, evitaban cualquier problema de salud. Información cuidadosamente seleccionada que leerían, verían y escucharían sin darse cuenta usando imágenes y sonidos por debajo del umbral de la conciencia. Quedaban dos semanas para Navidad y dos semanas para atajar uno de los mayores problemas, la superpoblación.
El eslogan había sido claro:
 «¿A quién amarga un dulce?»
Y la música, con rima fácil, de esa que se te metía en la cabeza sin querer:
«Galletas de jengibre, de calidad y sabor inconfundible. Son ricas y sanas; a las noches y a las mañanas. Las comen los abuelos, los padres y los niños; las regalarás a todos a quienes tengas cariño.»
Hasta un hermoso pastor belga comía un trocito que se caía de la delicada mano de un bebé.
Las imágenes eran la extrema felicidad que todo el mundo quería sentir en su piel.
Incluso, habían sacado versiones para personas alérgicas al gluten, diabéticos y veganos.
En el envase figuraba una etiqueta ecológica por la cual habían pagado y pagarían después, un cinco por ciento de la facturación total. ¿Poco? ¡Qué va!
Recordad, crearon una corporación: un conglomerado de diferentes y variadas pequeñas empresas que si bien cada una realizaba su propia actividad, todas juntas tenían un objetivo en común.
Veinte años después de la infección: es el día treinta y tres del año tres. Situación oculta y transmisión cifrada. Fin del mensaje.
«Somos la resistencia».

Espero vuestros comentarios. Gracias por pasaros. Feliz Navidad y mejor Año Nuevo.

Foto: Thuanny Gantus en Pixabay.


3:33


 


3:33 de la mañana. Recibo, como las últimas noches, un mensaje SMS que me despierta a la misma hora. Sigue siendo de origen desconocido y con los símbolos extraños de los anteriores.
Algunas personas dijeron que despertarme siempre a esa hora tiene un significado espiritual. Otras, que es la hora del diablo, la hora en la que lo paranormal está en su máximo apogeo. Pero, joder, no me despierto solo, alguien me envía un mensaje con toda la puntualidad del mundo. Y no puedo permitirme desconectar el móvil a la noche.
Como apunte, os informo de que cambié de número de teléfono hace... ¡Hostia, unos tres meses!
Pero esta noche no llega uno, sino que lo hacen tres mensajes. ¡Otro maldito tres! Siento una pequeña taquicardia. Estoy nervioso ya que en horas tendré noticias sobre la evolución de mi enfermedad.  Es la madrugada del 3 de marzo de  2013. Sumo las cifras del año y me dan 6, múltiplo de 3. Me siento en la cama con la respiración agitada.
Comienzo a ver múltiplos por todos lados, mi puñetera vida está formada alrededor de ese número y toda su tabla de multiplicar.
Me dan vómitos porque la medicación tan fuerte que estoy tomando a la noche me sienta mal, pero me está ayudando con la enfermedad y acabando con ella.
Me levanto y me da un escalofrío el contacto de mis pies con el helado suelo. Estoy débil, llevo así casi un año... ¡Mierda, no! nueve meses. ¡Ayer, día 2, los hizo! Sigo dándole vueltas a la cabeza... ¡Fue en junio cuando me detectaron la enfermedad en un control rutinario! El sexto mes del calendario…
Voy a la cocina para beber un poco de agua. Extiendo la mano hacia el interruptor de la luz y me quedo helado al mirar hacia la ventana. Reflejadas en el vidrio, hay tres sombras. Yo soy la cuarta generación con esta enfermedad y no pienso acompañarlas. Aún no. Además, seríamos cuatro. Enciendo la luz y suelto una carcajada.
Ahora sé que en horas me darán la ansiada noticia.
Mientras bebo agua recuerdo otra cosa: en junio, ese sexto mes del año pasado y a las tres de la tarde, al finalizar el turno de mañanas en la clínica, me daban la noticia. Había desarrollado la enfermedad. Una dolencia que por lo visto aparecía seguida en tres generaciones. Yo soy la cuarta y no lo comprendían, pero yo sí.  Problemas familiares.

