AL FINAL DE LA ESCALERA
Cómo duerme…
Me acerco a su rostro y percibo la suave respiración de su sueño sosegado.
Mi mano se acerca a su mejilla cubierta por un incipiente vello, pero no... no puedo tocarle.
Así hago noche tras noche.
Desde hace muchísimo tiempo.
Más del que ellos sabrían responder ante una pregunta rápida.
La cortina de la ventana, corrida casi por completo, deja vislumbrar un nuevo día. Un nuevo amanecer para él: vida.
Una lágrima intangible pugna por salir de mi ojo derecho, pero ya no me quedan, ni agua, ni albúmina, ni tampoco sal.
Debo de retirarme con mi vestido de volantes y encajes antes de que se despierten. Aunque no me vean, sé que hay estados en los que los humanos son especialmente sensibles. No quiero alterarles. No tiene ningún sentido.
Me doy la vuelta pisando mi vestido, que ondea sin peso y sin viento, y que cubre un cuerpo de formas confusas.
El hombre se agita en la cama justo cuando a mis espaldas comienzan a quedar los interminables escalones que suben hasta ese dormitorio situado en la almena del castillo, ahora reformado y convertido en hotel de lujo.
Un castillo, que fue de mi posesión y de mi familia. Que antaño quedó casi en la ruina, tras muchas guerras, actos de sabotaje varios, y después de que a nadie le interesase adquirir «cuatro piedras» en las que habría que invertir mucho dinero.
¡Cuántas noches salí de debajo de la lápida y lloré!
Siempre me pasa igual: en la puerta, con letras de metal dorado, hay una placa clavada con la palabra «Suite». Me echo atrás cuando la mujer (en su mayoría) que allí descansa, sí que tuvo la suerte de casarse y ahora está con su amado al lado. ¡Cómo podría yo, privarla de ello!
No soy nadie para elegir cuándo una persona debe de dormir el sueño eterno.
En la reconstrucción del complejo respetaron el cementerio, ahora cerrado y al que solo se puede acceder a él con una justificación mayor.
Debiera dejar de intentar encontrar a mi alma gemela. Llevo siglos así y nunca me decido por ningún hombre.
Quizás alguien se pregunte qué pasa, si no hay más habitaciones.
Sí, por supuesto. Pero en esa torre, morí yo. En la noche que debiera haber estado allí acompañada, cuando la tristeza e impotencia me pudo, decidí qué no me importaría vagar para siempre entre el mundo de los vivos y muertos.
Fui y soy observadora de los hechos, de las injusticias que se hacen los humanos unos a otros. Fui observadora, y sentí por y con todos; siempre eché de menos saber la razón por la cual, mi amado desapareció sin dejar rastro ninguno poco tiempo antes de nuestra unión. Quizás, solo quizás, me lo encuentre cuando yo salga del Purgatorio, viva otra vida y muera.
Exhalo mi último suspiro de nuevo cuando atravieso una lápida que cubre la tierra y bajo las escaleras que me llevan a mi eterno descanso dentro de esta caja de madera podrida. Me siento despacio sobre donde hace años estuvieron mis huesos. Ahora son polvo blanco mezclado con tierra y barro. Siguen atravesados por astillas, doliendo como cuando aquella, hipotética, atravesó mi corazón. Siempre lo supe, la sangre abandonaría mi cuerpo y mi delito sería castigado haciéndome vagar años y años. Haciéndome clamar y ansiar más cada día, un cuerpo en el que renacer, vivir y morir. Cuando quisiera hacerlo, desgastado, no impuesto.
De nuevo, muchísimas gracias por pasarte por estos lares. Te agradezco infinito tu tiempo.