Tuve el honor de participar en el blog de GalianaYCía, con este relato por partes. Fueron siete días, Julio del 21.
LA DESPEDIDA
Es
el atardecer de un lluvioso día de invierno, la oscuridad ya inunda
todo cuando aún no es su hora, y Gala está esperando el taxi que la
llevará a la fiesta de despedida de soltera de una de sus mejores
amigas. Vive a las afueras, bastante a las afueras; «en el culo del
mundo» habían dicho varias de esas amigas de la ciudad cuando hacía
tiempo habían ido a su casa. Lo lleva bastante bien, sus padres ya
mayores, habían optado por una vida rural y tranquila y se había
mudado con ellos al perder su último empleo. Tiene coche, pero
supone que va a beber y no quiere conducir borracha. Nunca lo ha
hecho y a sus veintiocho años actuales, no lo va a hacer.
A lo
lejos divisa dos luces, el taxi se acerca. Le habían dicho que en
diez minutos estaría allí y estaba muerta de frío después de
veinte esperando. Es la primera vez que usa esa compañía, pero la
que conoce de la ciudad comunicaba todo el tiempo o algo pasaba con
la línea. Su cobertura allí es pésima y no quiso usar la
aplicación móvil por si algún dato «se perdía por el camino».
Mientras
las luces se acercan se hace un selfie y lo sube a su muro de
Facebook usando la geolocalización.
«Llegaré
en una media hora. ¡Será la fiesta del siglo! Bueno, si te casas
una vez, claro», escribe después de hacerse la foto y verse muy
favorecida. Tiene la suerte de salir así en todas, su belleza
nórdica no pasa desapercibida; con inmensos ojos azules, piel clara
con unas leves pecas y cabello rubio rizado tirando a pelirrojo. A
pesar de su destacado físico no tiene aún novio, hay algo especial
con un ex-compañero de trabajo, pero no se deciden. Tampoco tiene
prisa y menos ahora porque quiere encontrar otro empleo. ¡Para algo
se había «matado» a estudiar! Habla con él casi todos los días
por WhatsApp, pero temas superficiales del trabajo; desde que ha
dejado la clínica no se han vuelto a ver salvo en la pantalla del
teléfono. Hoy habían quedado un poco antes excusándose de que no
podría estar más tarde con él a causa de la fiesta. Lo había
notado nervioso y celoso, pero es que, ¡no se decidía!
Pulsa
el botón «enviar» cuando el coche frena delante de ella; se guarda
el teléfono en el bolsillo de la gabardina, cierra el paraguas, lo
sacude y abre la puerta trasera del coche. Cae tanta agua que no se
ve quién va al volante, tampoco ha tenido la decencia de bajar la
ventanilla para saludar. Al menos el coche es bastante nuevo, tan
nuevo como que aún no tiene anuncios por ningún lado y casi tampoco
ningún rótulo. En qué cosas se fija. Entra, pone el paraguas a sus
pies y mira hacia delante a la vez que las puertas se cierran solas.
Un respingo la sacude cuando un hombre de voz grave y seca le
pregunta.
—¿A
dónde?
Observando
la mampara de separación entre la parte trasera y delantera del
coche, Gala balbucea la dirección. Nunca ha visto un metacrilato tan
grueso ni tan bien anclado a la carrocería del coche.
—Disculpe,
hable más alto, con la mampara no la he entendido bien.
Gala
repite la dirección más alto y el coche se pone en marcha. Saca su
móvil del bolsillo y abre las Redes Sociales apareciendo un mensaje
en pantalla: «no se pueden actualizar las noticias». Mira el
símbolo de red. Sin cobertura.
ATRAPADA
El
taxi frena, gira y sale de repente de la carretera general,
desviándose por un camino sin alumbrado que no conoce. El teléfono
móvil de Gala tiembla en sus manos y un nudo creciente en el
estómago la comienza a ahogar.
—¿A
dónde me lleva? ¿Qué pasa? ¡No es por aquí! ¿Por qué nos
desviamos?
