NOVELISTA. AUTORA AUTOPUBLICADA.


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Alex Florentine

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POR UNA SOMBRILLA


 

La familia García estaba obsesionada con la playa.

En general, no debería de importar, porque la gente, hoy en día, vive obsesionada con casi todo.

Pero ellos querían primera línea, querían estar morenos, querían, cuando regresaran a Asturias, presumir de moreno mediterráneo.

Así que cada mañana, a las cinco, el padre salía con la sombrilla y la clavaba como si la arena fuese de piedra. Desplegaba la silla al lado y allí hacía guardia.

Una hora y media después, llegaba la mujer, con ojeras de mapache y un termo de café.

Tomaba el relevo y él iba a ducharse a casa porque el muy cerdo, no tenía tiempo a hacerlo antes.

Mientras, ella se sentaba con sus piernas abiertas mostrando sin escrúpulo forraje para unas cincuenta vacas, el cual debiera estar escondido bajo el vestido de “los chinos” de tela transparente y cubierto por unas amarillentas bragas.

Le daba igual.

Tenía que aprovechar.

Solo quedaban dos días para volver. Cuando él regresara de la ducha, iría a ponerse el bañador.

Pero pasó la hora de siempre.

Tenía ganas de mear, ¡joder! El café es diurético.

Hora y media…

Arrugó el entrecejo: el móvil había quedado en el hotel.

Las ocho.

Llegaban turistas en masa.

Si se iba, tirarían la sombrilla y la silla al agua. Seguro.

¿Qué hacer?

Decidió esperar 30 minutos.

8.35…

Continuará...

Gracias por pasarte. Sueña bonito. 

Foto:Pexels.

RIMANDO EN NEGRO



 

Bajo la luz de una luna

que influencia las mareas,

dos cuerpos inertes aparecen sobre la arena.


Con jirones de ropa

y la mirada en la inopia,

las mandíbulas rígidas

y la piel grisácea como el color de una mal fotocopia.


Medio desmembrados han sido, contra las rocas.

Comida de los peces;

pequeños mordisquitos alrededor de la boca

delatan que eligieron la carne más sabrosa.


Los hombres de negro toman notas

en blocks de hojas medio rotas,

con teléfonos viejos, de tinta seca,

similar a la sangre de los cuerpos que tienen cerca.


Llegan furgones a juego con el día,

con los trajes de los policías,

con los cuerpos que rezuman en la orilla.


De ellos se bajan personas ataviadas con unos monos blancos,

que cubren todo el cuerpo y en las cabezas, cascos.

Colocan cartones en el suelo,

toman fotos de cerca y lejos.

Otros se acercan y miran los ojos sin vida,

oyéndose preguntarse a más de uno el porqué de que no esté el lugar vacío.


Muchas más fotos después,

y tras espantar a las hambrientas gaviotas,

cubren los cuerpos con unas sábanas blancas

y de uno de los furgones, bajan unas camillas

cuyas ruedas patinan sobre una arena que parece gravilla.


Más tarde, furgón, coches policiales, hombres de negro y blanco, gaviotas y gente,

se van despacio, mientras el sol aparece.

Hoy será día de playa, los rayos asoman entre las nubes,

lo que parecía un día gris cuando salí a ver mi obra maestra

cuando no puede, no me contuve.

 

Gracias por la visita.

Foto: Pexels.






EL OJO DE SEJMET...


 


Un haz de luz ilumina la excavación.

El cielo está rojo y los rayos amarillos se vislumbran perfectamente. Como en una tormenta de verano, cuando no hay nubes.

El fuerte viento comienza a traer una especie de ceniza marrón hasta nuestros rostros. Delante de la tolvanera y bamboleándose entre las dunas, los todoterrenos de algunos compañeros avanzan enloquecidos.

Varias personas, con plásticos y tablas, llegan hasta nosotros, que ya nos asemejamos a unas croquetas con generoso rebozado.

Pequeños remolinos de polvo hacen que se nos seque la boca, que se tapone nuestra nariz y que se irriten nuestros ojos.

Los pulmones comienzan a pesar. Dos compañeros tiran de mí.

Los plásticos y tablas ya cubren la fosa y los incipientes huesos, pero no va a ser suficiente. De un manotazo, me suelto y corro por la ladera de la excavación hacia uno de los vehículos. Uno de mis compañeros, corriendo en contraria dirección, con gestos me pregunta qué narices estoy haciendo. No presto atención y se gira, siguiéndome.

Entro al coche y arranco el motor. Él se sienta al lado diciéndome que estoy loca, que en su parte de la excavación desapareció todo.

Estamos ante una tormenta de fuerza descomunal.

¡Comienza a llover!

Los limpiaparabrisas se rompen al momento a causa de la masa color rojizo que cubre el vidrio. No tengo ni idea de por dónde voy a bajar a donde quiero. De repente, nos inclinamos hacia adelante, hacia el vacío. Y caemos.

La defensa del coche toca la arena del fondo y con un sonido lastimero de la carrocería, se desprende. Nuestras cabezas pegan en el techo cuando las ruedas traseras quedan a la altura de las delanteras.

Acelero, patinan.

¡Más despacio!, grita mi compañero no sabiendo dónde colocar las manos por si volcamos.

Lo hago y el coche avanza. Sigo sin ver.

Espero no cargarme el descubrimiento del siglo: un osario, restos humanos, soldados apilados junto con sus lanzas, arcos, escudos y demás armas. Sobresalen los huesos de un felino grande, sobre ellos y con una expresión tal y como si el animal hubiera sido enterrado con vida.

