NOVELISTA. AUTORA AUTOPUBLICADA.


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Alex Florentine

SIN TOCAR


 


 

Hemos quedado hoy sábado, de nuevo para lo mismo, pero en plan juego. Saldremos de la rutina diaria porque es el día en el que él, al contrario que la mayoría de los humanos, llega de madrugada a casa.
Hoy, tú y yo nos acariciaremos con las palabras, disfrutaremos en la distancia; absolutamente prohibido tocarse.
Ponemos un sillón frente al otro, la mesa a un lado, cerca de tí. Nos hemos servido unos martinis con vodka y con aceituna incluida. Quedamos en ropa interior y volvemos a repetir las normas; se puede ver, oír y oler. El gusto y el tacto están penalizados.
La reto. Se inclina hacia la mesa, coge un cubito de hielo del martini, y después se recuesta y cruza las piernas como Sharon Stone en Instinto Básico.
—A ver... —comienza—. Estoy arrodillada frente a ti, te sujeto los tobillos y apoyo las manos en las pantorrillas abriéndote las piernas. Por dentro, te comienzo a pasar este hielo hacia arriba con lentitud y dibujando círculos, llego a las rodillas…
El hielo se derrite en su puño, lo acerca a su escote y comienza a refrescarse.
—¿Qué haces? Dijimos que nada de tocarse.
—Y no lo hago, es el hielo quien lo hace.
«Becka siempre es igual», sonrío mirándola para que prosiga.
—Separo tus rodillas, me meto entre tus piernas y deslizo el hielo por tus muslos; por encima y por los lados hasta tu ropa interior. Tu piel se eriza, mi aliento llega hasta tu abdomen, pero me retiro, te miro, lamo lo que queda del hielo y desaparece por completo en mi boca. Tenía tu sabor.
En el sillón, tomo aire, me había quedado casi sin respiración. Es como si despertara de un placentero sueño. Descruza las piernas y continúa:
—Te sigo mirando y me bajo los tirantes del sujetador enredándolos en los dedos, con lentitud. Es de cierre delantero, y en él, hay dos minúsculas gotitas de agua que fueron resbalando por mi escote hasta encontrar obstáculo.
Esta vez no es necesario que lo imagine. En el sillón, frente a mí, es lo que está haciendo.
Se inclina de nuevo para tomar su martini. Lo tiene más fácil, la mesa está a su lado. Supongo que lo tenía pensado todo desde el principio.
—¿Quieres? ¿Te acerco tu vaso? —me pregunta dejando el suyo sobre la mesa e inclinada hacia mí.
Se levanta con el vaso, se acerca y se pone delante. Puedo sentir que tengo todos los músculos en tensión. Se inclina y me lo da. Lo tomo con cuidado, no puedo rozarle ni sin querer su mano. Bebo, mala idea porque lo que más necesitaría es agua, no alcohol. Me queda la boca pastosa. Pero…
Entonces ella hace algo con lo que no contaba, saca el hielo de mi vaso, lo pone delante de su boca, le pasa la lengua…
—El martini deja la piel pringosa —insinúa.
Y se acerca más. Salto cuando toca mi cuello. Las gotas se deslizan hasta mi abdomen y quedan paradas en mi ropa interior. La miro, acerca el hielo a mi boca y me obliga a saborearlo. Me refresca. Está por la mitad dado mi calor corporal, y me lo sigue deslizando por el torso; con cuidado de no tocarme e inclinada. Su maldito sujetador no se cae, vislumbro cuando se agacha, su piel más oscura; la cúspide de sus cimas. La visión hace que me duelan todos los músculos y que necesite muchos más cubitos de hielo sobre mi piel.
El que tiene en su mano se acaba. Me sonríe, se da la vuelta, y contemplo su espalda marcharse con caminar sensual.
Suelto aire. Sigo a la espera. Se vuelve a sentar, pero esta vez con una pose digna de un gánster. Está empapada. Levanta la barbilla porque es mi turno.
—Tal y como estás, me meto entre tus piernas y lo primero que hago es desabrochar el maldito sujetador y…
Sonríe y lo hace. Sus perfectas formas quedan libres mirándome, retándome. ¡Joder!
—Hago como los bebés de arrullo, las enfoco hacia mi boca, las saboreo. Otra de mis manos se desliza por tu contorno, llega a tu ropa interior y deslizo un dedo por el encaje que cubre lo que me separa de ti en esa zona.
Paro de hablar, pero Becka no hace lo mismo que con el sujetador.
—Le doy descanso a mi boca y mi lengua recorre en línea recta el camino entre la llanura de tus pechos y tu ombligo. Donde meto la lengua, donde sé que tienes cosquillas.
Ahora sí que Becka se mueve. Sigo.
—El dedo, mientras, encontró un recoveco entre el encaje que adorna tus muslos y tiró de la tela, apartándola. Ahora... —Becka está muy excitada—. Ahora me levanto y tomo un hielo, pero este hielo no será para mí, cariño. Lo acerco a donde tu cuerpo late, donde más calor tiene ahora mismo. Ante el contacto, pegas un salto. Sí, no tiene comparación con ponerlo en el cuello, pero tú comenzaste, querida. Lo empujo y lo introduzco en ti. Lo extraigo, y al igual que hiciste tú antes, lo lamo. Repito la operación varias veces hasta que es pequeño y me lo meto en la boca…
—Espera —suspira Becka interrumpiéndome—. Solo hay una cosa diferente. Yo sí te toqué con el hielo.
Me mira desafiante, sonrío, me levanto y tomo el otro hielo de mi vaso, me acerco a ella y veo que quiere la representación de lo que acabo de decir, puesto que directamente, se quita la lencería. Cómo no, cumplo sus deseos. Hasta que el hielo se termina.
Nos quedamos así; sin hielo, juntas... Mirándonos y fatigadas. Me levanto y siento las piernas dormidas.
—¿Nos damos una ducha?