Su
horror va en aumento, su móvil sigue sin cobertura de ningún tipo y
por el espejo retrovisor, unos oscuros ojos la miran. La boca a juego
con esa oscura mirada no dice nada.
Quiere
abrir la puerta y no puede, coge el paraguas y pega al metacrilato,
dobla las rodillas y con los pies intenta empujar la mampara. Nada.
Piensa con horror que está encerrada.
—¡Hijo
de puta! ¿Qué quieres hacer conmigo? ¿A dónde me llevas?
Está
muy asustada y la educación ya la ha perdido, escudriña todas las
esquinas de la parte trasera e intenta bajar el respaldo del asiento,
que no cede. Mira hacia donde tiene sus pies y las alfombras con agua
le dicen que no hay salida, que algo le va a suceder. Comienza a
llorar en silencio, a temblar, levanta la vista al techo de nuevo y
ve un orificio en una esquina, ancho como el agujero de un macarrón
de pasta. ¿Qué es eso?
Se
estira hacia él y al momento la ciegan un humo blanquecino y un olor
picante conocido.
«¡Mierda,
me va a dormir! Está echándome gas somnífero», piensa Gala
intentando abrir la ventanilla.
Vuelve
a coger el paraguas y comienza a darle fuerte al vidrio de la
ventanilla ocasionando que la punta de plástico se rompa. Le da la
vuelta, lo coge por la mojada tela y comienza a pegar con la
empuñadura.
El
coche deja de moverse en línea recta y da unos cuantos bandazos
haciendo que se quede medio en el suelo. Le pica la garganta y tiene
ganas de vomitar, pero lo peor es que nota que está muy mareada. Se
vuelve a sentar y se dirige de nuevo hacia el hombre.
—Por
favor, por favor… No me hagas daño… —clama.
De
repente se da cuenta de que no ha pensado en lo básico, llamar al
112 es posible sin cobertura. Vuelve a sacar el móvil de su
bolsillo, sube la mirada al espejo y el hombre frunce el ceño
haciendo que el coche vaya de lado a lado. El teléfono de Gala se
cae al suelo con dos dígitos en la pantalla: «11». Su mareo va en
aumento y vomita en el suelo al otro lado de sus pies. Es como si
tuviera millones de pelos en la garganta que la hicieran tener
arcadas. Intenta coger el teléfono pero al agacharse y a causa de
los vaivenes del coche, se pega con la cabeza en la ventanilla. El
efecto es que se quede aún más atontada y dolorida. El olor de su
propio vómito la asquea y se deja vencer al final por el gas,
acostándose a lo largo del asiento de tres plazas.
—Otra
vez a limpiar el puto coche… —refunfuña en alto el conductor, al
que ella ya no oye.
EL LUGAR
Gala
abre los ojos, los párpados le pesan como si fueran persianas
estropeadas. Como capítulos de una película va viendo fragmentos de
la habitación donde se encuentra. Paredes de color melocotón
descolorido, un armario, una mesita y una silla blancas. En una
esquina, al lado de la puerta, hay un pequeño lavabo de pared y un
inodoro, tras una pared de pavés de vidrio. Se intenta incorporar y
con bastante mareo se sienta en la cama, sin cabecero, y mira hacia
la ventana viendo que tiene rejas. Pasea la vista por el techo y la
baja sobre la puerta de la habitación, una puerta similar a las
cortafuegos de cualquier edificio y con una ventana de ojo de buey.
—Pero
¿qué…?
Lleva
una especie de camisón entrado en años y del color de las paredes.
Unas zapatillas blancas la esperan en el suelo. Se levanta
tambaleándose y arrimada a la pared, sujetándose, va hacia la
puerta. Pues sí, la puerta es metálica y tiene cerradura y una
trampilla a la altura de la cadera.
—Esto
es una puñetera película, no me jodas… —murmura.
La
manilla, por supuesto no cede y apoya la oreja en el metal. Fuera, a
lo lejos, oye murmullos y lamentos… Y al poco paso que se detienen
delante. Levanta la vista hacia el ojo de buey y ve la inexpresiva
cara de un hombre.
—¡Ponte
para atrás! —le ordena.
