ACCIDENTES
Allí estaba, sujetando con fuerza el volante, y con las uñas clavándose en las palmas de sus manos, aguantando la respiración. Estaban a punto de aparecer las luces, era la hora. Todos los días pasaba por allí para volver a casa, al anochecer. Pero ese día no iba a regresar; no iba a volver a ponerle una mano encima.
Arrancó el coche y sin luces, aceleró. Las revoluciones subían, el volante vibraba y el pedal, más no bajaba. Seguía por su carril, cogiendo velocidad. En el contrario apareció un haz de luz; su coche. Este no venía rápido. Volver a casa era un suplicio, le había dicho en más de una ocasión, y bebía para soportarlo. Después, lo pagaba con ellos. Dio un volantazo y cambió de carril, encendió las luces y se le echó encima. Se escuchó un estruendo enorme. Vidrios hechos añicos y metales retorcidos en perfecta simbiosis. Después, el silencio. Solo un gotear de aceite, gasolina, agua y sangre.
Foto: Melodiustenor en Pixabay.
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