NOVELISTA. AUTORA AUTOPUBLICADA.


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Alex Florentine

EL ÚLTIMO PARTIDO


 


 (Ojo, puede herir sensibilidades. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Además de desgracia. Recordad que también soy escritora de terror)

Invierno. Duele respirar, se lloran los ojos, y el aliento se suspende en el aire. Las aceras resbalan a causa del frío de la noche. Pocas son las personas que se atreven a estar afuera de sus casas. Una espesa niebla hace del momento, el ideal para jugar el partido.
El campo de balonmano está a las afueras del pueblo, abandonado entre maleza. Con el suelo resquebrajado y los vestuarios vandalizados. Con unas porterías herrumbrosas y sin red; una sombra de lo que fue.
Desde el accidente de autobús nadie quiso volver a formar un equipo de nada. Tampoco nadie quiso volver a pisar el campo. En las verjas de la entrada hay de continuo ramos de flores y velas.
De entre la niebla surge un autobús de modelo antiguo, que estaciona delante del altar. Las puertas se abren y varios muchachos con aspecto demacrado, gris y sucio salen de su interior. Las flores se tornan negras y pierden sus pétalos, y las velas se encienden. Los focos del campo, a los que no llega ningún tipo de corriente eléctrica, también.
Nada más pisar el suelo, las ropas de los muchachos cobran vida. Amarillos, rojos, verdes y azules. Las grietas del cemento se sellan y la maleza se retrae. Las porterías se quejan al recomponerse y enderezarse, las redes son tejidas por arañas gigantes e invisibles.
Entre la niebla aparecen otros muchachos con sus bicicletas, el vaho de sus bocas es visible, al contrario que el de sus compañeros. Las dejan apoyadas en un muro y avanzan. El marcador se enciende; 0 para el local y 0 para el visitante.
El partido que nunca se jugó por fin tiene fecha, hora y momento. Unos cuantos años después, y entre el equipo local y los nietos de los integrantes del equipo visitante.

CAMBIO DE HORA...




Sábado, último de octubre. Esta noche coincide con la festividad del Samhain y él vendrá más tarde por el cambio de hora.
Esta tarde colgaré arañas pegajosas del techo, y calabazas felices y calaveras formarán una terrorífica guirnalda que irá de un lado a otro del salón.
En la mesa, con mantel rojo y entre telas de araña artificiales, habrá unas bebidas con cierto grado de alcohol; con unas gominolas en forma de gusano que asomarán por los bordes de las copas.
Unos aperitivos de salchichas simulando que son dedos sin uñas, con salsa roja y picante, serán lo que comamos. Con un poquito de pan. A última hora cortaré fiambre y queso… Por si se queda con hambre... Aunque no suele pasar. Si yo misma ya no tengo...
También a última hora me vestiré de vampiresa porque las ligas que sujetan las medias son un suplicio. Y malas para la circulación. Cambiaré mis zapatillas rosas y esponjosas de andar por casa, por los zapatos rojos de aguja «de las ocasiones especiales».
***
Bien sobrepasada la hora bruja solo tengo que vestirme. Me ducho y comienzo el ritual. Crema corporal con olor a frambuesas, a libertad. Bien repartida por todo el órgano más grande de mi cuerpo, la piel. La lencería la adquirí junto con el disfraz y es negra como la noche, a juego con el tul de la falda.  El minúsculo vestido se ajusta con cintas; la parte superior es un corsé que eleva el pecho y realza la cintura, y va atado desde ella hasta el escote, donde remata con un lazo rojo.
Ahora toca convertirse de cuello para arriba.
Se va a quedar petrificado cuando me vea con el cabello negro. Compré un tinte no permanente de ese color y con reflejos azulados. Mi piel parece más blanca. Le echo espuma y lo voy agarrando con horquillas con forma de esqueletos. Dejando mechones desenfadados envolviendo mi rostro. En él, aplico sombra de ojos negra, un delineador plateado y sombra de pestañas con volumen. Las cejas, marcadas con un lápiz. Un poco del mismo lápiz labial rojo me sirve para los pómulos. Después sigo por los labios, dándoles varias pasadas. Con una sombra plateada aplico golpecitos bajo las cejas para dar luminosidad. También en el centro de la boca.
Miro el reloj. Treinta y tres minutos para las tres. En la cocina, corto embutido y queso. Aún voy en zapatillas, tengo los zapatos listos en la entrada, para cuando escuche el portón del garaje.
Llega, recojo las zapatillas y me calzo, estiro mi vestido y de un botecito en la entrada, me echo colonia en los lóbulos de las orejas. Lo primero que olerá cuando entre.
Suena la cerradura…
¡Lo que menos me esperaba era verlo vestido así de elegante!
Sonríe, se acerca, hace una reverencia como si me pidiera un baile y me coge de igual manera. Su nariz huele mi cuello.
—Hoy estás espectacular.
Se separa de mí, y con sus blancas manos desata el lazo. Con una de sus cuidadas uñas va tirando de las cintas y hace que mi olor a frambuesa invada la estancia. Con sus manos comienza a abrirlo mientras su boca saborea la manteca corporal desde mis clavículas hasta donde aún sigue embutida mi cintura.
Me coge de la mano, vamos al salón, y barre todo lo que había sobre la mesa del comedor con el brazo y el viento de su abrigo. Con suavidad, me sienta y me ordena con la mirada que me despoje del vestido, mientras él lo hace del cuero que cubre su cuerpo.
Solo cubre el mío el encaje negro de cintura para abajo. Aunque sé que le da igual, como muchas noches, las telas no son impedimento para él. Se acerca y me quita los zapatos. Después, su mano se desliza sobre el elastano de una media y llega hasta la liga que la sujeta.  La suelta y va enrollándola despacio hacia mi tobillo.  Mi espalda acaba sobre la fría mesa de madera mientras repite la operación con la otra pierna.
El reloj da las tres de nuevo. La hora de siempre, la hora en la que me despierta muchas noches mientras sus dientes me muerden y su cuerpo se interna en el mío. Esa hora en la que él succiona mi sangre y yo me embebo de su simiente. No hay tiempo para más demoras... Maldita vida de apariencias. Vivir en la oscuridad es lo que tiene. Me empeño en aparentar humana cuando ya casi no lo soy. Hasta mi cabello se volvió blanco.