Lo descubrimos por la mañana y el cielo se tiñó de rojo, pero el servicio de avisos no detectó nada.

Gracias a la sombrilla calculo dónde estamos y paro el coche.

La lluvia es roja como la sangre.

El viento arrecia. El coche parece querer levantarse. Dentro, nos abrazamos y cerramos los ojos. Algo impacta contra la ventanilla. Deja una mancha carmín. Más golpes. Algún alarido.

El viento brama.

Son unos diez minutos horribles en los que por fortuna, no salimos volando.

Sentimos un vacío y entreabrimos los ojos. Las ventanillas están teñidas con los colores de las puestas de sol.

A duras penas, abrimos las puertas. Hay como treinta centímetros más de arena sobre el suelo.

Y muchos bultos, como las jorobas de los camellos, como si bajo la arena hubiera un dragón.

Bajo la arena están los cuerpos de los desobedientes, los indiferentes, los que de verdad no protegieron a Sejmet.

Muchas gracias por vuestro tiempo.

Foto: Taryn Elliott en Pexels.

PIRATAS EN RETIRO...


 


Con las manos, agarrando una botella de ron y un crucifijo, uno a uno y bajo su atenta mirada, sellaron en su día la Charte Partie (código de conducta pirata) antes de embarcar en el majestuoso naviero.
En medio de un mar bravío; tras días de sol, noches de alcohol, media docena de barcos abordados y escasez de alimentos, la tripulación comenzó a sublevarse.
No salía de su camarote. Aún quedaba para llegar al destino y esperaba no perder a muchos hombres en las peleas. Menos mal que su media docena de fieles velaban por su integridad y su nave. Eran muchos años juntos, y grandes y majestuosos tesoros encontrados que los habían hecho ricos y temidos.
Debería de dejarlo, pero oír su nombre de labios temblorosos le ocasionaba demasiado placer.
Tomó un trago observando el mapa, extendido sobre la mesa, frente a sí.
Pobres desdichados, si no se mataban entre ellos, acabarían abandonados en la isla con agua y un poco de pólvora.
«Deshechos», pensó.
Hacía dos días que había ordenado tomar cartas en el asunto y diez hombres habían sido arrojados al mar por desobediencia.
Dos habían incumplido la primera regla cogiendo y bebiendo licores cuando se había establecido el racionamiento de alimentos y todo tipo de líquidos.
Dos a causa de la segunda, ya que habían robado unas cuantas monedas de plata habiendo sido castigados con la pérdida de sus orejas. Por infortunio, se habían gangrenado y estos, habían optado por lanzarse solos por la borda.
Dos habían jugado a las cartas, escondidos (eso podía pasarse), pero con dinero.
Los otros cuatro habían sido arrojados por esconderse en algunas zonas del barco cuando estaban batallando. Los cobardes no tenían cabida allí.
Sabía que iban a tener problemas porque la tripulación estaba harta del reparto de los tesoros que había decidido. Ella y su ayudante ganaban dos partes de cada botín. El maestre, contramaestre y cañonero, una parte y media, y el resto, una parte y poco más.
Su segundo de a bordo dormía en la litera. Se giró y observó su piel brillante y bronceada. Su torso musculado, con cicatrices y tatuajes... En su mayoría letras. Las iniciales de sus víctimas. Se conocían de hacía mucho. Cuando intentó acabar con ella. Le obligó a grabarse su inicial. Pero no con tinta, sino con un hierro candente, como al ganado. Y esa “A” sobresalía roja y rosada, arrugada, sobre su pecho, encima de su corazón.
Se levantó y se cerró el corpiño, acabó de otro trago el ron y, desnuda de cuerpo para abajo, volvió a meterse bajo la manta al calor del hombre. Este refunfuñó, se giró, la abrazó y sonrió.
—Debemos de pensar cómo deshacernos de la tripulación si es que encontramos el tesoro.
Ella sonrió.
«Tengo todo decidido», pensó.
Aquel tesoro no quería repartirlo. Pensaba en retirarse, pero no se lo había dicho a nadie. Quizás se hiciera un tatuaje honorífico.

Gracias por pasarte y comentar ;*.

FOTO:MaxterTux en Pixabay

LOS HABITANTES DEL CASTILLO


 




 