Asustada,
trastabilla hacia atrás tropezando consigo misma. Por suerte se
puede apoyar en la mesita y no llega a caerse. La cerradura suena y
la puerta se abre lentamente. Delante de una delgada mujer con una
bandeja, entra el hombre que la miraba antes desde el vidrio. Por la
indumentaria parece un guardia de seguridad, pero loco.
La
muchacha la mira con pena, está escuálida y tiene mala cara. Le
deja la bandeja con comida sobre la mesita e inclina la cabeza. El
hombre la empuja rápido hacia la puerta, mira a Gala serio y sale,
cerrando.
En
la bandeja hay una tortilla francesa, un zumo de naranja, un bollo de
pan y una manzana. No tiene ni idea de qué hora es. No tiene ni
reloj, ni nada…
Se
sienta en la cama muy asustada, pero las drogas evitan que entre en
un cuadro de ansiedad. Vuelve a levantarse y mira por la ventana; por
entre los barrotes ve un inmenso terreno y algunas personas de
blanco. Parece una residencia, un hospital o algo así. A lo lejos,
de repente, oye aullar a una mujer; no entiende lo que dice, pero
pone los pelos de punta. Vuelve a la puerta arrastrándose gracias a
la pared y escucha.
—¡Ya
viene! ¡Está de parto, joder! ¡Antes de tiempo! ¡Preparad el
quirófano, ya!
Ve
pasar cabezas al otro lado del ojo de buey, de un lado a otro. Y de
repente, la voz de la mujer se hace perfectamente audible aunque no
llega a verla.
—¡Sacádmelo
ya! ¡Voy a reventar!
De
repente, delante de ella aparece la cara del hombre de antes, sonríe
y se da la vuelta. Gala no puede ver más, tiene la nuca de él al
otro lado. Sin embargo, lo que oye asusta…
Silencio.
Se
sienta de nuevo y se pone a comer mecánicamente. Lo que está
pensando es de película, mucho. De repente nota un tirón en el
abdomen y calor vagina abajo. ¿La regla? Si acaba de tenerla.
TRÁFICO
Se
levanta nerviosa, se sube el camisón y ve que efectivamente, en la
braga tiene una mancha roja.
Al
momento oye la cerradura de la puerta y no le da tiempo casi a
bajárselo cuando entra otro hombre diferente al de antes y dos
enfermeras —o algo así— detrás.
—Ten
—le dice la mujer más mayor con mala cara dejando un camisón, una
toalla y una esponja sobre la mesita—, aquí tienes para asearte y
—coge de manos de la muchacha escuálida de antes una bolsa de
compresas—, aquí tienes para tu ciclo menstrual.
Gala
se queda escuchando, de pie, con los brazos a lo largo de su cuerpo
sin decir nada ni agradecer. ¡Faltaría más! Se vuelven a ir y la
muchacha la mira a los ojos con expresión de pena, sufrimiento y
susto.
Después
de que se vayan, en el pequeño lavabo anclado a la pared moja la
esponja de la que sale espuma y se asea lo que puede, se seca y se
pone otro camisón. El atontamiento de cabeza se le comienza a ir,
pero algo le dice que gritar y chillar, preguntar y negarse a hacer
lo que le dicen, no haría sino que empeorar las cosas.
Se
vuelve a sentar en la cama y acaba la comida, al menos debe de coger
fuerzas. Su estómago se encuentra mal, espera que no le hayan
inyectado ningún ansiolítico o medicamento a los que tiene alergia.
Justo
al poco de terminar y echando de menos un cepillo de dientes, vuelve
a sonar la cerradura de la puerta. Esta vez entra el hombre y la seca
enfermera mayor. La joven no viene con ellos.
—A
ver, siéntate ahí, te tengo que inyectar unas cosas.
Gala
se queda petrificada y no hace lo que le dice.
—Querida,
si no lo haces por las buenas, vendrán y te lo harán por las malas.
Tú decides. Yo solo hago mi trabajo.
—¿Qué
me vas a poner? ¿Inyectarme, el qué? ¿Para qué?