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Foto: Adina Voicu-Pixabay

EL POZO


 


 

Aurelia Parrales, periodista local en el periódico de «La Asturias que chilla», de Asturias, claro, se decidió por fin a investigar las extrañas desapariciones acontecidas en el Camping Municipal de la Roca el Trasgu hacía unos treinta años. Llegó, salió del coche, se estiró, y crujieron todas sus articulaciones porque el dolor de huesos y agarrotamiento en una zona con humedad es lo común.  Hacía frío, pese a ser principios de otoño, y el suelo estaba cubierto de colores dorados; de las hojas que dejaban desnudos a los árboles.
Cogió el bolso, cerró el abrigo y el coche, y avanzó rápida entre la hojarasca.
Con el cambio de hora y en aquel lugar a la sombra de la inmensa roca, en breve no se vería ni delante de las narices. Miró hacia arriba, unos apliques de cuando su abuela era pequeña colgaban de unos inmensos troncos de eucalipto asentados en la tierra.  Antiguos guías para los habitantes de un pueblo ganadero ya extinguido. Parecían guirnaldas en un árbol de navidad, de rama a rama.
En algunas de las cabañas había luz. En la recepción una señora mayor arrugadita como si hubiera estado al sol días seguidos sonrío con tal gesto, que pareció que la piel se le iba a deshacer.
Aurelia la saludó, sacó un papel del bolso con el número de cabaña y aún tuvo que esperar a que la ancianita se levantara de la silla.
***
La cabaña no estaba tan mal. Después de convencer a la señora de que la elegía por ser la más apartada, pagándole el doble, ahí estaba; con la puerta recién abierta y estornudando a causa del polvo que se había puesto en movimiento al entrar. Hacía tiempo que nadie se hospedaba allí, daba fe de ello. Cerró la puerta y un vacío la envolvió. Comenzó a emanar un olor pútrido similar a un desagüe con restos de todo lo asqueroso e imaginable, y a sus estornudos, se añadieron unas ganas de vomitar tremendas. Lo que ocasionó, que casi se ahogara.
Caminó taconeando el suelo, hasta que sus oídos percibieron el sonido hueco. Recordó la foto, aquella antigua donde se veía el pozo y su enclave. Un desprendimiento de rocas, incluida la mole que da nombre al camping, enterró todo casi en su totalidad.
Las personas temían por más y las tierras se intentaron vender a bajo precio. Así que dejaron de construirse casas en la cercanía de los acantilados, y una familia, un día, hace bastantes años, decidió invertir en los terrenos con un pequeño alojamiento rural. Tenían seis cabañas esparcidas en la subida de la montaña, y abajo en la llanura, podían estacionar caravanas e instalarse tiendas de campaña.
Se arrodilló y tiró de un listón de madera del suelo. Arañó las manos, pero le daba igual. Un olor nauseabundo la hizo vomitar la fabada que se había comido en un bar de carretera.  Sacó una linterna del bolso del abrigo e iluminó la oscuridad. Tierra oscura, mohosa, suelta y con bichitos, que con una mano comenzó a remover. Hasta que sus dedos tocaron piedra. Se deshizo de dos tablones más y la sangre de sus manos comenzó a caer sobre la tierra. El olor desapareció, se puso la linterna en la boca, y con ellas escavó.
—Mamá... Hola.
Allí estaba el pozo donde su madre, cuando ella era pequeña, se había caído un día. No habían podido localizar su cuerpo porque decían que la sonda no llegaba nunca a encontrarse con el fondo. El pozo que siempre había aportado agua a la casa de sus abuelos y la que usaron para el ganado.

Muchas gracias por pasarte por aquí.