Llegué a la noche, tal y como estaba previsto, en un utilitario con más kilómetros que la biblioteca rodante de mi pueblo, un destartalado autobús que llega a las casas más apartadas, cargado de libros. Lo mismo que el panadero o el frutero, que luego nos quejamos de que los niños solo saben jugar a la consola y estar en las Redes Sociales.
El viaje me había salido por la mitad de precio y no tenía en absoluto miedo a nada que habitara en la oscuridad. Solo creo lo que veo y en su caso, palpo. Desconfía de las personas tangibles, no de los fantasmas.
Una leyenda decía que allí había espíritus. Los espíritus de una madre y una hija asesinadas, supuestamente, por el señor del lugar y el hermano mayor de la niña.
No me encontré a ningún vecino. También era normal, porque decidí ir en invierno, puesto que cuando llega el buen tiempo las zonas adyacentes se convierten en un hervidero de turistas y por la noche, de parejitas que vienen a ver las estrellas y dar rienda suelta a su pasión.
Cogí la cámara de fotos con visor nocturno y la grabadora EPV*. Me abrigué porque allí arriba hacía un frío de mil demonios, y con una linterna y varias pilas, fui subiendo por la roca hasta la entrada.
La noche tenía un efecto precioso y el cielo, tras la imponente estructura, quería asimilarse a una preciosa y lejana aurora boreal. El silencio era asombroso, lúgubre, tétrico. Me encantaba.
Pasé bajo por donde antaño hubiera una puerta y divisé las murallas a mi alrededor quedándome en medio, con las estrellas sobre mi cabeza.  Puse en marcha la grabadora, la apoyé en una piedra y tomé la cámara. Con la poca luz verdosa de la noche no veía gran cosa. La cámara tampoco lo hacía mejor, pero cada foto que capturaba, al visionarla en la pequeña pantalla después de hecha, se transformaba en una imagen digna de cualquier reportaje nocturno. Así, tomé varias, hasta que volví donde la grabadora.
Me senté, saqué un cigarro y lo encendí disponiéndome a ver lo que había inmortalizado. Fui pasando hasta que la calada al cigarro se quedó contenida. ¿¡Qué coño!?
Amplié la captura en la pantalla. En aquella foto había una mujer con una especie de camisón largo, vaporoso y amplio. Con el cuerpo rígido y con la cabeza en alto, como implorando. Tiré el cigarrillo al suelo y tomé la cámara con las dos manos pasando a la foto siguiente. En aquella estaba más cerca de mí, si bien salía casi del objetivo porque por supuesto, no la estaba fotografiando a ella. Pasé las demás imágenes y no apareció más.
Resoplando, me levanté de nuevo y cogí la linterna junto con la cámara dirigiéndome a donde se suponía estaría ella. Hice una captura, miré la pantalla y pasé al modo reproducción. Allí estaba, pero más cerca. Amplié y lo que vi me heló más que el frío que hacía allí y del que no me había dado ni cuenta. Cada vez que ampliaba (en mi cámara deja cuatro toques), la femenina cabeza dejaba de mirar al alto, para acabar deteniéndose sus ojos en los míos. Me fijé en que estaban vacíos, eran dos cuencas negras. Y su cara, una mueca de dolor que te dejaba sin aire.
Un respingo recorrió mi espalda de arriba a abajo, al fin sentí el frío y giré el selector de la cámara para apagarla. Tenía que ir a por la grabadora y ponerla allí unos minutos. De la que me giré, fue como si algo me agarrara por el hombro. Ya estaba sugestionado. Me negué, yo no me sugestiono.
Dos o tres minutos después estaba de vuelta, me senté en una piedra, coloqué la grabadora y encendí otro cigarro. Cuando terminé, la cogí y me dispuse a escuchar.
Vacío, solo un vacío... Como si no hubiera ni aire. Allí no había nada grabado. Menos mal que eran menos de cinco minutos. ¡Qué esperaba encontrar! ¿Acaso que algún espíritu me contara sus penas?
Guardé el paquete de tabaco y miré a ver qué más podía mirar por allí; a la derecha había unas escaleras hacia arriba, a la izquierda, hacia abajo, se suponía que unas antiguas mazmorras. Si quería encontrar algo, allí sería el lugar ideal. La pantalla de la grabadora ponía que quedaban 22 segundos para finalizar tan buena audición. Fui a pulsar el botón cuando lo escuché perfectamente. Una mujer clamó:
«ساعدني في إنقاذ ابنتي»
«Ayuda, salven a mi hija»
Ahí me di cuenta de que toda mi investigación había tenido al fin sus frutos. Mi ahora helada sangre formaba parte de ese lugar. Levanté la cabeza hacia donde estuviera la mujer.
—Lo siento, siento lo que te hicieron. Me avergüenzo de descender de tu hijo. Pero ahora, haré historia, ahora sabrán de vuestra desdicha. No dejaré que tu casa y tu sangre desaparezcan en el tiempo.  No hizo falta grabadora para el aullido que llegó a mis oídos. El cielo verde desapareció y se tiñó de rojo. Comenzó a llover carmín.
Al día siguiente, echaron la culpa a un escape químico en una planta cercana.
Hoy, vuelvo al lugar con un libro bajo el brazo. Unos aplausos me sacan del recuerdo, me levanto, subo al escenario y me dispongo a agradecer el Ministerio que por fin hayan accedido a aceptar las ruinas como patrimonio histórico y vayan a restaurar el lugar.
Por mi parte, cumplo lo prometido, vengo a presentar la historia de mi familia.

*EPV . Grabadora de psicofonías, parafonías o fenómenos de voz electrónica. En jerga coloquial, para grabar voces de fantasmas.

Muchas gracias por pasarte, leer y comentar.

Que las ánimas te acompañen.

ALARMA (2ª parte)




