NOVELISTA. AUTORA AUTOPUBLICADA.


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Alex Florentine

EL POZO


 


 

Aurelia Parrales, periodista local en el periódico de «La Asturias que chilla», de Asturias, claro, se decidió por fin a investigar las extrañas desapariciones acontecidas en el Camping Municipal de la Roca el Trasgu hacía unos treinta años. Llegó, salió del coche, se estiró, y crujieron todas sus articulaciones porque el dolor de huesos y agarrotamiento en una zona con humedad es lo común.  Hacía frío, pese a ser principios de otoño, y el suelo estaba cubierto de colores dorados; de las hojas que dejaban desnudos a los árboles.
Cogió el bolso, cerró el abrigo y el coche, y avanzó rápida entre la hojarasca.
Con el cambio de hora y en aquel lugar a la sombra de la inmensa roca, en breve no se vería ni delante de las narices. Miró hacia arriba, unos apliques de cuando su abuela era pequeña colgaban de unos inmensos troncos de eucalipto asentados en la tierra.  Antiguos guías para los habitantes de un pueblo ganadero ya extinguido. Parecían guirnaldas en un árbol de navidad, de rama a rama.
En algunas de las cabañas había luz. En la recepción una señora mayor arrugadita como si hubiera estado al sol días seguidos sonrío con tal gesto, que pareció que la piel se le iba a deshacer.
Aurelia la saludó, sacó un papel del bolso con el número de cabaña y aún tuvo que esperar a que la ancianita se levantara de la silla.
***
La cabaña no estaba tan mal. Después de convencer a la señora de que la elegía por ser la más apartada, pagándole el doble, ahí estaba; con la puerta recién abierta y estornudando a causa del polvo que se había puesto en movimiento al entrar. Hacía tiempo que nadie se hospedaba allí, daba fe de ello. Cerró la puerta y un vacío la envolvió. Comenzó a emanar un olor pútrido similar a un desagüe con restos de todo lo asqueroso e imaginable, y a sus estornudos, se añadieron unas ganas de vomitar tremendas. Lo que ocasionó, que casi se ahogara.
Caminó taconeando el suelo, hasta que sus oídos percibieron el sonido hueco. Recordó la foto, aquella antigua donde se veía el pozo y su enclave. Un desprendimiento de rocas, incluida la mole que da nombre al camping, enterró todo casi en su totalidad.
Las personas temían por más y las tierras se intentaron vender a bajo precio. Así que dejaron de construirse casas en la cercanía de los acantilados, y una familia, un día, hace bastantes años, decidió invertir en los terrenos con un pequeño alojamiento rural. Tenían seis cabañas esparcidas en la subida de la montaña, y abajo en la llanura, podían estacionar caravanas e instalarse tiendas de campaña.
Se arrodilló y tiró de un listón de madera del suelo. Arañó las manos, pero le daba igual. Un olor nauseabundo la hizo vomitar la fabada que se había comido en un bar de carretera.  Sacó una linterna del bolso del abrigo e iluminó la oscuridad. Tierra oscura, mohosa, suelta y con bichitos, que con una mano comenzó a remover. Hasta que sus dedos tocaron piedra. Se deshizo de dos tablones más y la sangre de sus manos comenzó a caer sobre la tierra. El olor desapareció, se puso la linterna en la boca, y con ellas escavó.
—Mamá... Hola.
Allí estaba el pozo donde su madre, cuando ella era pequeña, se había caído un día. No habían podido localizar su cuerpo porque decían que la sonda no llegaba nunca a encontrarse con el fondo. El pozo que siempre había aportado agua a la casa de sus abuelos y la que usaron para el ganado.

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