Muchas gracias -siempre-, por dedicarme unos minutos y leer mis letras.

Foto: Markus Spiske en Pexels (retoque Gimp)

EL ÚLTIMO PARTIDO


 


 (Ojo, puede herir sensibilidades. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Además de desgracia. Recordad que también soy escritora de terror)

Invierno. Duele respirar, se lloran los ojos, y el aliento se suspende en el aire. Las aceras resbalan a causa del frío de la noche. Pocas son las personas que se atreven a estar afuera de sus casas. Una espesa niebla hace del momento, el ideal para jugar el partido.
El campo de balonmano está a las afueras del pueblo, abandonado entre maleza. Con el suelo resquebrajado y los vestuarios vandalizados. Con unas porterías herrumbrosas y sin red; una sombra de lo que fue.
Desde el accidente de autobús nadie quiso volver a formar un equipo de nada. Tampoco nadie quiso volver a pisar el campo. En las verjas de la entrada hay de continuo ramos de flores y velas.
De entre la niebla surge un autobús de modelo antiguo, que estaciona delante del altar. Las puertas se abren y varios muchachos con aspecto demacrado, gris y sucio salen de su interior. Las flores se tornan negras y pierden sus pétalos, y las velas se encienden. Los focos del campo, a los que no llega ningún tipo de corriente eléctrica, también.
Nada más pisar el suelo, las ropas de los muchachos cobran vida. Amarillos, rojos, verdes y azules. Las grietas del cemento se sellan y la maleza se retrae. Las porterías se quejan al recomponerse y enderezarse, las redes son tejidas por arañas gigantes e invisibles.
Entre la niebla aparecen otros muchachos con sus bicicletas, el vaho de sus bocas es visible, al contrario que el de sus compañeros. Las dejan apoyadas en un muro y avanzan. El marcador se enciende; 0 para el local y 0 para el visitante.
El partido que nunca se jugó por fin tiene fecha, hora y momento. Unos cuantos años después, y entre el equipo local y los nietos de los integrantes del equipo visitante.

CAMBIO DE HORA...