Sirvo, en dos vasos de tubo, el vino rosado y aromático de una botella de reconocida marca comercial.  Sé dónde está todo porque en la cocina, cómo no, hay también una cámara. Lo que no encuentro es aceituna ninguna. Descarto gritarle la pregunta. Tomo los dos vasos y me dirijo al salón. Allí no está.
Me acerco a la salida al porche, y a través del vidrio veo el conjunto de sillas y mesa de mármol del que disfrutan las noches de cielos despejados.
¿Dónde se habrá metido?
Dejo los vasos en la pequeña mesa del salón y saco el móvil de mi chaqueta volviendo a activar el sistema.
Tengo la intuición de que sé dónde está. Y acierto: en la habitación.
Sentada en la cama, mirando a la cámara. Con una mano, indica que me vaya a sentar junto a ella.
Sonrío, vuelvo a desactivar el sistema, tomo los vasos y voy escaleras arriba.
—No encontré las aceitunas —digo cuando llego ante la entreabierta puerta y me dispongo a usar mi pie.
—Pues aquí no vengas sin ellas. La aceituna es imprescindible para mí. Están en el armario bajo del que cogiste los vasos.
Su voz, tras la puerta entreabierta, tiene un tono sensual que me electriza.
—Yo... Pero ¿dónde dejo esto? —pregunto mirando los vasos que llevo en la mano.
—Tampoco pesan tanto.
Me encojo de hombros y regreso escaleras abajo.
Abro el mueble y allí encuentro seis latas de aceitunas. Abro una, me como varias, y echo dos en cada vaso.
Arriba abro la puerta y la encuentro sentada en la cama, con las piernas cruzadas y sus pies descalzos. Hago lo mismo a su lado y percibo su perfume herbal.
Todo lo que hablamos por teléfono, no sé qué nos pasa que no encuentro tema de conversación al estar frente a ella. Pero no soy el único. Le di el vaso y desliza la yema del dedo índice por el borde. ¿Nerviosa? ¿Aburrida?
No da ni un sorbo. Me levanto, tomo su vaso y llevo los dos hacia una cómoda. Los dejo encima de un plato de hojalata antiguo para que no quede marca sobre la cara madera del mueble y regreso hacia ella.
Me quedo de pie frente a sus rodillas y me mira. Mezcla de deseo y dubitación.
Extiendo mis manos y las toma. Yo querría levantarla, pero tira de mí y me caigo sobre su cuerpo. Percibo en mi nariz el olor de su desodorante. Mi cabeza oye sus latidos acelerados. Mis oídos están atentos a su respiración, la cabeza se mueve con su pecho arriba y abajo, con cada inspiración y expiración.
Nuestras manos han quedado unidas sobre la cama, cada uno, con los brazos en cruz. Las suelto y coge mi cuello, dándome a entender que estoy muy abajo para lo que quiere, que es que la bese. Me deslizo sobre ella y mi cuerpo arruga su falda hacia arriba.
Nuestras bocas chocan con ansia, nuestros labios se abren y nuestras lenguas intercambian sabores.
No puedo más y mis manos bajan hacia sus caderas, las cuales tienen un pequeño movimiento de lado a lado, meciéndose como una pequeña barca anclada a un puerto.
Abre sus piernas y mi pelvis se acopla a la suya. Descansa sus manos en mis nalgas y aprieta la carne haciendo que muerda sus labios y que nos quejemos haciéndolo mutuamente. Me pongo de rodillas entre sus piernas admirando la perlada piel de sus muslos. Está ruborizada y sudada por completo, el vestido se pega en la parte superior, en la inferior… En la inferior deja de tener prenda alguna mientras yo me deshago del pantalón y lo que hay debajo. Volvemos a juntar nuestras pelvis sin telas de por en medio.

Muchas gracias por pasarte. Esto es todo... ;) 

StockSnap en Pixabay.

ALARMA... (1ª parte)


 







Hace cuatro años que la conocí.
Y hace unos meses me la encontré por una conocida red social. Recuerdo aquel día, cuando yo tenía un perfil de empleo más bajo y fui a su casa de «alto estatus» para instalarle una alarma. Es más joven que yo, e iba... Fue en verano, en el sur de España, y ya sabemos el calor que hace en esa época. Salió a recibirme con un pantalón corto y una camiseta de tirantes. Nada provocativo, pero es que ella da igual lo que se ponga que siempre estará imponente. Con ese halo de sensualidad, delicadeza y refinada clase.
Está y estaba casada. Y por dejar claro todo, aquel día ninguno de los dos se propasó por más que lo deseáramos. Ni siquiera le dí la mano. Perdimos el contacto y no nos volvimos a ver. Un par de cervezas más tarde, aquel día me marché de la casa donde vivía; con un pensamiento bien seguro, había encontrado a la mujer perfecta.
Sé que no tiene niños. Él no los quiere, según le dijo con tacto un día: «son un estorbo para los negocios». El «él», es un reconocido inversor financiero. Ella trabaja desde casa con temas de creación de contenido y comercio digital.
Por mi parte, le conté que al fin soy mi propio jefe. De una zona bastante amplia, el noreste de España. Que me establecí en la zona y que tampoco soy feliz en mi matrimonio. Estoy todo el día viajando y ya sabemos qué pasa cuando una de las partes no está mucho tiempo con la otra.
Me convertí en su confidente, en su paño de lágrimas, así como en su compañero de alegrías; en una especie de psicólogo al que consulta por teléfono.
Me dijo ayer que su marido estaría de viaje tres días.
Bajo su consentimiento, hace otros que la observo gracias a las cámaras.
Se lo dije ayer. Le dije que no podía más, que iba a verla. Le conté una excusa a mi mujer, que tenía un viaje de negocios —no se lo creyó, por supuesto, pues ella tiene «los suyos»—, y que volvería dentro de dos días. Me sonrío desde el sofá, donde lee y habla por el móvil sin prestar atención a nada más. Yo no tengo hijos tampoco, en este caso es «ella» quien lo decidió por puro egoísmo. Dejémoslo así, no quiero entrar en el tema.
Ahora mismo estoy a pocos kilómetros. No hay tráfico y hemos hablado hace media hora. Como buen profesional, sé dónde vive y conozco su casa de cabo a rabo. Ahora, quiero conocer su cuerpo de igual forma. Nos hemos masturbado, en la distancia, solo con las palabras. Increíble. Cuando a mí, la sangre no se me va a la entrepierna ni al ver a mi mujer desnuda.
En un semáforo miro el móvil y accedo al interior de su vivienda a través de las cámaras. En un primer momento no la veo. Pulso rápidamente los iconos de la pantalla hasta que la localizo en la habitación. Acaba de salir del baño. Con un conjunto de lencería muy sugerente y de tamaño ínfimo. Sobre la cama hay un vestido veraniego que se coloca por la cabeza de espaldas a la cámara. De repente se da la vuelta, se acerca y tira un beso. Se aleja diciendo a la lente, con la mano y el dedo índice, que la siga.
Tras de mí pegan varios pitidos.
El semáforo está verde, cambio a modo automático de nuevo y tiro el móvil en el asiento de al lado.
El pantalón empieza a incordiarme en la entrepierna.
Quedan metros, giro el volante y entro en la urbanización. Mi coche, con el reconocido logotipo de una de las mejores empresas de alarmas, no causará ninguna sospecha al entrar en la vivienda.
«Estoy aquí», tecleo cuando me detengo.
Al momento, un zumbido, y el portón se abre.
Entro por el camino de arena hasta el porche de la casa. Allí está ella, con el vestido sobre el minúsculo conjunto de lencería y los pies descalzos.
Subo las escaleras, la beso en cada mejilla y le susurro al oído.
—Déjame desconectar el sistema de videovigilancia…
—Lástima, me gustaría tener constancia de este encuentro.
La miro, sorprendido. No contaba con que fuera tan directa.
—Por suerte, por y para mi trabajo, dispongo de cámara de vídeo.
Se da la vuelta y entra en la casa.
—¿Sirves un vermut? Ya sabes dónde está la cocina. Allí, instalaste el panel de la alarma y bebimos dos cervezas hará mañana cuatro años.
—Lo sé. Te he comprado algo.
Ahora, la asombrada es ella, que sonríe y se dirige al salón.


