NOVELISTA. AUTORA AUTOPUBLICADA.


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Alex Florentine

INVASION INMINENTE


 


 
El mundo, 2066
En un planeta devastado por el paso del tiempo, la inmortalidad sigue siendo el deseo y obsesión de los humanos. Sobre todo, de los más poderosos. Ellos ya habían tenido la oportunidad de viajar en el tiempo; unos pocos años al futuro, donde, según contaban alarmados a su regreso, nuestro planeta había sido invadido por seres interplanetarios que se alimentaban de nuestra sangre y órganos blandos. Al igual que los zombis se alimentan de cerebros (al menos, según las películas de hacía ya, un siglo). 
Ahora, el interés que tienen, es en conseguir algún tipo de arma con el que evitar eso.
La humanidad sufre una despoblación acusada. Tanto «jugamos» a ser Dios, que los humanos comenzaron a perder su fertilidad. Los dos sexos, sin distinción. Por ende, comenzó el tráfico de bebés; en su versión más siniestra. Las madres son, en sentido literal, vigiladas por máquinas; sin vida ni decisión propia. Y los bebés, se ofrecen a la carta, como si eligieras un café.
¿Quién vigila todo esto? Pues la policía. 
Aquí abajo, los más pobres, nos adueñamos del metro y vivimos como ratas; en los vagones. Mucha de esa supuesta policía, no es a lo que hace muchos años, hacía referencia la palabra. En el presente, sería mejor decir que son una especie de «asesinos a sueldo».
A veces, tenemos que luchar por nuestra vida, nuestras mujeres, y nuestros hijos. Por alguna extraña razón, a cuanto más pobre eres, más fértil. Así que, nuestras hijas, adolescentes, son las que más interés suscitan para los de arriba. 
Querido diario, hoy, es Navidad. En una semana, cambiaremos de año. Temo, que el día menos pensado, me aparten de mi familia. Mientras, sigo intentando contactar con ellos. Lograr entenderme. Son nuestra única salvación contra los poderosos. Mi hija, incluso mi nieta, comprendieron que ante lo que se avecina, es mejor estar bajo tierra.
 
Tony, 25 de diciembre del 2066. 
 

 
 (Me he tomado la libertad, de modificar levemente la foto del autor: by ThomasBalavoine67 (pixabay))

EL CAMPOSANTO


 



 

El estruendo de los pájaros me despierta. Miro por la ventana y constato una neblina considerable. A lo lejos, en nuestro cementerio particular, creo ver una silueta. Con la colcha por capa y sin despertar a nadie, bajo la escalera, tomo una linterna de un cajón del taquillón de la entrada, y abro la puerta.


Unos cuantos cuervos se espantan. Ahora, me acompañan. El suelo susurra mis pasos. Por contra, los árboles están mudos. Siento y oigo mi respiración. Quizás, no debiera haber salido sola del caserón. Hace solo cuatro días que nos hemos mudado. El cementerio privado fue algo que nos llamó la atención el primer día, pero tenemos tanto que hacer en la casa, que no hemos vuelto a bajar hasta aquí. Hay una pequeña portilla, oxidada, medio inclinada; abierta. Los pájaros se colocan formales sobre la verja que rodea el pequeño cementerio. Se callan, ni un graznido. Los susurros de mis pies, cesan. Los árboles siguen callados.

Escucho, y nada. Los pájaros están tranquilos, y deduzco, que de haber alguien, no lo estarían. Con el haz de la linterna ilumino todo. Nada se mueve. Hace frío y decido regresar a la casa. Me doy la vuelta y alumbro el camino de regreso. Salgo de la espesura del bosque y miro al frente. ¿Dónde está la casa? Entrecierro los ojos y fuerzo la vista. Camino un poco más; seguro es por la niebla. Me giro e ilumino a mi alrededor. Nada.

Gracias especiales a mi artista y amiga, Lola Domínguez, por poner mi cabeza en funcionamiento. 

 

APOCALIPSIS


 



Los desplazamientos en cualquier medio por carretera fueron prohibidos. Casi no podías ir ni a un kilómetro de tu casa para comprar alimentos. Si lo hacías caminando, también te podían parar. Entonces, te preguntaban a dónde ibas. Te exigían fotografías de tu frigorífico, alacena, despensa y similares; para justificar, que estuvieras en la calle.


Subieron las tarifas de luz y gas, agua, e internet. Dijeron, que era por la demanda y para poder mantener las infraestructuras. Sin embargo, esos servicios, cada vez tenían más caídas.

Decían que el sol te podía derretir la cara como si fueras de cera. Pero no se ponían de acuerdo en qué lugar y hora del mundo, podía suceder eso. De toda la gente que conocía, esta a su vez, no conocía ningún caso cercano.

Por lo visto, los síntomas comenzaban por la piel, que te empezaba a picar como si te hubieras caído entre ortigas. Después sentías comezón, y al llevarte las manos a la cara, estas se acababan hundiendo en ella con la facilidad a como las hundirías en una bechamel para croquetas.

Pasó el tiempo, necesité víveres, y se me antojaron otros artículos que me apetecía tener, y que estaba en mi derecho de adquirir. Así que, me fui por la orilla de la carretera; por la hierba que ahora pastaban las vacas, caballos y cabras ,que campaban a sus anchas por la ciudad. Las tiendas seguían abiertas decían que, «para lo básico». Y lo básico en mi caso, era un ordenador con el que hacer lo que tenía pensado.

En el camino me encontré a algunas personas, ni palabra nos cruzamos. También teníamos prohibido hablar. Era demasiado pronto para que nos pararan, amanecía, y a esas horas todavía no salían a patrullar. En mi móvil llevaba un justificante para poder entrar a la tienda de electrónica porque se lo tendría que presentar al guardia que estuviera en la entrada. En el bolso de la chaqueta, mi identificación como miembro del consejo de Investigación Científica.

No me giré cuando la última persona con la que me crucé, comenzó a chillar. Apuré el paso. Llegaba la hora y este, era el lugar que me habían dicho.

Gracias, Lola, por motivarme con tu arte. La podéis seguir en;

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