Sábado, último de octubre. Esta noche coincide con la festividad del Samhain y él vendrá más tarde por el cambio de hora.
Esta tarde colgaré arañas pegajosas del techo, y calabazas felices y calaveras formarán una terrorífica guirnalda que irá de un lado a otro del salón.
En la mesa, con mantel rojo y entre telas de araña artificiales, habrá unas bebidas con cierto grado de alcohol; con unas gominolas en forma de gusano que asomarán por los bordes de las copas.
Unos aperitivos de salchichas simulando que son dedos sin uñas, con salsa roja y picante, serán lo que comamos. Con un poquito de pan. A última hora cortaré fiambre y queso… Por si se queda con hambre... Aunque no suele pasar. Si yo misma ya no tengo...
También a última hora me vestiré de vampiresa porque las ligas que sujetan las medias son un suplicio. Y malas para la circulación. Cambiaré mis zapatillas rosas y esponjosas de andar por casa, por los zapatos rojos de aguja «de las ocasiones especiales».
***
Bien sobrepasada la hora bruja solo tengo que vestirme. Me ducho y comienzo el ritual. Crema corporal con olor a frambuesas, a libertad. Bien repartida por todo el órgano más grande de mi cuerpo, la piel. La lencería la adquirí junto con el disfraz y es negra como la noche, a juego con el tul de la falda.  El minúsculo vestido se ajusta con cintas; la parte superior es un corsé que eleva el pecho y realza la cintura, y va atado desde ella hasta el escote, donde remata con un lazo rojo.
Ahora toca convertirse de cuello para arriba.
Se va a quedar petrificado cuando me vea con el cabello negro. Compré un tinte no permanente de ese color y con reflejos azulados. Mi piel parece más blanca. Le echo espuma y lo voy agarrando con horquillas con forma de esqueletos. Dejando mechones desenfadados envolviendo mi rostro. En él, aplico sombra de ojos negra, un delineador plateado y sombra de pestañas con volumen. Las cejas, marcadas con un lápiz. Un poco del mismo lápiz labial rojo me sirve para los pómulos. Después sigo por los labios, dándoles varias pasadas. Con una sombra plateada aplico golpecitos bajo las cejas para dar luminosidad. También en el centro de la boca.
Miro el reloj. Treinta y tres minutos para las tres. En la cocina, corto embutido y queso. Aún voy en zapatillas, tengo los zapatos listos en la entrada, para cuando escuche el portón del garaje.
Llega, recojo las zapatillas y me calzo, estiro mi vestido y de un botecito en la entrada, me echo colonia en los lóbulos de las orejas. Lo primero que olerá cuando entre.
Suena la cerradura…
¡Lo que menos me esperaba era verlo vestido así de elegante!
Sonríe, se acerca, hace una reverencia como si me pidiera un baile y me coge de igual manera. Su nariz huele mi cuello.
—Hoy estás espectacular.
Se separa de mí, y con sus blancas manos desata el lazo. Con una de sus cuidadas uñas va tirando de las cintas y hace que mi olor a frambuesa invada la estancia. Con sus manos comienza a abrirlo mientras su boca saborea la manteca corporal desde mis clavículas hasta donde aún sigue embutida mi cintura.
Me coge de la mano, vamos al salón, y barre todo lo que había sobre la mesa del comedor con el brazo y el viento de su abrigo. Con suavidad, me sienta y me ordena con la mirada que me despoje del vestido, mientras él lo hace del cuero que cubre su cuerpo.
Solo cubre el mío el encaje negro de cintura para abajo. Aunque sé que le da igual, como muchas noches, las telas no son impedimento para él. Se acerca y me quita los zapatos. Después, su mano se desliza sobre el elastano de una media y llega hasta la liga que la sujeta.  La suelta y va enrollándola despacio hacia mi tobillo.  Mi espalda acaba sobre la fría mesa de madera mientras repite la operación con la otra pierna.
El reloj da las tres de nuevo. La hora de siempre, la hora en la que me despierta muchas noches mientras sus dientes me muerden y su cuerpo se interna en el mío. Esa hora en la que él succiona mi sangre y yo me embebo de su simiente. No hay tiempo para más demoras... Maldita vida de apariencias. Vivir en la oscuridad es lo que tiene. Me empeño en aparentar humana cuando ya casi no lo soy. Hasta mi cabello se volvió blanco.

Muchas gracias por leer. Y si quieres lecturas de vampiros, échale un ojo a mi libro en Amazon

Foto: Adina Voicu-Pixabay

EL POZO


 


 

