Maldita
Así estaba. Sabía
que no podía enamorarse de nadie. Más bien, no debía, porque ese
nadie tendría los días contados.
Así, generación
tras generación, desde que antaño, una bruja maldijera a una mujer
de su familia.
Todos huérfanos, de
padre biológico y de los siguientes, si hubiere.
Anabel, a sus
treinta y pico años, quería formar una familia; su reloj biológico
gritaba queriendo ser madre y ella anhelaba una estabilidad en su
vida.
Novios, bastantes,
sin que ellos tuvieran opción. Querer, vaya que quiso, amó a
algunos, pero no podía hacerles daño.
Se planteaba como
egoísmo sus ansias de ser madre porque sabía que tener una niña
significaría seguir con la maldición.
Los niños no la
sufrían.
¡Pero sí sus
hijas!
Su madre llevaba
tres maridos muertos. El cuarto fue informado y la tachó de loca,
apartándose sin más y haciendo que ella enfermase. Porque así
maldijo ella: la mujer que advirtiera sería castigada con una de
las enfermedades más temidas y mortales del mundo actual.
Así era, su madre
tenía cáncer y una expectativa de vida de menos de medio año.
Recurriría a un
vientre de alquiler, ella no alumbraría y no conocería al padre.
Nadie saldría perjudicado. Salvo que su hija fuese una niña.
Eso pensaba mientras
tomaba un café. Cogió el móvil y marcó el número de teléfono de
su madre.
No respondió.
Una punzada en el
bajo vientre hizo que resbalase la taza de sus manos.
Al dolor le siguió
un flujo sanguinolento que le provocó calor por sus mulsos y goteó
en el suelo.
¿Qué pasaba? No le
tocaba la menstruación. ¡Y menos de esa manera!
Marcó rellamada
mientras se levantaba, y con un paño de cocina, evitó seguir
manchando el suelo en su camino hacia el cuarto de baño.
Su madre respondió,
estaba en la ducha, recién había salido.
Anabel le dijo que
pasaría a verla tras escuchar un “como siempre” a su pregunta
apurada de qué tal estás.
Al colgar, las
lágrimas resbalaron, silenciosas, por sus mejillas. Algo en su
interior le decía que había sido mala idea el fin de semana de
hacía casi dos meses con aquel compañero de trabajo llegado desde
una provincia, a más de quinientos kilómetros, para coordinar el
suyo.
Nunca en su vida
había sentido, ni actuado, en la cama, como con él. Aquel deseo no
era común en ella.
Hablaban a veces.
Lo tenían todo
claro: nada de implicaciones más allá de la cama y el goce.
Abrió un cajón del
armario del baño y sacó una prueba de embarazo de farmacia. No era
factible, pensaba, porque tomaba la píldora a conciencia.
Pero la eficacia es
del noventa y nueve por ciento.
La hemorragia fue
cesando.
Esperó en el suelo
del baño, sentada, con las piernas encogidas, sobre una toalla
teñida de rojo.
Pensó estar
viviendo una maldición cuando la pequeña pantalla digital del
aparato le confirmó su embarazo.
Él vendría el
próximo fin de semana. El viernes habría resultados de empresa y
pensaban disfrutar el sábado el uno de la otra.
No le diría nada.
Solo ella sabía que
su vida estaba destinada a acabar pronto.
Por otra parte, el
puesto de él sería de ella.
Se rió por pensar
cosa tan absurda en ese momento, pero siempre había sabido sacar lo
positivo de todo.
Se incorporó para
ducharse. Tenía una cita con su madre.
Muchas gracias por pasarte.
Foto: Pixabay.