Foto: pexels-aleksandr-burzinskij



PERDIDA EN EL TIEMPO




Sir Pillacius me había embaucado.
Intuía que tanto bailar conmigo
y prestarme atención,
tenía gato encerrado.
Mas ahora, qué hago.
En esta sucia habitación,
desperté y me estoy congelando.
No sé por qué estoy aquí,
ni siquiera cuando subí.
Achaco a que no recuerdo,
por algo que bebí.
Amaneció afuera,
pero tras estas gruesas paredes,
el frío cala hondo,
ni respirar puedes.
Y yo, que comí poco por miedo a reventar las costuras,
ahora tengo también hambre, fíjate qué tesitura.
La ventana está muy alta,
salir por ella sería quizás para romperse la espalda.
Me fijo en que en la sala hay muchas armas, espadas, algún hacha…
Cosas que no sé usar, pues soy muchacha.
Lo que no entiendo es qué hace aquí dentro un cañón del regimiento.
Guardado como un tesoro,
no encuentro razonamiento.
Espera, oigo voces afuera.
En el pasillo, o donde quiera que sea.
Mis manos como puños golpean la puerta.
El sonido que hago es apagado, me desconcierta.
Las voces se acercan,
serán varias personas las que aparezcan.
Hacia atrás me retiro,
cuando en la cerradura escucho el sonido.
Una llave, abren…
Las personas visten con ropas extrañas.
¿Qué clase de burlas son estas patrañas?
¿No me ven? Muda me quedo,
cuando a través de mi cuerpo pasan sin miedo.
¿No me oyen? Yo sí puedo,
hablan de mí; un asesinato, solo un recuerdo.