Aurelia Parrales, periodista local en el periódico de «La Asturias que chilla», de Asturias, claro, se decidió por fin a investigar las extrañas desapariciones acontecidas en el Camping Municipal de la Roca el Trasgu hacía unos treinta años. Llegó, salió del coche, se estiró, y crujieron todas sus articulaciones porque el dolor de huesos y agarrotamiento en una zona con humedad es lo común.  Hacía frío, pese a ser principios de otoño, y el suelo estaba cubierto de colores dorados; de las hojas que dejaban desnudos a los árboles.
Cogió el bolso, cerró el abrigo y el coche, y avanzó rápida entre la hojarasca.
Con el cambio de hora y en aquel lugar a la sombra de la inmensa roca, en breve no se vería ni delante de las narices. Miró hacia arriba, unos apliques de cuando su abuela era pequeña colgaban de unos inmensos troncos de eucalipto asentados en la tierra.  Antiguos guías para los habitantes de un pueblo ganadero ya extinguido. Parecían guirnaldas en un árbol de navidad, de rama a rama.
En algunas de las cabañas había luz. En la recepción una señora mayor arrugadita como si hubiera estado al sol días seguidos sonrío con tal gesto, que pareció que la piel se le iba a deshacer.
Aurelia la saludó, sacó un papel del bolso con el número de cabaña y aún tuvo que esperar a que la ancianita se levantara de la silla.
***
La cabaña no estaba tan mal. Después de convencer a la señora de que la elegía por ser la más apartada, pagándole el doble, ahí estaba; con la puerta recién abierta y estornudando a causa del polvo que se había puesto en movimiento al entrar. Hacía tiempo que nadie se hospedaba allí, daba fe de ello. Cerró la puerta y un vacío la envolvió. Comenzó a emanar un olor pútrido similar a un desagüe con restos de todo lo asqueroso e imaginable, y a sus estornudos, se añadieron unas ganas de vomitar tremendas. Lo que ocasionó, que casi se ahogara.
Caminó taconeando el suelo, hasta que sus oídos percibieron el sonido hueco. Recordó la foto, aquella antigua donde se veía el pozo y su enclave. Un desprendimiento de rocas, incluida la mole que da nombre al camping, enterró todo casi en su totalidad.
Las personas temían por más y las tierras se intentaron vender a bajo precio. Así que dejaron de construirse casas en la cercanía de los acantilados, y una familia, un día, hace bastantes años, decidió invertir en los terrenos con un pequeño alojamiento rural. Tenían seis cabañas esparcidas en la subida de la montaña, y abajo en la llanura, podían estacionar caravanas e instalarse tiendas de campaña.
Se arrodilló y tiró de un listón de madera del suelo. Arañó las manos, pero le daba igual. Un olor nauseabundo la hizo vomitar la fabada que se había comido en un bar de carretera.  Sacó una linterna del bolso del abrigo e iluminó la oscuridad. Tierra oscura, mohosa, suelta y con bichitos, que con una mano comenzó a remover. Hasta que sus dedos tocaron piedra. Se deshizo de dos tablones más y la sangre de sus manos comenzó a caer sobre la tierra. El olor desapareció, se puso la linterna en la boca, y con ellas escavó.
—Mamá... Hola.
Allí estaba el pozo donde su madre, cuando ella era pequeña, se había caído un día. No habían podido localizar su cuerpo porque decían que la sonda no llegaba nunca a encontrarse con el fondo. El pozo que siempre había aportado agua a la casa de sus abuelos y la que usaron para el ganado.

Muchas gracias por pasarte por aquí.

PERDIDA EN EL TIEMPO




Sir Pillacius me había embaucado.
Intuía que tanto bailar conmigo
y prestarme atención,
tenía gato encerrado.
Mas ahora, qué hago.
En esta sucia habitación,
desperté y me estoy congelando.
No sé por qué estoy aquí,
ni siquiera cuando subí.
Achaco a que no recuerdo,
por algo que bebí.
Amaneció afuera,
pero tras estas gruesas paredes,
el frío cala hondo,
ni respirar puedes.
Y yo, que comí poco por miedo a reventar las costuras,
ahora tengo también hambre, fíjate qué tesitura.
La ventana está muy alta,
salir por ella sería quizás para romperse la espalda.
Me fijo en que en la sala hay muchas armas, espadas, algún hacha…
Cosas que no sé usar, pues soy muchacha.
Lo que no entiendo es qué hace aquí dentro un cañón del regimiento.
Guardado como un tesoro,
no encuentro razonamiento.
Espera, oigo voces afuera.
En el pasillo, o donde quiera que sea.
Mis manos como puños golpean la puerta.
El sonido que hago es apagado, me desconcierta.
Las voces se acercan,
serán varias personas las que aparezcan.
Hacia atrás me retiro,
cuando en la cerradura escucho el sonido.
Una llave, abren…
Las personas visten con ropas extrañas.
¿Qué clase de burlas son estas patrañas?
¿No me ven? Muda me quedo,
cuando a través de mi cuerpo pasan sin miedo.
¿No me oyen? Yo sí puedo,
hablan de mí; un asesinato, solo un recuerdo.

