NOVELISTA. AUTORA AUTOPUBLICADA.


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Alex Florentine

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AMA


 

 

Me gusta que te doblegues

porque yo ya intuía

que de lo que presumías

es de lo que no eres.

A una guerrera curtida por la vida

no puedes declararle combate

porque yo tengo las armas y la experiencia

y tú, debido a eso,

no irás a ninguna parte.

No me importan los resultados,

me gusta la lógica matemática:

siempre te da la solución,

así que de una manera diplomática:

esta es tu situación.

Obedecerás sin resistencia

a mis deseos

y en mi presencia

no te permitiré ni un titubeo.

Soy mujer de paciencia

porque sé que tu condición requiere entreno

eso sí, sin clemencia

porque soy hermana del trueno.

Si te portas bien

tendrás premio

estar por y para mí, y convertirte en mi único siervo.

 

 Muchas gracias por pasarte por aquí ;)

Ahora, ve a Amazon (jeje).

Foto, Pexels.

NOCHE PICANTE


 


Tras una cena bastante interesante fuimos a un par de pubs de la ciudad donde él insinuó su faceta bailadora.

Cabe destacar, que la música de ahora lleva los mismos ritmos y las mismas coreografías, las cuales, me resultan de interés los primeros diez minutos.

¡Qué le vamos a hacer! Soy un cuasi perfecto ser al que le aburre siempre lo mismo.

Pensad lo que queráis…

Pues lo escrito, tras más de un par de horas de competición de movimientos y alguna que otra muestra de interés recíproca, nos fuimos bajo la lluvia hacia donde tenía aparcado su coche.

Dentro del vehículo, bajo una cortina de agua y de a veces de granizo, no supimos cómo continuar lo que habíamos comenzado estando rodeados de gente.

Eso fue durante los primeros minutos... Si es que llegó al minuto…

Nuestros labios se juntaron y nuestras lenguas comenzaron a investigar la boca contraria.

Nuestros dientes, a morder labio ajeno.

Los ojos, a brillar. Excitados.

Sus manos comenzaron a medir mi contorno y una acabó en la cara interior de mis muslos, cubiertos por unas medias.

Una de las mías fue más descarada y terminó sobre la cremallera de su pantalón, donde un bulto denotaba el interés que él tenía en mí.

No queriendo quedar atrás tras notar mi mano acariciando su miembro, la suya se deslizó hacia mi entrepierna, pero queriendo ser más atrevido, esta entró por la pernera del mini pantalón que me había puesto esa noche. Sus dedos rozaron un terreno volcánico del que ya emanaba lava. Yo percibí en mi mano la vibración dentro de su pantalón.

El coche parecía tener los vidrios tintados en blanco.

Adentro, la humedad se respiraba y se tocaba.

Se liberó del apretado pantalón y mi mano palpó su calor latente con movimientos ascendentes y descendentes.

Sus dedos apretaban mi monte y en el interior, a veces jugaban a encontrar los pliegues que me hicieron atragantarme al respirar.

Encontró la manera de hacer brotar agua cálida de mi fuente.

Una de sus manos intentó levantar mi camiseta. Yo ayudé con una de las mías dejando libres mis pechos de cualquier opresión, pero entonces, él se adueñó de la espada a la que yo le estaba sacando brillo. A la vez, sentí descorchar mi entrepierna y el deseo hecho líquido se deslizó libre hacia un asiento acerca del cual, yo mostré preocupación.

Me giré y me puse de rodillas sobre el mismo, de lado, mirado hacia él. Incliné mi torso hacia abajo y retiré con cariño su mano. Probé un helado de vainilla en pleno invierno, el cual, por más que metía en mi boca, no se deshacía ni disminuía de tamaño. Cuando me cansé cogí su mano y la volví a poner sobre la entrepierna.

Sus ojos se tornaron vidriosos, como poseídos, mientras aquella mano cogía velocidad al deslizarse arriba y abajo. Comenzó a jadear, y al poco, por entre sus dedos, arroyó lo que por su color y consistencia, hubiera servido para preparar un buen café bombón para desayunar.

Decidimos quedar al día siguiente, es decir, a las pocas horas.

Nos despedimos sin desayunar...



¡Gracias por pasarte! 

Foto:PEXELS.

INTERCAMBIO


 


 

Tu mano siento fría

cuando acaricias sutilmente por encima del pantalón

menos de lo que me gustaría

aquí, mientras nos besamos sobre el escalón.

No quiero parecer una golfa,

pero no comprendo qué hacemos aquí,

cuando te dije que estaba sola,

y que a mi piso, podíamos ir.

Te lo vuelvo a repetir al oído

y siento en mi entrepierna,

que tú perderás el partido

y ya, ceso de pensar como cerda.

Es lo que tiene la bebida,

que ya sabes que nos vuelve adictos

y más si tomamos sin comida

volviéndonos distintos.

Aquí y ahora, cambian los roles

dejaré de insinuar y pasaré a imponer

lo que gritan mis ojos encima de mis mejillas con arreboles:

lo que ya no se puede posponer.

Aquí y ahora, bajo la luz de la luna,

apóyame contra la pared

hazme tuya

porque mañana habrá otra noche y ya sabes cuál es tu papel.

 

Gracias por pasarte por aquí!

Nos vemos pronto ;* 

Foto: Pexels

EL CAFÉ


 

Se quitó la chaqueta y miró sus manos apoyadas en la silla, siguió hacia el reloj plateado de su muñeca y llegó a los gemelos. Se sentó.

Una sonrisa sin dientes se adueñó de su cara.

Carraspeó e intentó prestar atención a los congregados en la reunión.

Pero no podía.

Olvidarla era imposible. Ni un segundo. Ni en sueños.

Soñaba con ella, con tocarla, con que le humillase como hacía a menudo, con que le hiciera ese daño contenido con el que llegaba al orgasmo sin él haberla rozado.

Meses llevaban así. Y no podía más. Su trabajo se estaba resintiendo.

¿Cómo iba a poder mirar hacia ella, que con un bolígrafo señalaba la pantalla del proyector, y escuchar lo que como dueña de la empresa les estaba pidiendo?

¿Cómo no recordar lo que se había puesto bajo la ajustada falda de ejecutiva aquella mañana y se había quitado al escuchar el reto de él bajo el comienzo: “a que no te atreves”?

Siempre le había excitado que su chica no llevase ropa interior en algunas ocasiones. El problema venía cuando se sentaba y cruzaba las piernas.

Como en aclamada película, no sucedía, pero él se quemaba por adentro pensando en que no llevaba nada de tela entre sus piernas entrándole entonces, unas ganas tremendas de volver a repetir lo que la noche anterior había causado que hoy tuviera un sueño terrible.

Cogió la taza de café que tenía delante de la carpeta, ella se sentó frente a todos cruzando sus piernas, y el líquido le quemó la garganta al beber mecánicamente, por tener la cabeza en otra parte. Tosió, todos miraron hacia él menos ella, que se levantó y salió pidiendo disculpas de la sala de reuniones.

Entró al baño sacando la dolorida lengua fuera de su boca. Hoy tendría que planear otras formas de darle placer.

Le llega un mensaje de WhatsApp, con las mejillas llenas de agua fría ve que es de ella:

¿Cambiamos de planes esta noche? ¿Vamos al cine?

Se inclina a echar el agua en el lavabo y suena otra notificación:

Perdona, qué poco delicada, ¿te duele mucho? ¿Quieres que mande preparar un café con hielo? Te sugiero que regreses a la reunión.

Gracias por pasaros, espero que el final os haya hecho "cierta" gracia. 

Foto: propia.


LA VECINA


 

Salgo de noche,

no tengo que rendir cuentas

ni escuchar reproches.

Llegaré a casa a la hora que me dé la gana

porque es cosa mía si es demasiado tarde

o bien temprana.

Puedo llegar borracha, sola,

o con un tal Javier o una Susana.

También con los dos porque ella sea mi hermana,

y con la consecuencia de cambiar las sábanas antes del fin de semana.

Me da igual que me mires,

que señales, que critiques,

porque sé que envidias lo que sucede tras estos tabiques:

Algo que a ti te falta

por eso la rabia te asalta

al imaginar allí apoyada mi espalda

mientras Javier y Susana, me mantienen alzada.