(to be continued...)

Gracias por pasarte y comentar (o no), pero con independencia, gracias de nuevo. 

PIRO4D en Pixabay.



ENTRE EL CUERPO Y EL ALMA...



En las ruinas de la antigua fortaleza
donde dos torreones ostentan aún su grandeza,
las brujas se reúnen, danzan y enloquecen y,
tirándose de las ropas y del cabello
pareciera que invoquen o recen
mientras miran al cielo.

Aquelarres en la noche:
cuando aúllan los coyotes,
cuando los cuerpos celestes dan por terminado el día,
cuando tiene sentido la astrología.

La noche da miedo a unos cuantos,
dicen, que es cuando el demonio se puede manifestar a causa de ciertos cantos.
Diagramas astrológicos y cartas astrales
fueron descubiertos e interpretados como sobrenaturales;
con los símbolos del zodiaco, algunas sustancias y minerales
surgieron teorías culturales, morales y sociales.

Los alquimistas fueron considerados brujos
porque cuanto más diferente seas, del diablo tienes influjo.
Fue, es y será, que cuando algo no es comprensible para la mente humana
se habló, habla y hablará, de esoterismo, magia y vida pagana.

¿Por qué tenéis miedo de lo que no se ve?
Es una pregunta que me viene a la mente
de la que sigo esperando respuestas,
alegaciones, argumentos y pretextos.
Yo mientras, seguiré con versos,
invocando, explicando y defendiendo
algo fuera de mi entendimiento.

Muchas gracias, siempre, por pasaros y comentar. O por pasaros nada más. Soy fácil de contentar...

