NOVELISTA. AUTORA AUTOPUBLICADA.


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Alex Florentine

EL LIBRO


 



Decían del libro, que tenía más de 400 años y escondía encantamientos y conjuros de antaño.
Había viajado más de cinco mil kilómetros para asistir a la subasta. Pero ya sabemos cómo van los aviones y más, en estos tiempos. Así que ni llegué. Gracias a mis contactos supe quién había sido el afortunado. Un típico señor adinerado y entrado en años. La suma que había pagado, de todos modos, era bastante superior a lo que yo podría haber pujado.
Escogí un hotel cerca de su domicilio, bastante caro, porque el señor vivía en una ostentosa casa en el centro.  Uno de mis contactos me dijo que era viudo y que solía ir a cenar justamente, a donde me alojaba yo.  El hombre en cuestión portaba un sello en su mano derecha, en el dedo meñique. Era una característica que podría ver a simple vista, no en vano tendría que acercarme.
Afuera estaba oscuro y las calles de la clásica ciudad me hacían recordar las películas antiguas de asesinos en serie. Con el frío que hacía, no había ni un alma. Me senté en una mesa cerca de una ventana, desde allí veía la puerta de su casa.
Pedí un vino de indeterminado nombre y el camarero se acercó con la intención de tomar nota sobre mi interés culinario. Le respondí que esperaba a alguien y que con el vino, estaba más que satisfecha.
El salón comedor comenzó a llenarse de gente. Todos emperifollados como si fuera Nochevieja. Las mesas libres casi habían desaparecido. Esa situación me interesaba. De la casa no había salido nadie aún. Aquella luz en el segundo piso seguía encendida. ¿Estaría enfermo? Pasaba casi media hora de las nueve de la noche. En las demás mesas comenzaban a degustar unos platos adornados con «algo» de comida, y el camarero me miraba con cara fastidiada. Normal, llevaba hora y media con la botella de vino.
Alcé la mano y se acercó con sonrisa forzada.
—Estoy esperando al señor que vive allí —le dije señalando la casa.
—Ah, sí. El anciano señor Esteban. Ya, no sé, es raro que no esté aquí. ¿Quedó con él a una hora determinada? Suele venir más pronto. Mucho más pronto.
El semblante del muchacho había cambiado y sonreía más a gusto. Supuse, que por las buenas propinas que recibía.
Decidí sonreír yo también, pagarle la botella de vino y disculparme con que iba a ver qué había sucedido.
Le dejé propina suficiente y allí se quedó, limpiando la mesa donde yo había estado para que algún burgués se acomodara.
Salí y me quedé helada. Más que helada. Metía los tacones de aguja en las separaciones de las baldosas y me acordaba del nombre de Dios en todos los idiomas. Con solo el vestido de tirantes bajo el abrigo de imitación a piel de no sé qué, estaba tiritando. Pero era lo único elegante que había traído en mi maleta.
Abrí la portilla de la casa y miré hacia la ventana cuando la bisagra avisó de mi intrusión. Ni una sombra. Subí cinco escalones de piedra y me quedé ante una imponente puerta de madera antigua con una hermosa aldaba en forma de león. No había timbre moderno, así que la usé.
Nada.
Pensé en insistir más fuerte y con el ímpetu, la puerta reaccionó. No estaba cerrada. ¿Qué coño?
Me subí el vestido y de una liga pasada de moda, solté un cuchillo de filo fino y puntiagudo. Abrí la puerta.
Estaba puesta la calefacción y no parecía haber nadie. Me quité el abrigo y lo dejé colgado de la barandilla de la escalera. Con comportamiento felino fui entrando en todas las estancias de la parte inferior. Nadie.
Miré la escalera y subí. La madera crujió levemente por más que intenté que no lo hiciera. Llegué arriba y vi la puerta abierta y la luz salir de una habitación. Las demás puertas quedaban tras de mí, pero estaban cerradas. La que más me interesaba estaba delante de mis narices.
Me acerqué, despacio, con oídos de perro. Nada, silencio. Un silencio mortal.
Cuando me paré delante, mi boca ahogó el asombro. Sobre la cama, en medio de un charco de sangre, estaba el señor con el cuello desgarrado.
Comenzó a acumularse adrenalina en mi cuerpo y entré; me acerqué. Confirmé que en su meñique había un sello. Un sello que conocía bien. Hacía tiempo que no lo veía. Desde que había renegado de la familia.
Levanté la vista y en su magullada cara me pareció ver cierto parecido conmigo.
Sí, allí estaba. Mi padre, el que me había contado historias de brujas de pequeña, el que me había hablado del libro y el poder que encerraba.
Oí detrás de mí una tabla del suelo. Me giré.
Mi gemela se me había adelantado sesgando la vida de padre.
—Nos lo metió en la cabeza, hermanita. No me recrimines nada. Hice, lo que había que hacer.

Foto:  Cocoparisienne en Pixabay

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