Ya olvidaste lo que es sentir en tu cuerpo

el placer hasta la madrugada;

el tener que morder la almohada

cuando del orgasmo sientas la llegada,

y los dedos de ella, el sable de él, o ambos...

En tus entrañas

haciendo que agua salada aflore entre tus pestañas

y que el grito se quede tras las ventanas.

 

Muchísimas gracias por regresar (y disfrutar) conmigo. Nos vemos pronto ;)

Fotografía: Banco de imágenes Pixabay.

CÓMEME...


 

 

 Ansías la comida.

La que con tus ojos admiras,

la que cubre mi piel en forma de rodajas y la que tienes que tomar sin perder bocado.

Porque con la comida no se juega;

como decía mi abuela: tirarla es pecado.


Hace calor en el cuarto:

el hielo está ya derretido

y la piel de gotas saladas perlada.

Por la mía arrollan pequeños ríos de sudor; entre mis muslos apretados.

¡Maldigo el momento en que permití ser atado!

Hace un rato, y en ningún momento intimidado,

llegamos a su casa con el pretexto de tomar la última pues los bares estaban cerrados.


No recuerdo cuándo consentí quedar casi como Cristo en la Cruz,

pero encima del colchón,

y para más inri, con complejo de un expositor de alimentación.


Ella pecando, tirando la comida en el suelo,

y yo rezando y pensando en que cuando me suelte, no tendré consuelo.

Porque como también decía mi abuela:

el ejercicio, antes de comer.

Yo aún no lo he hecho, pero hambre tengo mucha.

 

Muchas gracias por visitar mi blog. Buen provecho...

Créditos de la imagen: Pixabay

BLANCANIEVES Y «LOS SIETE», EN BÚSQUEDA DE SEIS...


 


 —Ya os lo decía yo, que soy Sabio, que «esta» no era como la del cuento, que nos la iba a liar.
—No me digas, si yo era el que estaba «mosca» con su actuación. Además, ¡cómo va vestida! Con razón la Madrastra la echó de casa —añade Gruñón.
—Pues yo estoy feliz, qué queréis que os diga. Es más, incluso, me gustaría no tener que compartir semejante mujer. Y encima, quiere ir a buscar a otros. ¡Insaciable, la chica!
—Fíjate, Feliz, a mí me da igual que seamos muchos. Ando toooodo el día cansado. Así no se puede ir a trabajar después —le replica Dormilón a este.
—Yo lo que quiero es ser el primero, pero se pone como nuestra chimenea en pleno invierno y nos usa a su antojo y desorden —suspira Tímido.
—¿Tú no dices nada? —pregunta Mocoso a Mudito.
Este, menea la cabeza, señala su entrepierna, se pasa la mano por la frente quitándose un sudor imaginario y sopla.
—Vamos, caminad. Ja, ja, ja... Me siento como la Cruella paseando a los perros... ¡Vamos, perritos, a buscar a vuestros amiguitos!
Y así, cantando esta rima, caminaban a través de llanuras y cimas. Blancanieves, en mente tenía encontrar al resto de la familia. Sabía que otros seis existían, cada uno con su particularidad, y debía aprovechar la circunstancia… Pues quizás el príncipe, no tardase en llegar. El cuento es el cuento…

Espero que os haya sacado unas risas. Gracias por pasaros.

LAS REGLAS DEL JUEGO


 



Mi piel aún está perlada de gotitas de agua. Acabo de salir de la ducha solo cubierta por la toalla de lavabo del hotel. Tras de mí, la tarima refleja las huellas de mis pies mojados a la vez que un pequeño charco se va formando a causa del agua que resbala por mi cabello.
Tengo por costumbre relajarme dando unas caladas a un cigarrillo tras tener sexo. Normalmente, lo hago en la cama, pero hoy es diferente.
Lo conocí anoche, en la sala de juego del mismo hotel donde me registré.
Sabía que estaría allí jugando a la ruleta, un juego en el que siempre se jactó de tener suerte, pero no era suerte en sí, sino simple estrategia matemática que le salía bien. Todo se basa en doblar la cantidad apostada cuando se pierde. Normalmente sí que recuperas el capital invertido.
Poseo muchas cualidades y una de ellas es conocer y practicar yo también esa técnica. Otra, observar todo lo que me rodea. Mi cabeza es un continuo cálculo matemático con resultados, en su mayoría, satisfactorios.
Cómo no, se fijó en mí. En mi forma de jugar, mi dominio, y mi indumentaria.
Anoche tocó jugar todo al rojo. Vestido de ese color, con toques brillantes, zapatos de tacón y carne bronceada al descubierto. Una peluca de pelo natural y de color negro como la misma noche cambiaba mi apariencia considerablemente. El rojo y el negro siempre casan bien.
Nos cruzamos unas palabras, me invitó y le invité. No me gusta ser la típica, odio ser la típica. Así que según recuerdo, me quedó a deber una consumición. Nos presentamos y acabamos jugando juntos, riéndonos y disfrutando de nuestra «suerte».
Le seguí la corriente y alegué no tener hambre cuando me invitó a cenar. Le dije que me hospedaba allí y que tenía sueño. Su mirada le descubrió.
Subimos y abrí la puerta. Giré la cabeza y le sonreí. Él pasó detrás de mí y cerró. Yo me quede quieta, esperando… Un poco, porque se lanzó a mi cuello y me agarró como un lobo hambriento. Le dejé, me gustaba su cuerpo y me atraía lo suficiente.
Me empujó contra la pared de la entrada y el bolso se deslizó de mi mano para con esa y su par, asir sus nalgas. Las suyas bajaron hasta mi escote y en el borde del vestido hicieron fuerza. Retiré mis manos de su culo y me bajé la cremallera trasera del vestido. Mis senos libres fueron, en milésimas de segundos, cubiertos por sus cuidadas manos. Su boca buscaba con ansia la mía. Mis manos, con ganas similares, buscaban algo dentro de su pantalón. Me deshice de la parte inferior de su ropa mientras él me dejaba a mí sin el vestido. A su vez, parte superior e inferior de mi indumentaria.
Se quedó dubitativo, le cogí la mano y tiré de él hacia la habitación. Lo empujé y se cayó de culo sobre la cama. Como una pantera, me subí encima y quedó tumbado de espaldas. Sonrió. Sabía ya de qué pie cojeaba, como dice la expresión.
Comenzamos con un sexo salvaje en el que yo marqué el principio para acabar con un final más romántico en el que… ¿Me aburrí?
Puede… Ya pensaba en el siguiente trabajo.
Y aquí estoy. Apagando el cigarrillo y mirando la aplicación de mi banco en el móvil. Como siempre, puntuales con la transferencia.
Ahora toca deshacerse de la documentación falsa y pasar por recepción con mi color de cabello natural.
Voy al baño a secármelo.
Un baño, en el que vuelvo a abrir el agua del grifo de la ducha para que se lleve los restos rojos del sumidero. Lo único que delataría mi paso por la habitación.

Muchísimas gracias, como siempre, por pasarte por mi blog. Un besito ;*

ALARMA (2ª parte)