LA PÍCARA DURMIENTE




El rey y la reina eran felices, pero por más que lo intentaban, no acababan de tener un hijo. Como tampoco tenían mucho más que hacer, se pasaban el tiempo en el dormitorio real. Hasta la servidumbre llevaba los alimentos a los aposentos.
—Ay, Arturo.
—Ay, Sofía. Cualquier día me matas con tus manías. Que nos dijo el curandero, que había que ponerle más esmero, no romperme el cuello.
Sin conocimiento ninguno de fórmulas y posturas recomendables para conseguir tal propósito, practicaban la común, pero Sofía era muy dada a los imprevistos.
—No se queje, que soy yo, mi rey, quien todo el día está sin ropa y dispuesta para usted.
—Y yo encantado, mi señora, de disfrutar su desnudez.
—Pues disfrute usted estos días, mi señor, porque en breve se irá el calor. Y no estoy dispuesta a coger un resfriado por estar todo el día en este estado.
—Mi reina, yo creo que antes, tal y como copulamos muchos más días no serán necesarios.
Varias veces al día, con normalidad después de las comidas principales porque tenían más energía, sacaban las bandejas afuera y así, nadie les interrumpía.
—Señor, pero déjeme usted hacer reposo, que se queja de que le rompo el cuello y usted está siendo peligroso.
 —Sofía, si a estas horas estás en la cama tendida como te da la gana, soy yo quien tiene que poner el empeño y las ganas.
—Es que me marea usted con tanto vaivén, y mi estómago no lo lleva bien.
—Mi señora, yo intento ser comedido, pero ya sabe usted, que después de metido...
Un día, la reina, cansada de tanta cama, pidió a su marido cambiar de lugar. Acabó sentado en su trono con su mujer delante y con intención de cabalgar. Lo miró y pidió que hiciera de rey, ordenando y mostrando su cetro.
—Mi señor, déjeme ver el artilugio al que yo le doy refugio, pues usted a mí me pide que exhiba mi cuerpo, pero yo no recibo el tratamiento correcto.
—Tus deseos, amada esposa, son órdenes para mí, pero ten en cuenta una cosa, después no seré misericordioso, por hacerme ahora sufrir.
Así lo hizo y ella se arrodilló. Acarició arriba y abajo, y durante minutos, dejó labrado y lustrado su bastón.
—¿Desea mi señor, que ahora le dé cobijo? ¿Qué intente de ese modo darme un hijo?
—Esperaba de ti la pregunta, así que por favor, súbete de una vez aquí y disfruta.
Comenzó a cabalgar como hace con su montura cuando quiere correr por toda la llanura. Las manos del rey amasaban el cuerpo de su reina, nunca en la vida se había comportado así. Y le gusta, mucho, tanto como para desear que no se quede embarazada en tiempo, para disfrute de su cuerpo.
—Mi reina, estás poseída. Nunca te vi con esta energía. Como sigas con el galope, voy a relinchar a ritmo del trote.
—Mi rey, usted disfrute y déjeme hacer mi trabajo. No piense en otra cosa, que se le nota aquí debajo.
La reina clava las uñas en sus hombros, enloquece, aprieta... Y el Rey lo suelta. Extasiados, se abrazan pensando en que quizás sea suficiente por ese día, pues llevan desde mediodía. La reina se levanta y su níveo cuerpo se aleja hacia una palangana con agua.
***
Aproximadamente siete meses después, nació una niña. Hermosa, rubia, con piel blanca y ojos del color de las esmeraldas. El Rey ordenó preparar la mayor fiesta vista en sus dominios e invitó a todos, menos a los niños. Lo malo, que se les había roto uno de los platos de oro, y decidió invitar a doce hadas solo. Se dejó a la que peor le caía, y por qué no decirlo, la que también más fea le parecía.
Con la fiesta, llegó el jolgorio.
—Arturo, esto se está desmadrando —previno la reina su corpiño ajustando.
—Mi reina, ¿no te estarás asustando?
—Sí, me parece poco decente lo que hace esta gente.
—No creía que fueras a asombrarte después de lo que hicimos en algunas partes.
—Mi rey, si bien es cierto que se sabe que usted y yo tenemos una vida jocosa, ninguna más le ha visto esa cosa —alega señalando su entrepierna.
Anticipándose a los hechos, la sala tenía a lo largo de las paredes varios cómodos sillones, donde ya se veía a caballeros con las piernas tapadas por gruesos faldones.
—Pues como dices, mi reina —dijo el rey levantándose y pidiéndole la mano a ella—, venga usted a quitarme la pesadez de entre las piernas.
—Le recuerdo al señor, que tenemos un bebé y que le tengo que dar de comer.
—Y yo, le recuerdo a la reina, cuál es su deber...
La Reina y el Rey, viendo que se les hacía caso omiso se retiraron sin siquiera pedir permiso. La pequeña Aurora dormía, cuidada por su nodriza, en una habitación en la lejanía.
—No sé si habrás, mi reina, comido bastante, pero mira, lo que tienes delante.
El rey se despojó de sus engalanadas ropas en poco más de un instante.
—Válgame el señor...
El rey agarró las ropas de la reina por los hombros y tiró. El corsé saltó.
—Mi señor, el vestido, era nuevo...
—Mandaremos que te hagan miles, pero no quería perder el tiempo, quiero ya probar tus mieles.
—Ay, mi señor —dijo la reina cuando lo tuvo adentro—, recompénseme de los meses de asueto.
Mientras, el hada número trece llegó de imprevisto y escandalizada se quedó, prefiriendo no haberlo visto. La música cesó tan de repente, como mudas de gemidos y gritos, toda la gente.
La bruja, más que hada, estaba encolerizada. Chilló que la niña sería embrujada y cuando fuera adolescente y con una rueca se pinchara, se dormiría; hasta que un príncipe, buen amante de verdad, la despertara.
Nadie se dio por enterado y se marchó peor que había llegado. La venganza sería servida, a ver luego, quién se reía.
—Ya llegó esta aguafiestas e hizo bajar las ballestas —se quejó el hada número tres.
—Ya te digo, qué mal tomada solo porque no había sido citada —alegó la número seis.
***
Aurora creció y decenas de pretendientes querían probar sus mieles, tocar sus desniveles, meterse en sus vergeles. Aunque en el reino prohibieron los husos, encontró uno abandonado y en desuso.
Tras el pinchazo, Aurora cayó al suelo profundamente dormida. Sobre telas y cojines, amortiguada su caída. En kilómetros a la redonda, todos se fueron desvaneciendo, desde los más pobres campesinos, a los más ricos del reino.
Los rosales crecieron y fueron invadiendo con sus zarzas y aromas, animales y personas. La leyenda se fue extendiendo y muchos hombres perecieron.
Pero llegó un día, en el que un príncipe recién llegado a la región, quiso investigar y ver a «la tentación».
—Me dijeron que aquí no me internara, pues es zona embrujada. Pero tengo oído que la moza es bien hermosa.
Entró al sótano del castillo como pudo, pinchándose y arañándose, dejándose parte del cuero cabelludo.  La muchacha, tal y como se había caído así se había quedado, con su vestido arremangado.
—Las habladurías eran ciertas —dijo él, mirándole las piernas abiertas.
A sus pies había por lo menos, una docena de caballeros en cueros.
Todos lo habían intentado, pero por alguna razón, no habían acabado. Se acercó a la muchacha y miró su vestimenta. Imaginó lo que escondía, y sintió entre sus piernas un cúmulo de alegría.
Estiró las de la muchacha y se bajó sus calzones, se arrodilló entre las zarzas, pinchos y flores. Haciéndose arañazos en las manos, buscó la tierra yerma. Así que se abrió paso y llegó a su entrepierna. Con dedos ágiles de explorador y cazador, fue abriéndose paso entre el escozor.
Dirigió firme y rápida su arma, lista, preparada y con carga. El cuerpo de Aurora se movía, se deslizaba arriba y abajo bajo su hombría.
Las zarzas y espinas comenzaron a retirarse; una luz, de afuera, a reflejarse. Los pechos de Aurora comenzaron a subir y a bajar, y el príncipe, dejó de considerar.
La muchacha abrió la boca y soltó un gemido. ¡Estaba viva, lo había conseguido! Después abrió los ojos, lo miró, y lo dejó sorprendido cuando con sus manos se desató el corpiño haciendo que el príncipe, profesara un alarido. Los hombres de alrededor, se fueron levantando sin pudor. Tropezando, atontados, marchándose avergonzados. Hasta que se quedaron solos y Aurora pidió que por favor, repitiese la operación, puesto que estaba dormida y necesitaba entrar en calor.