—Solo
son dos pinchazos de nada. Venga, no te lo vuelvo a repetir.
El
hombretón se acerca a Gala y ella levanta una mano.
—Vale,
ya voy. —Le frena acercándose a la mujer y sentándose en la cama.
—¿Qué
son? Al menos, me lo podrías decir, ¿no?
—Un
calmante nada más, tranquila.
—¿Estoy
secuestrada? ¿Para qué? La mujer de antes, ¿estaba pariendo? ¿Qué
hacéis en este lugar?
—No
preguntes tanto… A ver, primero esta… —dice la mujer
inyectándole la primera jeringuilla—, y ahora…
—Espera
—ordena Gala, haciendo que la mano de la mujer se pare en alto—.
Soy alérgica a algunos medicamentos. ¿De verdad quieres poner mi
salud en riesgo?
La
mujer se queda parada y con una mueca al final responde:
—Tengo
órdenes, tampoco te va a interferir mucho con la de las hormonas.
—¿Hormonas?
—Gala salta y el hombre apoya una manaza en su hombro. ¿Qué
hacéis? ¿Nos fecundáis aquí? ¿¡Esto es tráfico de bebés!?
—Cielo
—responde la agria mujer acariciándole una mejilla e inoculándole
el líquido—, no se puede ser tan bonita. Hay muchas familias ricas
esperando por bebés hermosos. —Se ríe con una mueca.
El
embotellamiento vuelve a su cabeza mientras la mujer y el guardia
salen. Se levanta aprisa y casi no llega al inodoro, donde vomita
todo el contenido de la bandeja.
CATALEPSIA
Lleva
un tiempo sentada en la cama tras haber vomitado. Está cada vez más
atontada y nota la lengua dormida.
«Mierda,
no. Una reacción, les avisé», piensa Gala tosiendo y levantándose.
Sus piernas son de goma y el cuerpo no le responde. Nota esa
sensación como cuando duermes y te caes a un pozo sin fondo… Todo
se queda negro y de su boca no sale ni un grito de auxilio.
—¡Mierda,
joder! Me dijo que tenía alergias a medicamentos.
La
mujer rancia y mayor de antes está con tres personas más allí; un
vigilante, un trajeado hombre que está rascándose la barbilla tras
ellos y otro más joven que ausculta el cuerpo.
—Pues,
creo que ha tenido una reacción, ¿eh? No encuentro su pulso, está
fría y no noto actividad respiratoria. Casi me atrevería a decir
que está rígida. Vamos, que os la habéis cargado…
—Con
lo bonita que era… Lástima —murmura el hombre de detrás. Ya
sabéis lo que tenéis que hacer…
Se
retira y los demás se miran y salen. Al poco, entran la escuálida
muchacha de la bandeja y otro chico con no mejor apariencia.
—Pobre,
esto pudo pasarme a mí. O pude morir pariendo, como les pasó a
algunas. No les importamos nada, solo el negocio —dice suspirando
la chica.
—Mientras
les seas útil, aquí te tendrán. Suerte has tenido que aunque ya no
puedas parir, estés viva, mira a otras. Gracias a que eres eficiente
en la limpieza y la cocina; sin preguntar nada cuando te ordenan
hacer cosas como esta.
La
muchacha suspira de nuevo y extienden una bolsa para cadáveres en el
suelo. Entre los dos meten a Gala dentro y cierran la cremallera. En
otra bolsa de basura blanca y grande, recogen el poco rastro de la
mujer allí. La muchacha sale dejando la puerta abierta mientras el
chico espera de pie, al lado. Vuelve al poco con un carrito de
limpieza.
—Bueno,
ahora vienen a llevársela. Yo, a lo de siempre. A limpiar cualquier
rastro…
En
menos de un minuto aparecen otros dos hombres con una camilla. Suben
el cuerpo como si Gala fuera una pluma y se van. El chico sale tras
ellos cerrando despacio la puerta.