Sirvo, en dos vasos de tubo, el vino rosado y aromático de una botella de reconocida marca comercial.  Sé dónde está todo porque en la cocina, cómo no, hay también una cámara. Lo que no encuentro es aceituna ninguna. Descarto gritarle la pregunta. Tomo los dos vasos y me dirijo al salón. Allí no está.
Me acerco a la salida al porche, y a través del vidrio veo el conjunto de sillas y mesa de mármol del que disfrutan las noches de cielos despejados.
¿Dónde se habrá metido?
Dejo los vasos en la pequeña mesa del salón y saco el móvil de mi chaqueta volviendo a activar el sistema.
Tengo la intuición de que sé dónde está. Y acierto: en la habitación.
Sentada en la cama, mirando a la cámara. Con una mano, indica que me vaya a sentar junto a ella.
Sonrío, vuelvo a desactivar el sistema, tomo los vasos y voy escaleras arriba.
—No encontré las aceitunas —digo cuando llego ante la entreabierta puerta y me dispongo a usar mi pie.
—Pues aquí no vengas sin ellas. La aceituna es imprescindible para mí. Están en el armario bajo del que cogiste los vasos.
Su voz, tras la puerta entreabierta, tiene un tono sensual que me electriza.
—Yo... Pero ¿dónde dejo esto? —pregunto mirando los vasos que llevo en la mano.
—Tampoco pesan tanto.
Me encojo de hombros y regreso escaleras abajo.
Abro el mueble y allí encuentro seis latas de aceitunas. Abro una, me como varias, y echo dos en cada vaso.
Arriba abro la puerta y la encuentro sentada en la cama, con las piernas cruzadas y sus pies descalzos. Hago lo mismo a su lado y percibo su perfume herbal.
Todo lo que hablamos por teléfono, no sé qué nos pasa que no encuentro tema de conversación al estar frente a ella. Pero no soy el único. Le di el vaso y desliza la yema del dedo índice por el borde. ¿Nerviosa? ¿Aburrida?
No da ni un sorbo. Me levanto, tomo su vaso y llevo los dos hacia una cómoda. Los dejo encima de un plato de hojalata antiguo para que no quede marca sobre la cara madera del mueble y regreso hacia ella.
Me quedo de pie frente a sus rodillas y me mira. Mezcla de deseo y dubitación.
Extiendo mis manos y las toma. Yo querría levantarla, pero tira de mí y me caigo sobre su cuerpo. Percibo en mi nariz el olor de su desodorante. Mi cabeza oye sus latidos acelerados. Mis oídos están atentos a su respiración, la cabeza se mueve con su pecho arriba y abajo, con cada inspiración y expiración.
Nuestras manos han quedado unidas sobre la cama, cada uno, con los brazos en cruz. Las suelto y coge mi cuello, dándome a entender que estoy muy abajo para lo que quiere, que es que la bese. Me deslizo sobre ella y mi cuerpo arruga su falda hacia arriba.
Nuestras bocas chocan con ansia, nuestros labios se abren y nuestras lenguas intercambian sabores.
No puedo más y mis manos bajan hacia sus caderas, las cuales tienen un pequeño movimiento de lado a lado, meciéndose como una pequeña barca anclada a un puerto.
Abre sus piernas y mi pelvis se acopla a la suya. Descansa sus manos en mis nalgas y aprieta la carne haciendo que muerda sus labios y que nos quejemos haciéndolo mutuamente. Me pongo de rodillas entre sus piernas admirando la perlada piel de sus muslos. Está ruborizada y sudada por completo, el vestido se pega en la parte superior, en la inferior… En la inferior deja de tener prenda alguna mientras yo me deshago del pantalón y lo que hay debajo. Volvemos a juntar nuestras pelvis sin telas de por en medio.

Muchas gracias por pasarte. Esto es todo... ;) 

StockSnap en Pixabay.

ALARMA... (1ª parte)


 







Hace cuatro años que la conocí.
Y hace unos meses me la encontré por una conocida red social. Recuerdo aquel día, cuando yo tenía un perfil de empleo más bajo y fui a su casa de «alto estatus» para instalarle una alarma. Es más joven que yo, e iba... Fue en verano, en el sur de España, y ya sabemos el calor que hace en esa época. Salió a recibirme con un pantalón corto y una camiseta de tirantes. Nada provocativo, pero es que ella da igual lo que se ponga que siempre estará imponente. Con ese halo de sensualidad, delicadeza y refinada clase.
Está y estaba casada. Y por dejar claro todo, aquel día ninguno de los dos se propasó por más que lo deseáramos. Ni siquiera le dí la mano. Perdimos el contacto y no nos volvimos a ver. Un par de cervezas más tarde, aquel día me marché de la casa donde vivía; con un pensamiento bien seguro, había encontrado a la mujer perfecta.
Sé que no tiene niños. Él no los quiere, según le dijo con tacto un día: «son un estorbo para los negocios». El «él», es un reconocido inversor financiero. Ella trabaja desde casa con temas de creación de contenido y comercio digital.
Por mi parte, le conté que al fin soy mi propio jefe. De una zona bastante amplia, el noreste de España. Que me establecí en la zona y que tampoco soy feliz en mi matrimonio. Estoy todo el día viajando y ya sabemos qué pasa cuando una de las partes no está mucho tiempo con la otra.
Me convertí en su confidente, en su paño de lágrimas, así como en su compañero de alegrías; en una especie de psicólogo al que consulta por teléfono.
Me dijo ayer que su marido estaría de viaje tres días.
Bajo su consentimiento, hace otros que la observo gracias a las cámaras.
Se lo dije ayer. Le dije que no podía más, que iba a verla. Le conté una excusa a mi mujer, que tenía un viaje de negocios —no se lo creyó, por supuesto, pues ella tiene «los suyos»—, y que volvería dentro de dos días. Me sonrío desde el sofá, donde lee y habla por el móvil sin prestar atención a nada más. Yo no tengo hijos tampoco, en este caso es «ella» quien lo decidió por puro egoísmo. Dejémoslo así, no quiero entrar en el tema.
Ahora mismo estoy a pocos kilómetros. No hay tráfico y hemos hablado hace media hora. Como buen profesional, sé dónde vive y conozco su casa de cabo a rabo. Ahora, quiero conocer su cuerpo de igual forma. Nos hemos masturbado, en la distancia, solo con las palabras. Increíble. Cuando a mí, la sangre no se me va a la entrepierna ni al ver a mi mujer desnuda.
En un semáforo miro el móvil y accedo al interior de su vivienda a través de las cámaras. En un primer momento no la veo. Pulso rápidamente los iconos de la pantalla hasta que la localizo en la habitación. Acaba de salir del baño. Con un conjunto de lencería muy sugerente y de tamaño ínfimo. Sobre la cama hay un vestido veraniego que se coloca por la cabeza de espaldas a la cámara. De repente se da la vuelta, se acerca y tira un beso. Se aleja diciendo a la lente, con la mano y el dedo índice, que la siga.
Tras de mí pegan varios pitidos.
El semáforo está verde, cambio a modo automático de nuevo y tiro el móvil en el asiento de al lado.
El pantalón empieza a incordiarme en la entrepierna.
Quedan metros, giro el volante y entro en la urbanización. Mi coche, con el reconocido logotipo de una de las mejores empresas de alarmas, no causará ninguna sospecha al entrar en la vivienda.
«Estoy aquí», tecleo cuando me detengo.
Al momento, un zumbido, y el portón se abre.
Entro por el camino de arena hasta el porche de la casa. Allí está ella, con el vestido sobre el minúsculo conjunto de lencería y los pies descalzos.
Subo las escaleras, la beso en cada mejilla y le susurro al oído.
—Déjame desconectar el sistema de videovigilancia…
—Lástima, me gustaría tener constancia de este encuentro.
La miro, sorprendido. No contaba con que fuera tan directa.
—Por suerte, por y para mi trabajo, dispongo de cámara de vídeo.
Se da la vuelta y entra en la casa.
—¿Sirves un vermut? Ya sabes dónde está la cocina. Allí, instalaste el panel de la alarma y bebimos dos cervezas hará mañana cuatro años.
—Lo sé. Te he comprado algo.
Ahora, la asombrada es ella, que sonríe y se dirige al salón.


(to be continued...)

Gracias por pasarte y comentar (o no), pero con independencia, gracias de nuevo. 

PIRO4D en Pixabay.