Muchas gracias por pasarte. Agradezco tus comentarios. 

Foto: Shrikeshmaster en Pixabay

NOCHE DE SERVICIO



 

Sábado, pero esta vez, invierno. El agua golpea los cristales y el viento aúlla al pasar entre las cajas de las persianas. Vicky se casa en dos semanas y decidimos alquilar un ático de lujo a las afueras de la ciudad, en vez de ir a algún antro de por ahí. Lo que no sabe, es cómo y quién llegará en poco más de media hora. A través del ventanal, que ocupa toda la pared del salón, vemos casi el abismo bajo nuestros pies. Estamos bastante borrachas, algunas más que otras, y la música suena a todo volumen. Dicen que los edificios antiguos tienen la mejor insonorización del mundo.
***
Maldita noche de servicio. Los puñeteros recortes del post-Covid hacen mella y me encuentro patrullando, solo, la ciudad. Jarrea y hace frío. Tendría que dejar de hacer el turno nocturno, pero en él tengo más pluses y por lo tanto, cobro más. Cosa que para los planes que tengo, es muy necesaria.
La radio transmite un «código 10» acerca de una fiesta o algo similar en una de las zonas más elitistas de la ciudad. Respondo que me encargo. Arranco y llego en pocos minutos. El edificio tiene diez plantas y fachada ornamental. Con balcones engalanados de flores. La puerta es inmensa, y tienen portero. Por su media mitad acristalada veo que se acerca un hombre de unos sesenta años a abrirme.
—Hola, gracias por venir tan pronto. Los vecinos del piso inferior al ático se quejan de música alta. A veces ocurre. Lo alquilan para eventos. Las paredes son gruesas, pero si el ruido es elevado, llega a molestar —informa de la que me invita a entrar.
—Subiré a ver qué ocurre. ¿Me dice el piso, por favor?
—El último. El ático ocupa toda la planta.
Afirmo con la cabeza y me dirijo al ascensor.  Allí adentro hace mucho calor a causa de la calefacción central, y comienzo a sudar.
Nada más abrirse las puertas constato el volumen de la música. Llamo. Nada. Vuelvo a llamar.
Abre la puerta una chica de cabello moreno y ondulado, ligera de ropa, bastante sudada, como yo, y con claros síntomas de embriaguez.
—Señorita, los vecinos se quejan de la música alta. Además —aviso dándome cuenta—, no lleva usted mascarilla.
—Bah, nos hicimos la PCR ayer para poder asistir a esta fiesta sin ningún tipo de miedo —responde apoyándose en el marco de la puerta.
—Deberían de bajar la música. Si no, tendré que multarla…
Aparecen detrás de ella tres chicas más con similar condición. Con vasos en la mano y ojos vidriosos e inquisidores.
—¿Por qué no entras y nos obligas a bajar la música?
Vuelvo mis ojos a la morena. Por segunda vez, recorro su cuerpo con contorno de instrumento musical. Es un perfecto violín al que le falta un buen arco.
—Señorita, compórtese…
Pero antes de dejar de hablar, me coge de la mano y me invita a entrar. Me dejo, yo sí que no soy capaz de comportarme como debiera. Mis anhelos de juventud vuelan en mi cabeza y repercuten en mi pantalón.
—¡Vicky! Mira que tenemos aquí —dice quien agarra mi mano.
—¡Un boys! ¿Habéis contratado a un chico?
La tal Vicky se descojona.
—Pues sí que está bueno —dice otra.
Con mi mano libre apago la radio del cinturón.  La chica me lleva hacia el centro del salón y sus amigas se sientan frente a nosotros en un sofá.
—Cielo, muévete.
La morena comienza a contornearse delante de mí. Primero de frente y luego de espaldas, rozando sus pantalones cortos contra mis muslos. Toma mis manos y las apoya en su cintura obligándome a seguir los movimientos. Hasta mi nariz llega el perfume de su cuello y...  Las manos se juntan hacia adelante y uniendo las puntas de mis dedos, deslizo las palmas hacia abajo. Ella sube los brazos y rodea mi cuello.
—¡Eh! Gloria, ¿no se supone que es para mí?
Vicky está en pie y se acerca con su vaso en la mano. Se pone a mi lado y me invita a tomar.  El vodka quema mi garganta y ella no retira el vidrio de mis labios. Bebo medio como si fuera agua común.
—Se supone que deberías estar bailando conmigo —susurra en mi cuello.
Gloria se da la vuelta y me quita la chaqueta ayudada por Vicky, desde detrás. Después comienza a desabrochar mi camisa. Cuando sus uñas rojas rozan mi piel siento mareo. Vicky se pone detrás y con sus manos, desabrocha mi cinturón.
—Cuidado con la radio... —pido casi sin voz.
—Tranquilo...
El botón y la cremallera del pantalón acaban por hacer que todo acabe en mis pies con un leve tirón. Siento la mano de Vicky pellizcarme una nalga. Estoy delante de cuatro chicas solo con un slip, casi como me trajeron al mundo. Se alejan de mí.
—¿No bailas? ¿No te gusta la música? —pregunta mi violín.
—Está muy alta... —consigo responder, como un imbécil.
Vicky se acerca a una torre musical y al fin, la baja.
—Bueno, pues ya está. Ya sabes cuál es tu trabajo —reta.
Gloria se acerca de nuevo, apoya sus manos en mi pecho y me hace ir hacia atrás. Acabo sentado en un sofá. Comienza a moverse delante de mí con movimientos sensuales. Vicky se une. Sus dos amigas comienzan a besarse en el sofá detrás de ellas. ¡Qué espectáculo!
Vicky se acerca y coge mis manos obligándome a levantarme. Se colocan una a cada lado y comienzan a frotarse contra mí. Me dejo, acaban manos propias en cuerpos contrarios, probando recovecos y humedad.
Me doy la vuelta y veo en el sofá, a sus dos amigas dando rienda suelta a su gusto lésbico.
Ahora es Gloria quien coge mi mano y me lleva a otra habitación; un dormitorio. Vicky viene detrás.  Me acerca al colchón y sin demora, se quita la camiseta. Vicky, a nuestro lado, es más rápida y acaba antes en ropa interior. Aprovecha esa circunstancia para despojarme a mí de la que me queda. La mascarilla roja es mi único atuendo.
Los tres, desnudos, acabamos en la cama mezclando cuerpos y fluidos en lo que será el mejor servicio de mi vida en mucho tiempo.
En el salón suena un tono de móvil cuando llega un correo electrónico: «Cancelado evento de hoy. Lamentamos las molestias que hayamos podido ocasionarle, pero el chico sufrió un incidente de última hora».