 

Foto:  @Marijose (Instagram)

NOCHE DE PELÍCULA




 

Sábado noche, fui al videoclub a por la película de siempre. Sí, la que nunca terminamos. Una película cómica y entretenida, pero que no hay forma de terminar... Y eso que dura menos de hora y media.
Es que Jimena, no hay forma con ella. Ella es mi chica desde hace unos tres años. Trabajamos y vivimos a unos cuantos kilómetros y cuando llega el fin de semana pues…
Siempre quedamos en mi casa —yo estoy emancipado y tengo un apartamento— con el propósito de pasar una velada típica casera. Suele traer una tortilla de patatas elaborada por sus manos. Esa sí que me la como. Y ahí viene el problema…
Que la tortilla se acaba, quizás también algún pastel, golosina, algo de postre que haya traído yo o ella.
Se acaba, nos juntamos, y ahí mis ojos se van a su cuerpo. Da igual que venga vestida como para ir a un cóctel o para ir a correr al parque cercano. Sé lo que hay debajo de la ropa y ansío verlo y tocarlo tras casi una semana.
Nuestros hombros se juntan y muchas veces, ella se acuesta de lado y apoya la cabeza en mi regazo. Ahí me lo pone más fácil. Porque mi brazo se apoya en su cintura y mis dedos dibujan por su abdomen probando al poco, otras zonas.
O bien delineo cada centímetro de cadera y deslizo la mano por el melocotón que forman sus nalgas, o voy hacia adelante pidiendo sitio entre sus muslos.
Hoy está siendo una mezcla de las dos acciones. Mi mano se desliza y acaba, después de esquivar su nalga; entre sus muslos y por detrás, atrapada entre sus piernas.
Es verano, y viste con una falda de volantes y una camiseta de tirantes. La primera está toda arrugada en la cintura y la segunda evidencia síntomas de excitación a la altura de sus pechos.
No se mueve un ápice y su respiración es inapreciable esperando mi maniobra. Mis dedos tiran de la cinta de encaje que separa su cuerpo de ellos y se introducen en su interior. Jimena se mueve y respira.
¡Está viva! —chilla Frankestein en la película…

Su mano se dirige a mi cúmulo de sangre y bailamos cada uno con la suya en cuerpo ajeno. Se incorpora dando libertad a mis dedos y se pone de rodillas a mi lado, sobre el sofá. Me mira esperando y con ojos encendidos. Yo llevo un pantalón similar a un bañador de esos hawaianos con flores grandes y de vistosos colores, con goma en la cintura. Sin nada debajo. Sus ojos preguntan a qué estoy esperando y para ayudarme en la decisión, se quita la camiseta. Me faltan segundos para deshacerme de él y ser yo, quien con ojos encendidos, suplique que tome asiento. Jimena no es nada indecisa y al momento atiende mi petición; el encaje de su ropa interior es apartado por sus dedos a la vez que guía mi cuerpo dentro del suyo. Ahora soy yo quien no se mueve un ápice, se me corta la respiración y espero a su maniobra.
Al diálogo de la película le sobrepasan nuestros quejidos; a la imagen de la televisión, su torso brillante por el calor del verano. Mis dedos lo recorren impregnándose de su sal, me inclino hacia adelante, y es mi boca la que saborea su piel absorbiendo como si quisiera secarla.
El tiempo no se me hace tan largo, pero de repente y acompañando a mi explosión, suena la música final. Con el volumen tan alto que ponían en las películas antiguas. Perfectamente sincronizado. Supongo que esté dentro del guion sin quererlo. Inclino la cabeza hacia un lado y veo que salen los créditos en pantalla. Otra vez que no la acabamos.
Jimena coge mi barbilla con la mano, me mira y pregunta:
—¿Quieres volver a verla?
Le digo que sí, pero que alguien tiene que ir hasta el vídeo. Se levanta y con la falda de volantes como si fuese un tutú de bailarina se agacha delante del aparato.
—Déjala, mejor no lo conectes. Total, sería ponerla para nada —insinúo de pie tras ella.

 Foto: @Pixabay en Pexels