 

Foto:  @Marijose (Instagram)

EL LIBRO


 



Decían del libro, que tenía más de 400 años y escondía encantamientos y conjuros de antaño.
Había viajado más de cinco mil kilómetros para asistir a la subasta. Pero ya sabemos cómo van los aviones y más, en estos tiempos. Así que ni llegué. Gracias a mis contactos supe quién había sido el afortunado. Un típico señor adinerado y entrado en años. La suma que había pagado, de todos modos, era bastante superior a lo que yo podría haber pujado.
Escogí un hotel cerca de su domicilio, bastante caro, porque el señor vivía en una ostentosa casa en el centro.  Uno de mis contactos me dijo que era viudo y que solía ir a cenar justamente, a donde me alojaba yo.  El hombre en cuestión portaba un sello en su mano derecha, en el dedo meñique. Era una característica que podría ver a simple vista, no en vano tendría que acercarme.
Afuera estaba oscuro y las calles de la clásica ciudad me hacían recordar las películas antiguas de asesinos en serie. Con el frío que hacía, no había ni un alma. Me senté en una mesa cerca de una ventana, desde allí veía la puerta de su casa.
Pedí un vino de indeterminado nombre y el camarero se acercó con la intención de tomar nota sobre mi interés culinario. Le respondí que esperaba a alguien y que con el vino, estaba más que satisfecha.
El salón comedor comenzó a llenarse de gente. Todos emperifollados como si fuera Nochevieja. Las mesas libres casi habían desaparecido. Esa situación me interesaba. De la casa no había salido nadie aún. Aquella luz en el segundo piso seguía encendida. ¿Estaría enfermo? Pasaba casi media hora de las nueve de la noche. En las demás mesas comenzaban a degustar unos platos adornados con «algo» de comida, y el camarero me miraba con cara fastidiada. Normal, llevaba hora y media con la botella de vino.
Alcé la mano y se acercó con sonrisa forzada.
—Estoy esperando al señor que vive allí —le dije señalando la casa.
—Ah, sí. El anciano señor Esteban. Ya, no sé, es raro que no esté aquí. ¿Quedó con él a una hora determinada? Suele venir más pronto. Mucho más pronto.
El semblante del muchacho había cambiado y sonreía más a gusto. Supuse, que por las buenas propinas que recibía.
Decidí sonreír yo también, pagarle la botella de vino y disculparme con que iba a ver qué había sucedido.
Le dejé propina suficiente y allí se quedó, limpiando la mesa donde yo había estado para que algún burgués se acomodara.
Salí y me quedé helada. Más que helada. Metía los tacones de aguja en las separaciones de las baldosas y me acordaba del nombre de Dios en todos los idiomas. Con solo el vestido de tirantes bajo el abrigo de imitación a piel de no sé qué, estaba tiritando. Pero era lo único elegante que había traído en mi maleta.
Abrí la portilla de la casa y miré hacia la ventana cuando la bisagra avisó de mi intrusión. Ni una sombra. Subí cinco escalones de piedra y me quedé ante una imponente puerta de madera antigua con una hermosa aldaba en forma de león. No había timbre moderno, así que la usé.
Nada.
Pensé en insistir más fuerte y con el ímpetu, la puerta reaccionó. No estaba cerrada. ¿Qué coño?
Me subí el vestido y de una liga pasada de moda, solté un cuchillo de filo fino y puntiagudo. Abrí la puerta.
Estaba puesta la calefacción y no parecía haber nadie. Me quité el abrigo y lo dejé colgado de la barandilla de la escalera. Con comportamiento felino fui entrando en todas las estancias de la parte inferior. Nadie.
Miré la escalera y subí. La madera crujió levemente por más que intenté que no lo hiciera. Llegué arriba y vi la puerta abierta y la luz salir de una habitación. Las demás puertas quedaban tras de mí, pero estaban cerradas. La que más me interesaba estaba delante de mis narices.
Me acerqué, despacio, con oídos de perro. Nada, silencio. Un silencio mortal.
Cuando me paré delante, mi boca ahogó el asombro. Sobre la cama, en medio de un charco de sangre, estaba el señor con el cuello desgarrado.
Comenzó a acumularse adrenalina en mi cuerpo y entré; me acerqué. Confirmé que en su meñique había un sello. Un sello que conocía bien. Hacía tiempo que no lo veía. Desde que había renegado de la familia.
Levanté la vista y en su magullada cara me pareció ver cierto parecido conmigo.
Sí, allí estaba. Mi padre, el que me había contado historias de brujas de pequeña, el que me había hablado del libro y el poder que encerraba.
Oí detrás de mí una tabla del suelo. Me giré.
Mi gemela se me había adelantado sesgando la vida de padre.
—Nos lo metió en la cabeza, hermanita. No me recrimines nada. Hice, lo que había que hacer.