La
muchacha limpia con una bayeta jabonosa el colchón, muebles, inodoro
y lavabo. Ha tirado todo a una bolsa de tela que irá para la
lavandería. Antes de ponerse a fregar el suelo se sienta sobre el
colchón y hunde su cara entre las manos. Recuerda a sus ocho bebés,
¡ocho bebés que le quitaron de las manos en habitaciones como
aquella! Hasta que sufrió un aborto complicado y tuvieron que
quitarle todos los órganos reproductores. Durante esos ocho años o
poco más, porque hubo veces que no se preñaba, sufrió también
abusos por parte de vigilantes y del personal. No podía hacer nada,
eran trozos de carne con un fin. Normalmente eran fecundadas por
medio artificial, pero si alguna llamaba la atención, permitían a
«los buenos trabajadores» abusar de ellas. Y estos, abusaban de
todas las maneras; había algunos muy locos que daban auténticas
palizas a las mujeres antes de violarlas porque sencillamente, eso
les excitaba.
Se
levanta, se limpia los ojos con sus resecas manos y acaba de limpiar
la habitación, preparándola para otra «madre».
LIBRE
Gala
se despierta de repente, ahogada.
—¿Qué
coño?
Da
con las manos y sobre su cabeza, al plástico negro que la impide
respirar. ¿Qué hace allí? Está sin aire y sudada.
—Joder,
esto es una bolsa para cadáveres.
Busca
la cremallera, la encuentra y desliza la mano hasta el inicio; con
dificultad la comienza a abrir desde dentro.
El
olor allí es insoportable, huele a muerte. El suelo sobre el que
está es abultado y duro, irregular. De algún lado, de arriba, entra
una leve luz.
Con
mucha dificultad abre una parte de la cremallera, saca una mano y
accede al tirador consiguiendo a duras penas hacerse un hueco por el
que salir. Apoya las manos sobre algo blando y pútrido.
—Dios
mío… Dios mío… —murmura cuando se arrastra y ve el suelo
sobre el que se encuentra. Son cuerpos humanos en diferentes estados
de descomposición. ¡Mujeres y bebés! Saca las piernas dela funda y
poniéndose de rodillas mira hacia arriba viendo que está en una
especie de pozo con poca profundidad. Intenta moverse sobre los
cuerpos más antiguos, medio calcinados, medio osificados. Supone que
de vez en cuando, alguien «va por allí» y los quema.
—He
tenido suerte, me ha dado una catalepsia y parece que los médicos
allí van a lo más rápido y pensaron que estaba muerta. Pero ahora,
¿cómo salgo de aquí? —se pregunta a sí misma.
Observa
las paredes, comienza a ver mejor y palpa buscando salientes; hasta
que con las manos encuentra varios con una buena correlación,
benditas clases de escalada. Con aprensión quita un cadáver que la
impide llegar al suelo y sigue tocando la pared. Es como una escalera
en la piedra, o algo similar a una. Se levanta y apoya sus pies en
las primeras piedras, sube sus manos y se agarra a otros salientes,
luego sus pies buscan apoyo más arriba; por suerte la pared está
seca y no le es difícil. Debe de hacer días que no saben nada de
ella, anoche había llovido. Queda menos de medio metro para llegar
arriba, cuando lo haga, tendrá que asomarse despacio.
Saca
lentamente la cabeza, nadie, solo tierra llana. Gira el cuello a
ambos lados hasta donde le permite ver. Con ímpetu dobla los brazos
y se da fuerza con las piernas. ¡Fuera! Se tira boca arriba sobre la
tierra. Agradece el sol, pero le recuerda la sed que tiene.
Despacio,
se va incorporando. Divisa plantas y flores aquí y allí, se acerca
a ellas, las observa y elige varias rompiéndolas en trozos y
masticando. Por allí no hay nadie salvo una antigua fábrica
abandonada; con cuatro esqueletos y algunas pintadas en las columnas.
Se
acerca arrastrando los pies, está agotada. Espera que si hay alguien
allí, sea al menos misericordioso y no quiera encima, abusar de
ella.
En
algunas esquinas hay colchones y ropas raídas, restos de plásticos
con comida y bichos.
—¿Hola?
¿Hay alguien?
Silencio.