LA PÍCARA DURMIENTE




El rey y la reina eran felices, pero por más que lo intentaban, no acababan de tener un hijo. Como tampoco tenían mucho más que hacer, se pasaban el tiempo en el dormitorio real. Hasta la servidumbre llevaba los alimentos a los aposentos.
—Ay, Arturo.
—Ay, Sofía. Cualquier día me matas con tus manías. Que nos dijo el curandero, que había que ponerle más esmero, no romperme el cuello.
Sin conocimiento ninguno de fórmulas y posturas recomendables para conseguir tal propósito, practicaban la común, pero Sofía era muy dada a los imprevistos.
—No se queje, que soy yo, mi rey, quien todo el día está sin ropa y dispuesta para usted.
—Y yo encantado, mi señora, de disfrutar su desnudez.
—Pues disfrute usted estos días, mi señor, porque en breve se irá el calor. Y no estoy dispuesta a coger un resfriado por estar todo el día en este estado.
—Mi reina, yo creo que antes, tal y como copulamos muchos más días no serán necesarios.
Varias veces al día, con normalidad después de las comidas principales porque tenían más energía, sacaban las bandejas afuera y así, nadie les interrumpía.
—Señor, pero déjeme usted hacer reposo, que se queja de que le rompo el cuello y usted está siendo peligroso.
 —Sofía, si a estas horas estás en la cama tendida como te da la gana, soy yo quien tiene que poner el empeño y las ganas.
—Es que me marea usted con tanto vaivén, y mi estómago no lo lleva bien.
—Mi señora, yo intento ser comedido, pero ya sabe usted, que después de metido...
Un día, la reina, cansada de tanta cama, pidió a su marido cambiar de lugar. Acabó sentado en su trono con su mujer delante y con intención de cabalgar. Lo miró y pidió que hiciera de rey, ordenando y mostrando su cetro.
—Mi señor, déjeme ver el artilugio al que yo le doy refugio, pues usted a mí me pide que exhiba mi cuerpo, pero yo no recibo el tratamiento correcto.
—Tus deseos, amada esposa, son órdenes para mí, pero ten en cuenta una cosa, después no seré misericordioso, por hacerme ahora sufrir.
Así lo hizo y ella se arrodilló. Acarició arriba y abajo, y durante minutos, dejó labrado y lustrado su bastón.
—¿Desea mi señor, que ahora le dé cobijo? ¿Qué intente de ese modo darme un hijo?
—Esperaba de ti la pregunta, así que por favor, súbete de una vez aquí y disfruta.
Comenzó a cabalgar como hace con su montura cuando quiere correr por toda la llanura. Las manos del rey amasaban el cuerpo de su reina, nunca en la vida se había comportado así. Y le gusta, mucho, tanto como para desear que no se quede embarazada en tiempo, para disfrute de su cuerpo.
—Mi reina, estás poseída. Nunca te vi con esta energía. Como sigas con el galope, voy a relinchar a ritmo del trote.
—Mi rey, usted disfrute y déjeme hacer mi trabajo. No piense en otra cosa, que se le nota aquí debajo.
La reina clava las uñas en sus hombros, enloquece, aprieta... Y el Rey lo suelta. Extasiados, se abrazan pensando en que quizás sea suficiente por ese día, pues llevan desde mediodía. La reina se levanta y su níveo cuerpo se aleja hacia una palangana con agua.
***
Aproximadamente siete meses después, nació una niña. Hermosa, rubia, con piel blanca y ojos del color de las esmeraldas. El Rey ordenó preparar la mayor fiesta vista en sus dominios e invitó a todos, menos a los niños. Lo malo, que se les había roto uno de los platos de oro, y decidió invitar a doce hadas solo. Se dejó a la que peor le caía, y por qué no decirlo, la que también más fea le parecía.
Con la fiesta, llegó el jolgorio.
—Arturo, esto se está desmadrando —previno la reina su corpiño ajustando.
—Mi reina, ¿no te estarás asustando?
—Sí, me parece poco decente lo que hace esta gente.
—No creía que fueras a asombrarte después de lo que hicimos en algunas partes.
—Mi rey, si bien es cierto que se sabe que usted y yo tenemos una vida jocosa, ninguna más le ha visto esa cosa —alega señalando su entrepierna.
Anticipándose a los hechos, la sala tenía a lo largo de las paredes varios cómodos sillones, donde ya se veía a caballeros con las piernas tapadas por gruesos faldones.
—Pues como dices, mi reina —dijo el rey levantándose y pidiéndole la mano a ella—, venga usted a quitarme la pesadez de entre las piernas.
—Le recuerdo al señor, que tenemos un bebé y que le tengo que dar de comer.
—Y yo, le recuerdo a la reina, cuál es su deber...
La Reina y el Rey, viendo que se les hacía caso omiso se retiraron sin siquiera pedir permiso. La pequeña Aurora dormía, cuidada por su nodriza, en una habitación en la lejanía.
—No sé si habrás, mi reina, comido bastante, pero mira, lo que tienes delante.
El rey se despojó de sus engalanadas ropas en poco más de un instante.
—Válgame el señor...
El rey agarró las ropas de la reina por los hombros y tiró. El corsé saltó.
—Mi señor, el vestido, era nuevo...
—Mandaremos que te hagan miles, pero no quería perder el tiempo, quiero ya probar tus mieles.
—Ay, mi señor —dijo la reina cuando lo tuvo adentro—, recompénseme de los meses de asueto.
Mientras, el hada número trece llegó de imprevisto y escandalizada se quedó, prefiriendo no haberlo visto. La música cesó tan de repente, como mudas de gemidos y gritos, toda la gente.
La bruja, más que hada, estaba encolerizada. Chilló que la niña sería embrujada y cuando fuera adolescente y con una rueca se pinchara, se dormiría; hasta que un príncipe, buen amante de verdad, la despertara.
Nadie se dio por enterado y se marchó peor que había llegado. La venganza sería servida, a ver luego, quién se reía.
—Ya llegó esta aguafiestas e hizo bajar las ballestas —se quejó el hada número tres.
—Ya te digo, qué mal tomada solo porque no había sido citada —alegó la número seis.
***
Aurora creció y decenas de pretendientes querían probar sus mieles, tocar sus desniveles, meterse en sus vergeles. Aunque en el reino prohibieron los husos, encontró uno abandonado y en desuso.
Tras el pinchazo, Aurora cayó al suelo profundamente dormida. Sobre telas y cojines, amortiguada su caída. En kilómetros a la redonda, todos se fueron desvaneciendo, desde los más pobres campesinos, a los más ricos del reino.
Los rosales crecieron y fueron invadiendo con sus zarzas y aromas, animales y personas. La leyenda se fue extendiendo y muchos hombres perecieron.
Pero llegó un día, en el que un príncipe recién llegado a la región, quiso investigar y ver a «la tentación».
—Me dijeron que aquí no me internara, pues es zona embrujada. Pero tengo oído que la moza es bien hermosa.
Entró al sótano del castillo como pudo, pinchándose y arañándose, dejándose parte del cuero cabelludo.  La muchacha, tal y como se había caído así se había quedado, con su vestido arremangado.
—Las habladurías eran ciertas —dijo él, mirándole las piernas abiertas.
A sus pies había por lo menos, una docena de caballeros en cueros.
Todos lo habían intentado, pero por alguna razón, no habían acabado. Se acercó a la muchacha y miró su vestimenta. Imaginó lo que escondía, y sintió entre sus piernas un cúmulo de alegría.
Estiró las de la muchacha y se bajó sus calzones, se arrodilló entre las zarzas, pinchos y flores. Haciéndose arañazos en las manos, buscó la tierra yerma. Así que se abrió paso y llegó a su entrepierna. Con dedos ágiles de explorador y cazador, fue abriéndose paso entre el escozor.
Dirigió firme y rápida su arma, lista, preparada y con carga. El cuerpo de Aurora se movía, se deslizaba arriba y abajo bajo su hombría.
Las zarzas y espinas comenzaron a retirarse; una luz, de afuera, a reflejarse. Los pechos de Aurora comenzaron a subir y a bajar, y el príncipe, dejó de considerar.
La muchacha abrió la boca y soltó un gemido. ¡Estaba viva, lo había conseguido! Después abrió los ojos, lo miró, y lo dejó sorprendido cuando con sus manos se desató el corpiño haciendo que el príncipe, profesara un alarido. Los hombres de alrededor, se fueron levantando sin pudor. Tropezando, atontados, marchándose avergonzados. Hasta que se quedaron solos y Aurora pidió que por favor, repitiese la operación, puesto que estaba dormida y necesitaba entrar en calor.

Muchas gracias por pasarte. Agradezco tus comentarios. 

Foto: Shrikeshmaster en Pixabay

CAMBIO DE HORA...




