Un haz de luz ilumina la excavación.
El cielo está rojo
y los rayos amarillos se vislumbran perfectamente. Como en una
tormenta de verano, cuando no hay nubes.
El fuerte viento
comienza a traer una especie de ceniza marrón hasta nuestros
rostros. Delante de la tolvanera y bamboleándose entre las dunas,
los todoterrenos de algunos compañeros avanzan enloquecidos.
Varias personas, con
plásticos y tablas, llegan hasta nosotros, que ya nos asemejamos a
unas croquetas con generoso rebozado.
Pequeños remolinos
de polvo hacen que se nos seque la boca, que se tapone nuestra nariz
y que se irriten nuestros ojos.
Los pulmones
comienzan a pesar. Dos compañeros tiran de mí.
Los plásticos y
tablas ya cubren la fosa y los incipientes huesos, pero no va a ser
suficiente. De un manotazo, me suelto y corro por la ladera de la
excavación hacia uno de los vehículos. Uno de mis compañeros,
corriendo en contraria dirección, con gestos me pregunta qué
narices estoy haciendo. No presto atención y se gira, siguiéndome.
Entro al coche y
arranco el motor. Él se sienta al lado diciéndome que estoy loca,
que en su parte de la excavación desapareció todo.
Estamos ante una
tormenta de fuerza descomunal.
¡Comienza a llover!
Los limpiaparabrisas
se rompen al momento a causa de la masa color rojizo que cubre el
vidrio. No tengo ni idea de por dónde voy a bajar a donde quiero. De
repente, nos inclinamos hacia adelante, hacia el vacío. Y caemos.
La defensa del coche
toca la arena del fondo y con un sonido lastimero de la carrocería,
se desprende. Nuestras cabezas pegan en el techo cuando las ruedas
traseras quedan a la altura de las delanteras.
Acelero, patinan.
¡Más despacio!,
grita mi compañero no sabiendo dónde colocar las manos por si
volcamos.
Lo hago y el coche
avanza. Sigo sin ver.
Espero no cargarme
el descubrimiento del siglo: un osario, restos humanos, soldados
apilados junto con sus lanzas, arcos, escudos y demás armas.
Sobresalen los huesos de un felino grande, sobre ellos y con una
expresión tal y como si el animal hubiera sido enterrado con vida.
Lo descubrimos por
la mañana y el cielo se tiñó de rojo, pero el servicio de avisos
no detectó nada.
Gracias a la
sombrilla calculo dónde estamos y paro el coche.
La lluvia es roja
como la sangre.
El viento arrecia.
El coche parece querer levantarse. Dentro, nos abrazamos y cerramos
los ojos. Algo impacta contra la ventanilla. Deja una mancha carmín.
Más golpes. Algún alarido.
El viento brama.
Son unos diez
minutos horribles en los que por fortuna, no salimos volando.
Sentimos un vacío y
entreabrimos los ojos. Las ventanillas están teñidas con los
colores de las puestas de sol.
A duras penas,
abrimos las puertas. Hay como treinta centímetros más de arena
sobre el suelo.
Y muchos bultos,
como las jorobas de los camellos, como si bajo la arena hubiera un
dragón.
Bajo la arena están
los cuerpos de los desobedientes, los indiferentes, los que de verdad
no protegieron a Sejmet.
Muchas gracias por vuestro tiempo.
Foto: Taryn Elliott en Pexels.