Foto:  Cocoparisienne en Pixabay

PALOS DE GOLF...


 



Existen nueve palos de hierro diferentes. Depende de la distancia o de la fuerza que quieras propinar.…
Os informo de que no hay mejor defensa en una casa. Son muy socorridos y el armario de la entrada, sería el lugar idóneo para guardarlos.
Ideales para cuando los comerciales de aspiradoras, servicios básicos, etcétera, llaman al timbre sin cesar porque saben que estás en casa. Por ejemplo, ven la luz, oyen la televisión, música...
Abres la puerta con uno en la mano y les dices que estabas jugando al golf. Si le añades mirada de loca, puede ser que se les olvide lo que venían a prometerte.
Sus caras me fascinan, abren la boca, los ojos, y comienzan a tartamudear un «Disculpe» o un «Hola» poco decidido. Pobrecitos…
No entiendo, en verdad, por qué el miedo a esos palos. Tengo una amiga que es aficionada al béisbol y me dice que le pasa similar.
Desconozco si mi otra amiga, la que practica tiro con arco, sufre el mismo problema. De todos modos ella lo hace en el exterior, en su jardín de maravillosos trescientos metros cuadrados.

Pero también hay personas que lo que ven es que estabas practicando tu hobby; por desgracia, pocas. Esas son seleccionadas. No tartamudean y siguen el guion comercial. Ahí, lo que toca es dejar el palo de golf apoyado en algún lugar e invitarle a tomar un café o refresco.
Generalmente aceptan, tanto ellas como ellos. Ellas pensando en un café con pastas, y ellos seguro que en algún esponjoso bizcocho.
Los llevo al comedor y voy a la cocina. Desde allí veo sus espaldas y observo su comportamiento. La comunicación no verbal es muy importante para mí y soy experta en ella.
Siempre se quitan la chaqueta o abrigo que llevan puestos; en verano mi casa es calurosa y en invierno la calefacción me gusta fuerte.
Ahí viene lo más difícil. Porque a veces son cuerpos tan perfectos, que da pena que estén sentados allí. Pero en fin, es lo que decidieron. Yo les invité a tomar un café o refresco y accedieron a entrar en casa ajena. Y eso, normalmente se enseña a los hijos. No trates con extraños ni entres en casas que no conozcas.
Rara vez hablamos en la distancia, aunque sean unos metros.
Antes escribí que el mejor lugar para los palos de golf era la entrada. Yo tengo la bolsa de cuero en la cocina.
Y la cocina huele a café. Mi café. Sin pastas ni bizcocho. Odio que me fastidien la merienda.
 
Gracias por pasaros.  

Foto: KindelMedia en Pixels