Sábado, último de octubre. Esta noche coincide con la festividad del Samhain y él vendrá más tarde por el cambio de hora.
Esta tarde colgaré arañas pegajosas del techo, y calabazas felices y calaveras formarán una terrorífica guirnalda que irá de un lado a otro del salón.
En la mesa, con mantel rojo y entre telas de araña artificiales, habrá unas bebidas con cierto grado de alcohol; con unas gominolas en forma de gusano que asomarán por los bordes de las copas.
Unos aperitivos de salchichas simulando que son dedos sin uñas, con salsa roja y picante, serán lo que comamos. Con un poquito de pan. A última hora cortaré fiambre y queso… Por si se queda con hambre... Aunque no suele pasar. Si yo misma ya no tengo...
También a última hora me vestiré de vampiresa porque las ligas que sujetan las medias son un suplicio. Y malas para la circulación. Cambiaré mis zapatillas rosas y esponjosas de andar por casa, por los zapatos rojos de aguja «de las ocasiones especiales».
***
Bien sobrepasada la hora bruja solo tengo que vestirme. Me ducho y comienzo el ritual. Crema corporal con olor a frambuesas, a libertad. Bien repartida por todo el órgano más grande de mi cuerpo, la piel. La lencería la adquirí junto con el disfraz y es negra como la noche, a juego con el tul de la falda.  El minúsculo vestido se ajusta con cintas; la parte superior es un corsé que eleva el pecho y realza la cintura, y va atado desde ella hasta el escote, donde remata con un lazo rojo.
Ahora toca convertirse de cuello para arriba.
Se va a quedar petrificado cuando me vea con el cabello negro. Compré un tinte no permanente de ese color y con reflejos azulados. Mi piel parece más blanca. Le echo espuma y lo voy agarrando con horquillas con forma de esqueletos. Dejando mechones desenfadados envolviendo mi rostro. En él, aplico sombra de ojos negra, un delineador plateado y sombra de pestañas con volumen. Las cejas, marcadas con un lápiz. Un poco del mismo lápiz labial rojo me sirve para los pómulos. Después sigo por los labios, dándoles varias pasadas. Con una sombra plateada aplico golpecitos bajo las cejas para dar luminosidad. También en el centro de la boca.
Miro el reloj. Treinta y tres minutos para las tres. En la cocina, corto embutido y queso. Aún voy en zapatillas, tengo los zapatos listos en la entrada, para cuando escuche el portón del garaje.
Llega, recojo las zapatillas y me calzo, estiro mi vestido y de un botecito en la entrada, me echo colonia en los lóbulos de las orejas. Lo primero que olerá cuando entre.
Suena la cerradura…
¡Lo que menos me esperaba era verlo vestido así de elegante!
Sonríe, se acerca, hace una reverencia como si me pidiera un baile y me coge de igual manera. Su nariz huele mi cuello.
—Hoy estás espectacular.
Se separa de mí, y con sus blancas manos desata el lazo. Con una de sus cuidadas uñas va tirando de las cintas y hace que mi olor a frambuesa invada la estancia. Con sus manos comienza a abrirlo mientras su boca saborea la manteca corporal desde mis clavículas hasta donde aún sigue embutida mi cintura.
Me coge de la mano, vamos al salón, y barre todo lo que había sobre la mesa del comedor con el brazo y el viento de su abrigo. Con suavidad, me sienta y me ordena con la mirada que me despoje del vestido, mientras él lo hace del cuero que cubre su cuerpo.
Solo cubre el mío el encaje negro de cintura para abajo. Aunque sé que le da igual, como muchas noches, las telas no son impedimento para él. Se acerca y me quita los zapatos. Después, su mano se desliza sobre el elastano de una media y llega hasta la liga que la sujeta.  La suelta y va enrollándola despacio hacia mi tobillo.  Mi espalda acaba sobre la fría mesa de madera mientras repite la operación con la otra pierna.
El reloj da las tres de nuevo. La hora de siempre, la hora en la que me despierta muchas noches mientras sus dientes me muerden y su cuerpo se interna en el mío. Esa hora en la que él succiona mi sangre y yo me embebo de su simiente. No hay tiempo para más demoras... Maldita vida de apariencias. Vivir en la oscuridad es lo que tiene. Me empeño en aparentar humana cuando ya casi no lo soy. Hasta mi cabello se volvió blanco.

Muchas gracias por leer. Y si quieres lecturas de vampiros, échale un ojo a mi libro en Amazon

Foto: Adina Voicu-Pixabay

NOCHE DE SERVICIO



 

Sábado, pero esta vez, invierno. El agua golpea los cristales y el viento aúlla al pasar entre las cajas de las persianas. Vicky se casa en dos semanas y decidimos alquilar un ático de lujo a las afueras de la ciudad, en vez de ir a algún antro de por ahí. Lo que no sabe, es cómo y quién llegará en poco más de media hora. A través del ventanal, que ocupa toda la pared del salón, vemos casi el abismo bajo nuestros pies. Estamos bastante borrachas, algunas más que otras, y la música suena a todo volumen. Dicen que los edificios antiguos tienen la mejor insonorización del mundo.
***
Maldita noche de servicio. Los puñeteros recortes del post-Covid hacen mella y me encuentro patrullando, solo, la ciudad. Jarrea y hace frío. Tendría que dejar de hacer el turno nocturno, pero en él tengo más pluses y por lo tanto, cobro más. Cosa que para los planes que tengo, es muy necesaria.
La radio transmite un «código 10» acerca de una fiesta o algo similar en una de las zonas más elitistas de la ciudad. Respondo que me encargo. Arranco y llego en pocos minutos. El edificio tiene diez plantas y fachada ornamental. Con balcones engalanados de flores. La puerta es inmensa, y tienen portero. Por su media mitad acristalada veo que se acerca un hombre de unos sesenta años a abrirme.
—Hola, gracias por venir tan pronto. Los vecinos del piso inferior al ático se quejan de música alta. A veces ocurre. Lo alquilan para eventos. Las paredes son gruesas, pero si el ruido es elevado, llega a molestar —informa de la que me invita a entrar.
—Subiré a ver qué ocurre. ¿Me dice el piso, por favor?
—El último. El ático ocupa toda la planta.
Afirmo con la cabeza y me dirijo al ascensor.  Allí adentro hace mucho calor a causa de la calefacción central, y comienzo a sudar.
Nada más abrirse las puertas constato el volumen de la música. Llamo. Nada. Vuelvo a llamar.
Abre la puerta una chica de cabello moreno y ondulado, ligera de ropa, bastante sudada, como yo, y con claros síntomas de embriaguez.
—Señorita, los vecinos se quejan de la música alta. Además —aviso dándome cuenta—, no lleva usted mascarilla.
—Bah, nos hicimos la PCR ayer para poder asistir a esta fiesta sin ningún tipo de miedo —responde apoyándose en el marco de la puerta.
—Deberían de bajar la música. Si no, tendré que multarla…
Aparecen detrás de ella tres chicas más con similar condición. Con vasos en la mano y ojos vidriosos e inquisidores.
—¿Por qué no entras y nos obligas a bajar la música?
Vuelvo mis ojos a la morena. Por segunda vez, recorro su cuerpo con contorno de instrumento musical. Es un perfecto violín al que le falta un buen arco.
—Señorita, compórtese…
Pero antes de dejar de hablar, me coge de la mano y me invita a entrar. Me dejo, yo sí que no soy capaz de comportarme como debiera. Mis anhelos de juventud vuelan en mi cabeza y repercuten en mi pantalón.
—¡Vicky! Mira que tenemos aquí —dice quien agarra mi mano.
—¡Un boys! ¿Habéis contratado a un chico?
La tal Vicky se descojona.
—Pues sí que está bueno —dice otra.
Con mi mano libre apago la radio del cinturón.  La chica me lleva hacia el centro del salón y sus amigas se sientan frente a nosotros en un sofá.
—Cielo, muévete.
La morena comienza a contornearse delante de mí. Primero de frente y luego de espaldas, rozando sus pantalones cortos contra mis muslos. Toma mis manos y las apoya en su cintura obligándome a seguir los movimientos. Hasta mi nariz llega el perfume de su cuello y...  Las manos se juntan hacia adelante y uniendo las puntas de mis dedos, deslizo las palmas hacia abajo. Ella sube los brazos y rodea mi cuello.
—¡Eh! Gloria, ¿no se supone que es para mí?
Vicky está en pie y se acerca con su vaso en la mano. Se pone a mi lado y me invita a tomar.  El vodka quema mi garganta y ella no retira el vidrio de mis labios. Bebo medio como si fuera agua común.
—Se supone que deberías estar bailando conmigo —susurra en mi cuello.
Gloria se da la vuelta y me quita la chaqueta ayudada por Vicky, desde detrás. Después comienza a desabrochar mi camisa. Cuando sus uñas rojas rozan mi piel siento mareo. Vicky se pone detrás y con sus manos, desabrocha mi cinturón.
—Cuidado con la radio... —pido casi sin voz.
—Tranquilo...
El botón y la cremallera del pantalón acaban por hacer que todo acabe en mis pies con un leve tirón. Siento la mano de Vicky pellizcarme una nalga. Estoy delante de cuatro chicas solo con un slip, casi como me trajeron al mundo. Se alejan de mí.
—¿No bailas? ¿No te gusta la música? —pregunta mi violín.
—Está muy alta... —consigo responder, como un imbécil.
Vicky se acerca a una torre musical y al fin, la baja.
—Bueno, pues ya está. Ya sabes cuál es tu trabajo —reta.
Gloria se acerca de nuevo, apoya sus manos en mi pecho y me hace ir hacia atrás. Acabo sentado en un sofá. Comienza a moverse delante de mí con movimientos sensuales. Vicky se une. Sus dos amigas comienzan a besarse en el sofá detrás de ellas. ¡Qué espectáculo!
Vicky se acerca y coge mis manos obligándome a levantarme. Se colocan una a cada lado y comienzan a frotarse contra mí. Me dejo, acaban manos propias en cuerpos contrarios, probando recovecos y humedad.
Me doy la vuelta y veo en el sofá, a sus dos amigas dando rienda suelta a su gusto lésbico.
Ahora es Gloria quien coge mi mano y me lleva a otra habitación; un dormitorio. Vicky viene detrás.  Me acerca al colchón y sin demora, se quita la camiseta. Vicky, a nuestro lado, es más rápida y acaba antes en ropa interior. Aprovecha esa circunstancia para despojarme a mí de la que me queda. La mascarilla roja es mi único atuendo.
Los tres, desnudos, acabamos en la cama mezclando cuerpos y fluidos en lo que será el mejor servicio de mi vida en mucho tiempo.
En el salón suena un tono de móvil cuando llega un correo electrónico: «Cancelado evento de hoy. Lamentamos las molestias que hayamos podido ocasionarle, pero el chico sufrió un incidente de última hora».