—Lo
siento, yo, necesito comer ¿vale? Voy a coger esto que tenéis por
aquí…—dice metiéndose entre las arcadas, comida mohosa en la
boca.
El
silencio sigue.
Come
todo lo que puede y consigue no vomitar. Para la sed solo encuentra
restos de alcohol en botellas, gota a gota aplaca su cansancio.
Ya
reconfortada, da unas vueltas por la zona a ver si encuentra algo que
le sirva. Se pregunta dónde estará aquella gente. Aunque hace
tiempo, por los restos de comida, que no parecen estar por allí.
De
repente ve una destartalada bicicleta infantil en una esquina.
EL REENCUENTRO
La
bicicleta no está en mal estado, es pequeña, pero tampoco ella es
muy alta y es delgada. Se sube y casi se cae porque hace «mil años»
que no anda en una. De pie, rasga su largo camisón, se sienta de
nuevo y pedalea lentamente, sin destino, pero con la principal idea
en su mente: escapar.
Sin
perder de vista la carretera, pero bastante camuflada entre los pocos
árboles que hay al borde de ella, va buscando una salida. No conoce
el lugar, al menos de momento, no se suena de nada. No es transitado
ni hay indicaciones. Está muy cansada, pero tiene que seguir porque
ahí, pueden encontrarla.
Oye
el motor de un coche a lo lejos y se tira al suelo con la bicicleta.
En esa zona, no. En esa zona tiene que desconfiar de todos.
Cuando
pasa, sigue. Pedaleando hasta que la zona cambia y se encuentra con
otro camino. Este está asfaltado, va bien encaminada. Se para tras
el tronco grueso de dos árboles juntos y observa a su alrededor
intentando recordar. Aún nada, no le suena nada.
Descansa
un poco más y sigue pedaleando, escondiéndose lo que puede.
Comienza a oscurecer, mejor para ella porque no la verán, pero
también peor, porque si llega la noche, ahí tampoco ella verá
nada. Saca fuerzas y decide ir a la derecha pedaleando más rápido.
No hay casas, solo restos de algunas que supone, eran de los
trabajadores de la fábrica.
Pedalea
y pedalea, y sigue oscureciendo cuando de repente, distingue en el
cielo luces, seguidas e iguales.
—¡La
carretera! —chilla, no ha podido evitarlo.
Llorando
pedalea más rápido, le duele el cuerpo y piensa que va a echar los
hígados por la boca.
Está
viendo el desvío y se queja, maldita bicicleta no acaba de llegar.
Espera
que de vez en cuando pase algún coche más por allí, aún no es
tarde y la gente vuelve de trabajar. Pero también tiene que tener
cuidado, si ve coches oscuros, no. Como ese maldito taxi…
Pedalea
alumbrada por las bombillas de las farolas clavadas en palos de
madera, helada por la bruma que aparece a esas horas, pero el frío
es lo de menos.
En
lo que cree son unos diez minutos no pasa ningún vehículo; de
repente, tras ella oye el motor de uno que se acerca. El coche pone
las luces largas y ve su sombra negra en la bicicleta, sobre la
carretera. ¿Serán ellos? Acelera, está azotada, y solo piensa en
fue mala idea salir a la carretera principal. Seguro que vuelven a
buscarla porque han ido al pozo.
La
bicicleta no soporta tanta velocidad y chirría. Gala vuelve a
llorar.
—¡Por
favor, por favor, dejadme! —chilla.
Un
bache en el camino hace que pierda la dirección y que acabe medio
cayendo. Allí, parada, ve los faros del coche acercarse. Al menos no
es negro ni oscuro, es rojo. Se baja una silueta, un hombre, y ella
se deja caer al suelo, temblando y exhausta, clamando.
—¡Gala!
¿Pero qué te ha pasado? ¡Te hemos estado buscando! ¿Estás bien?
¡Cariño, ¿estás bien?!
Gala
se desmaya viendo la cara del que fue su ex compañero de trabajo.
«112,
¿en qué puedo ayudarle?», responde una voz en el móvil del chico.
—¡La
he encontrado, la he encontrado! Manden una ambulancia; por favor,
rápido a…