Gracias por tu tiempo.

Y si te gustó la lectura, en este blog tienes información de mis obras. 

Foto: Pexels en Pixabay

UN PROPÓSITO EN LA VIDA


 


 

Neko Larraz dice ser el pediatra desde hace unos años en un pequeño pueblo en el que cada vez hay menos niños. Eso es lo que las gentes saben de él.
De madre japonesa y padre español, decidió cursar su carrera en la tierra de su madre y regresar a la de su padre para trabajar. De estatura baja, delgado y con varias arrugas en sus ojos a causa de su  semblante risueño, todas las mañanas espera oír las historias de miedo que le cuentan los pequeños.
Fantasmas, monstruos y brujas... Cantidad de seres determinados y sin determinar aparecen bajo las camas, tras las puertas de los armarios, y en el baño cuando se levantan en la noche y no pueden encender la luz.
Los cachorritos humanos y sus miedos... Pero para eso está él allí. Él y su familia.
Por las mañanas se dedica a escuchar a padres afligidos y niños asustados sentados al otro lado de la mesa, e intenta dar soluciones. Tiene un Don para tranquilizar a unos y a otros.
Por las tardes regresa a casa pensando que por fortuna sus hijos no son así. No tienen miedo a monstruos y mucho menos a la oscuridad. Son muy cachorros aún y no poseen la facultad de alternar su forma.
Cuando regresa, en el jardín de la casa, deja su maletín escondido debajo del inmenso gnomo de cerámica con seta incluida. Mira y olisqueaba alrededor, y después se sienta y cierra los ojos.
Lo siguiente es entrar a través de la gatera de la puerta trasera de la cocina. Allí están sus dos hijos y Musume, su pareja, esperándolo con comidas de diferente sabor, que ella se encarga de pedir por internet.
Intentan mantener como pueden la buena apariencia de la casa. Así que Musume, por las mañanas, también alterna su forma y hace las labores domésticas. De la parte de afuera se encarga Neko cuando los vecinos duermen, normalmente antes de irse a trabajar. Los gatos madrugan mucho y son sigilosos. Por suerte las casas más cercanas están a un cuarto de kilómetro.
Llevan así años; desde que su dueño, ya viudo, falleció. Nadie se enteró y comieron su carne y bebieron su sangre al no disponer de alimento. Ahí comenzó todo. Con ayuda de la oscuridad, un día enterraron los huesos junto con su mujer. Después tuvieron que inventarse la historia de Neko. Por suerte, la mujer de su dueño había sido historiadora y no fue difícil conseguir documentos falsos e inventarse una historia. El simbólico lenguaje no es fácilmente entendible para muchos humanos y los documentos fueron admitidos sin mucha demora. Algunas noches, sus peludos y elegantes cuerpos se sientan sobre su tumba y les hablan en japonés y español.  Los gatitos, que llevan el nombre de sus dueños, no pueden hablar siendo todavía cachorros, pero observan todo con atención. Algún día serán importantes en la vida de una persona y su cometido ahora es aprender.

Foto:Prawny en Pixabay