Gracias por tu tiempo.

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Foto: Pexels en Pixabay

LA BELLA Y EL BESTIA


 


Bella tenía dos hermanas
y un padre arruinado;
ellas se comportaban como cortesanas
y su padre vivía resignado.
Un día se perdió en el bosque
y acabó en un castillo
en donde durmió y desayuno chocolate,
y telas quiso robar haciéndose el pillo.
Mas salió un hombre peludo,
con cuernos, garras y rabudo
y le solicitó que para resarcir,
una de sus hijas debía de cumplir.
Así lo dijo en casa más tarde
y Bella se ofreció ante las dos cobardes.
—Padre, lo mismo me da lo que tenga que hacer si con ello evito que muera usted.
Bella llevaba días allí
y aún no había visto al ser
tenía todo para sobrevivir,
pero también, quería saber quién y cuándo la iba a poseer.
Una noche, en la que estaba sentada en el piano
las puertas se abrieron
y el libro se cayó de la mano.
—Perdóneme, yo... Me senté en el piano sin pensar. Endenderé lo que usted quiera considerar.
Las llamas de las velas se apagaron
la bestia se acercó,
y sus ojos se encontraron.
Bella no se asustó en absoluto
dejaría que bestia la poseyera
bajó los ojos a su atributo
y por respuesta, recibió un «espera».
Bestia le hizo una reverencia y le entregó una rosa.
—Bella, no te tocaré hasta que quieras ser mi esposa.
La muchacha cogió la flor entre sus manos.
—Señor, yo he venido a cumplir con lo acordado.
—Bella, yo no quiero tu cuerpo, no soy tan desconsiderado.
—Señor, no se haga el considerado, pues bien mi padre me contó lo que estipularon.
Por respuesta, la bestia salió dejándola sola, sin luz y sentada sobre el piano de cola.
Pasaron los días y recibieron aviso de que el padre de Bella estaba enfermo.
—Bestia, necesito ir a verlo, llevo días que no duermo.
—Te dejaré ir con una condición, que regreses para no romper mi corazón.
—Así lo haré, ¡volveré!
Pero pasaron varios días y Bella no se acordaba de la Bestia siquiera.
Hasta que una noche soñó, que estaba en el jardín a punto de llegar a su fin.
Apresurada cogió una montura y cruzó la noche echándose reproches.
El castillo había cambiado;
zarzas lo tenían invadido,
las rosas habían muerto
y todo estaba desconocido.
Vio a bestia en el suelo
y se acercó sin consuelo.
—Bestia, perdóname. Se me escapó el tiempo, ¡lo lamento!
Los ojos del animal la miraron sin vida
Se inclinó hacia él, vencida.
—Me casaré contigo, pero por favor, no te mueras todavía.
Entonces, en sus hombros sintió unas manos
como las de los humanos;
abrió sus ojos llorosos
y vio al hombre más maravilloso.
—Una bruja me maldijo bestia hasta encontrar el amor verdadero…
Bella se subió sobre él con empero.
—Como usted me dijo, ahora que he aceptado casarme le exijo. Ámeme como el animal que fue.

Gracias por pasaros, os recuerdo que tenéis mi canal de Youtube e Ivoox para deleite de vuestros oídos...

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Foto: SquareFrog Pixabay

SIN TOCAR


 


 

Hemos quedado hoy sábado, de nuevo para lo mismo, pero en plan juego. Saldremos de la rutina diaria porque es el día en el que él, al contrario que la mayoría de los humanos, llega de madrugada a casa.
Hoy, tú y yo nos acariciaremos con las palabras, disfrutaremos en la distancia; absolutamente prohibido tocarse.
Ponemos un sillón frente al otro, la mesa a un lado, cerca de tí. Nos hemos servido unos martinis con vodka y con aceituna incluida. Quedamos en ropa interior y volvemos a repetir las normas; se puede ver, oír y oler. El gusto y el tacto están penalizados.
La reto. Se inclina hacia la mesa, coge un cubito de hielo del martini, y después se recuesta y cruza las piernas como Sharon Stone en Instinto Básico.
—A ver... —comienza—. Estoy arrodillada frente a ti, te sujeto los tobillos y apoyo las manos en las pantorrillas abriéndote las piernas. Por dentro, te comienzo a pasar este hielo hacia arriba con lentitud y dibujando círculos, llego a las rodillas…
El hielo se derrite en su puño, lo acerca a su escote y comienza a refrescarse.
—¿Qué haces? Dijimos que nada de tocarse.
—Y no lo hago, es el hielo quien lo hace.
«Becka siempre es igual», sonrío mirándola para que prosiga.
—Separo tus rodillas, me meto entre tus piernas y deslizo el hielo por tus muslos; por encima y por los lados hasta tu ropa interior. Tu piel se eriza, mi aliento llega hasta tu abdomen, pero me retiro, te miro, lamo lo que queda del hielo y desaparece por completo en mi boca. Tenía tu sabor.
En el sillón, tomo aire, me había quedado casi sin respiración. Es como si despertara de un placentero sueño. Descruza las piernas y continúa:
—Te sigo mirando y me bajo los tirantes del sujetador enredándolos en los dedos, con lentitud. Es de cierre delantero, y en él, hay dos minúsculas gotitas de agua que fueron resbalando por mi escote hasta encontrar obstáculo.
Esta vez no es necesario que lo imagine. En el sillón, frente a mí, es lo que está haciendo.
Se inclina de nuevo para tomar su martini. Lo tiene más fácil, la mesa está a su lado. Supongo que lo tenía pensado todo desde el principio.
—¿Quieres? ¿Te acerco tu vaso? —me pregunta dejando el suyo sobre la mesa e inclinada hacia mí.
Se levanta con el vaso, se acerca y se pone delante. Puedo sentir que tengo todos los músculos en tensión. Se inclina y me lo da. Lo tomo con cuidado, no puedo rozarle ni sin querer su mano. Bebo, mala idea porque lo que más necesitaría es agua, no alcohol. Me queda la boca pastosa. Pero…
Entonces ella hace algo con lo que no contaba, saca el hielo de mi vaso, lo pone delante de su boca, le pasa la lengua…
—El martini deja la piel pringosa —insinúa.
Y se acerca más. Salto cuando toca mi cuello. Las gotas se deslizan hasta mi abdomen y quedan paradas en mi ropa interior. La miro, acerca el hielo a mi boca y me obliga a saborearlo. Me refresca. Está por la mitad dado mi calor corporal, y me lo sigue deslizando por el torso; con cuidado de no tocarme e inclinada. Su maldito sujetador no se cae, vislumbro cuando se agacha, su piel más oscura; la cúspide de sus cimas. La visión hace que me duelan todos los músculos y que necesite muchos más cubitos de hielo sobre mi piel.
El que tiene en su mano se acaba. Me sonríe, se da la vuelta, y contemplo su espalda marcharse con caminar sensual.
Suelto aire. Sigo a la espera. Se vuelve a sentar, pero esta vez con una pose digna de un gánster. Está empapada. Levanta la barbilla porque es mi turno.
—Tal y como estás, me meto entre tus piernas y lo primero que hago es desabrochar el maldito sujetador y…
Sonríe y lo hace. Sus perfectas formas quedan libres mirándome, retándome. ¡Joder!
—Hago como los bebés de arrullo, las enfoco hacia mi boca, las saboreo. Otra de mis manos se desliza por tu contorno, llega a tu ropa interior y deslizo un dedo por el encaje que cubre lo que me separa de ti en esa zona.
Paro de hablar, pero Becka no hace lo mismo que con el sujetador.
—Le doy descanso a mi boca y mi lengua recorre en línea recta el camino entre la llanura de tus pechos y tu ombligo. Donde meto la lengua, donde sé que tienes cosquillas.
Ahora sí que Becka se mueve. Sigo.
—El dedo, mientras, encontró un recoveco entre el encaje que adorna tus muslos y tiró de la tela, apartándola. Ahora... —Becka está muy excitada—. Ahora me levanto y tomo un hielo, pero este hielo no será para mí, cariño. Lo acerco a donde tu cuerpo late, donde más calor tiene ahora mismo. Ante el contacto, pegas un salto. Sí, no tiene comparación con ponerlo en el cuello, pero tú comenzaste, querida. Lo empujo y lo introduzco en ti. Lo extraigo, y al igual que hiciste tú antes, lo lamo. Repito la operación varias veces hasta que es pequeño y me lo meto en la boca…
—Espera —suspira Becka interrumpiéndome—. Solo hay una cosa diferente. Yo sí te toqué con el hielo.
Me mira desafiante, sonrío, me levanto y tomo el otro hielo de mi vaso, me acerco a ella y veo que quiere la representación de lo que acabo de decir, puesto que directamente, se quita la lencería. Cómo no, cumplo sus deseos. Hasta que el hielo se termina.
Nos quedamos así; sin hielo, juntas... Mirándonos y fatigadas. Me levanto y siento las piernas dormidas.
—¿Nos damos una ducha?

Foto: pexels-aleksandr-burzinskij



NOCHE DE PELÍCULA




 

Sábado noche, fui al videoclub a por la película de siempre. Sí, la que nunca terminamos. Una película cómica y entretenida, pero que no hay forma de terminar... Y eso que dura menos de hora y media.
Es que Jimena, no hay forma con ella. Ella es mi chica desde hace unos tres años. Trabajamos y vivimos a unos cuantos kilómetros y cuando llega el fin de semana pues…
Siempre quedamos en mi casa —yo estoy emancipado y tengo un apartamento— con el propósito de pasar una velada típica casera. Suele traer una tortilla de patatas elaborada por sus manos. Esa sí que me la como. Y ahí viene el problema…
Que la tortilla se acaba, quizás también algún pastel, golosina, algo de postre que haya traído yo o ella.
Se acaba, nos juntamos, y ahí mis ojos se van a su cuerpo. Da igual que venga vestida como para ir a un cóctel o para ir a correr al parque cercano. Sé lo que hay debajo de la ropa y ansío verlo y tocarlo tras casi una semana.
Nuestros hombros se juntan y muchas veces, ella se acuesta de lado y apoya la cabeza en mi regazo. Ahí me lo pone más fácil. Porque mi brazo se apoya en su cintura y mis dedos dibujan por su abdomen probando al poco, otras zonas.
O bien delineo cada centímetro de cadera y deslizo la mano por el melocotón que forman sus nalgas, o voy hacia adelante pidiendo sitio entre sus muslos.
Hoy está siendo una mezcla de las dos acciones. Mi mano se desliza y acaba, después de esquivar su nalga; entre sus muslos y por detrás, atrapada entre sus piernas.
Es verano, y viste con una falda de volantes y una camiseta de tirantes. La primera está toda arrugada en la cintura y la segunda evidencia síntomas de excitación a la altura de sus pechos.
No se mueve un ápice y su respiración es inapreciable esperando mi maniobra. Mis dedos tiran de la cinta de encaje que separa su cuerpo de ellos y se introducen en su interior. Jimena se mueve y respira.
¡Está viva! —chilla Frankestein en la película…

Su mano se dirige a mi cúmulo de sangre y bailamos cada uno con la suya en cuerpo ajeno. Se incorpora dando libertad a mis dedos y se pone de rodillas a mi lado, sobre el sofá. Me mira esperando y con ojos encendidos. Yo llevo un pantalón similar a un bañador de esos hawaianos con flores grandes y de vistosos colores, con goma en la cintura. Sin nada debajo. Sus ojos preguntan a qué estoy esperando y para ayudarme en la decisión, se quita la camiseta. Me faltan segundos para deshacerme de él y ser yo, quien con ojos encendidos, suplique que tome asiento. Jimena no es nada indecisa y al momento atiende mi petición; el encaje de su ropa interior es apartado por sus dedos a la vez que guía mi cuerpo dentro del suyo. Ahora soy yo quien no se mueve un ápice, se me corta la respiración y espero a su maniobra.
Al diálogo de la película le sobrepasan nuestros quejidos; a la imagen de la televisión, su torso brillante por el calor del verano. Mis dedos lo recorren impregnándose de su sal, me inclino hacia adelante, y es mi boca la que saborea su piel absorbiendo como si quisiera secarla.
El tiempo no se me hace tan largo, pero de repente y acompañando a mi explosión, suena la música final. Con el volumen tan alto que ponían en las películas antiguas. Perfectamente sincronizado. Supongo que esté dentro del guion sin quererlo. Inclino la cabeza hacia un lado y veo que salen los créditos en pantalla. Otra vez que no la acabamos.
Jimena coge mi barbilla con la mano, me mira y pregunta:
—¿Quieres volver a verla?
Le digo que sí, pero que alguien tiene que ir hasta el vídeo. Se levanta y con la falda de volantes como si fuese un tutú de bailarina se agacha delante del aparato.
—Déjala, mejor no lo conectes. Total, sería ponerla para nada —insinúo de pie tras ella.

 Foto: @Pixabay en Pexels

NOCHE DE REUNIÓN


 


EVA


Son las 8 de la tarde, se acaba la jornada laboral y tenemos reunión. La reunión de fin de mes para presentar resultados. Ocupo la silla de siempre en la gran mesa rectangular. Me gusta ver las calles desde ella.  Afuera llueve y en la oscuridad, las luces de las casas cobran vida como puntitos titilantes, flotando en el cielo.
Compañeros de diferentes departamentos van entrando. Nos vamos saludando. Se van sentando. Tomo el vaso con café —después no dormiré, seguro— y me levanto a mirar hacia abajo desde la undécima planta. La vida en un día lluvioso de invierno, donde pequeños champiñones de colores corretean bajo la lluvia de regreso a sus casas.
Los pies me están matando. Llevo los zapatos negros con tacón de aguja que me elevan a mí y a mi culo, unos cuantos centímetros del suelo. En la sala comienza a formarse un «runrún» de murmullos. Mis compañeros hablan unos con otros. A algunos no les conozco, son de categorías inferiores y no suelo bajar a esos pisos.
«Hoy está tardando más de la cuenta, con la puntualidad que le caracteriza», pienso mirando hacia la puerta continuamente.
Son las 8 y cinco minutos, sigo de pie y por fin, mi Dios entra por la puerta. La cierra, saluda con un gesto a todos y clava sus ojos en los míos. Un instante después recorre mi cuello, mi escote, desabrocha imaginariamente los botones de mi blusa y su aliento eriza mi piel mientras calcula el largo de la falda de tubo de polipiel que esconde  su cena. Cuando llega a la punta de mis pies, carraspea y saluda a todos verbalmente levantando la vista y yendo a sentarse en su silla.


SERGIO


Tenemos la reunión de fin de mes. No soy capaz de domesticar un mechón de pelo y en el baño, tardo más de la cuenta. Me refresco después del día de trabajo. Últimos de mes es caótico, menos mal que la tengo a ella. Desde el momento que la vi por primera vez, supe que era lo que estaba buscando.
Tomo un dossier de mi escritorio, cierro el despacho y me dirijo a la sala de reuniones. En el pasillo oigo el murmullo proveniente de allí. Me entra una especie de taquicardia. Nunca me encuentro lo suficientemente preparado para responder ante Eva.
Enfoco la puerta, el murmullo cesa y saludo con un cabeceo a todos. Y allí está, mirando a través de la ventana hacia la nada. Hasta que creo, percibe mi presencia. Entonces, sus ojos miran los míos, sus pupilas se deslizan y tocan mis labios. Es como si sintiera sus manos sobre mis hombros deslizándose hacia mi cuello y tirando de la camisa. Sus uñas rozan mi piel al abrirla.  La libera del pantalón y sus palmas se posan en mi abdomen subiendo hasta mis pectorales. Es diestra, totalmente, y el índice imaginario de su mano derecha acaricia mis músculos de la que baja de nuevo hacia la parte inferior de mi cuerpo. Hacia el ornamento final. Siento un latigazo que va desde la punta de sus zapatos hasta la de mi cuerpo. Levanto la cabeza, carraspeo y me dirijo a mi silla, donde me siento. Ella hace lo mismo. Cerca de mí, como siempre. Otra vez nos miramos a los ojos, a los labios. En mi boca se forma más saliva de la cuenta.


EVA


Sergio traga saliva, es algo que le sucede cuando se pone nervioso, produce demasiada. La hidratación hace acto de aparición en los dos, cada uno, donde más debilidad tiene. Ahora nos quedará una hora más o menos, imaginándonos y oyendo sin escuchar a nuestros compañeros. Afuera suena un trueno, retumban los cristales y rompe el silencio de la sala.
Comienza la reunión.
Despertamos de nuestra ensoñación momentáneamente, lo justo para las presentaciones, para dictar el orden en el que hablarán nuestros subordinados. La cámara que vigila, y que está colgada sobre la pantalla de proyecciones, nos sacará del apuro los próximos días. Siempre tengo que hacer lo mismo, visionarla y tomar notas de lo acontecido en la reunión. Pero me gusta, sobre todo, cuando finaliza y todo lo que hemos imaginado se hace realidad sobre la mesa en la que ahora están apoyados mis brazos. Esa mesa de madera que cada mes se hidrata con nuestro sudor y nuestro deseo. La que a veces ahoga mi voz. En la que a veces, sobre su borde, descansan los tacones de mis zapatos. Lo único que él quiere que deje puesto. Y como es mi jefe, lo hago. Siempre dice que soy diestra en mi trabajo, y lo demuestro cada día, como secretaria, amante y esposa.

Colaboración con Cleider Araujo, de Instagram.

Foto: Cottonbro en Pexels

EL ENTE





Hoy, no me dormiré. Te esperaré despierta, con la única ropa que quieres, que lleve puesta; mi piel.
He encendido la calefacción, porque al contrario que tú, yo sí que siento el frío.
Los vidrios de las ventanas se empañan, y afuera, cae agua nieve. Boca abajo, tendida sobre la cama, espero sentirte en breve…
Recuerdo el sábado de la semana anterior. No contaba contigo; ese día, no había tenido tiempo para coger la ouija y decirte el camino.
No debí de cerrar bien la sesión de la tarde y decidiste venir sin invitación. Sabías, que no me molestaría.
Esa noche, bajo el edredón dormía, cuando sentí que se deslizaba, y arrugado, a los pies de la cama se quedaba.
Sentí tu peso, pero no te veía. También me pareció percibir tu aliento a menta entre mis labios. ¿Sabes que guardo, desde hace mucho, un paquete de tus caramelos?
Con los brazos tendidos a lo largo de mi cuerpo, me dejé hacer. Si no te veía, ¿dónde me podría coger?
No sentí frío, tú sobre mí; ardías. Poco después, mi interior, también lo hacía. Me entregué como siempre en vida, llorando a la vez, porque tú, ya no la tenías.
Maldito accidente. Lo estoy recordando en una duermevela, y oigo la puerta. Casi me había dormido, y un aire frío, eriza mi piel poniéndome alerta.
Se abre de par en par y supongo que entras, el frío se hace notar, la sensación de calor en la habitación, desaparece. Me giro, y no te veo; no te huelo, ni te puedo tocar ni saborear. Tampoco te oigo, pero te comienzo a sentir. Imagino sobre mi cuello, que de verdad puedes respirar. Odio no poder acariciarte, sentirme como una muñeca de trapo. Se me quita el frío, el calor fluye dentro mío, y mis sentidos se ponen tan alerta, que pienso que estás vivo.
Creo verte como una sombra, percibo tu hedor; en vez de tu aliento a menta, saboreo tu sangre y hasta escucho tu voz. Alzo mi mano, quiero tocarte el rostro, pero traspasa la neblina. Ahí, vuelvo a llorar y mis sentidos retornan a la normalidad. Ya no te huelo, ni te veo, ni te escucho, ni te oigo... Ni te siento.
Al menos, podías haber cerrado la puerta al salir. En la habitación, hace frío. 
 
Foto: Victoria_Borodinova en Pixabay


DAME GASOLINA...




 

Échame gasolina y sé mi conductor;
pura adrenalina; poquita vitamina;
una pizquita de proteína,
para mi motor.
Méteme primera y acelera.
Sáltate segunda, y ponme la tercera.
Cuarta, quinta y sexta; ahí ya,
ronroneo, mi respuesta.
Agárrate donde puedas, tengo el motor revolucionado,
el agua hirviendo, el destino, determinado.
Acaso quede sin ruedas, no me importará mi estado.
Te dejaré sin respiración, cuando vengan las curvas.
Ahí podré comprobar, si eres tan valiente
como aseguras.
No quiero titubeos, solo déjate llevar en mi aventura.
Solo te pido,
que cuando ya no quieras correr,
seas considerado y me lleves de paseo,
seas siempre, mi chófer.
Así que, pon la marcha atrás,
y guárdame cerquita;
así usarme podrás,
de forma infinita.

Foto: @Ettrujillo en Pixabay



MATA HARI



Te veía en televisión, en ruedas de prensa y víctima de la desolación. No teníais pruebas, creíais que era un hombre; y decido que esta noche, de mi sepas hasta mi nombre.

Te espero en el bar, te fijas en mí, alguien vulgar; con quien compartir. Me invitas a beber, dejándote mi afirmación, claro, el fin que la noche va a tener. Sé que vives cerca, en ese pequeño apartamento porque tu mujer te abandonó con las cuentas al descubierto.

Consigo que subas las escaleras, tengo que abrirte la puerta, y apoyarte en la pared, porque no ves apenas. 
Me pides que espere en el salón, te darás una ducha fría para quitarte la borrachera, y reavivar la tensión.
 
Oigo el agua en el baño, aprovecho y voy a tu habitación, busco tu arma, la tomo, y me siento en el sillón. Las esposas colocadas sobre la cama, esperan órdenes que deberán ser ejecutadas.

Cuando sales estoy casi sin ropa; solo llevo mi lencería, mis zapatos y mis medias de rejilla. Por tu respiración, creo que recuerdas, que hacia tiempo había jugado al poli y al ladrón, siendo yo pequeña. Confirmo que tu ser se despierta; por verme con las piernas y la blusa, abiertas.

Te pido con el arma, que te acuestes en la cama; que y ahí, sobre el colchón, juegues con la tuya para mi satisfacción.
 
Me levanto y te apunto, sugiriendo un cambio de escena. Ahora dejaŕe mi arma, y agarraré la de tu entrepierna.
No se sí me detendrás por comportamiento inadecuado, por algún delito de ley, aunque a nada te estoy obligado. Esposo tus manos al cabecero, mientras siento en los muslos, tu caliente aliento de deseo.

Retrocedo, estoy detenida; tu arma está cargada y eres la autoridad, me coloco sobre ella y me someto a su voluntad.
Justo cuando disparas, descubres la verdad.

Foto: Murat Esibatir, Pixels