NOVELISTA. AUTORA AUTOPUBLICADA.


Licencia de Creative Commons
Alex Florentine

Mostrando entradas con la etiqueta relato. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta relato. Mostrar todas las entradas

GALLETAS DE NAVIDAD




El plan perfecto: las adorables galletas de Navidad. Esas dulces galletas de jengibre con caritas de no haber roto un plato. Con simpáticos botones, pajaritas, lacitos... Con vestiditos de puntilla, y trajes de chaqueta y pantalón.
Debían forzar una falta de suministros para evitar que la gente las hiciera de forma tradicional. Así que con el principal ingrediente, la harina, se prohibió su comercialización alegando que contenía un agente altamente tóxico y que estaban investigando, pues no sabían desde cuándo sucedía. Un ochenta por ciento de la población les creería a pies juntillas y dejarían de adquirirla e incluso, tirarían la que tuvieran en sus casas. El veinte restante no significaba mucho problema. Ahora, habría que someterlos.  
La creación de la corporación estaba asegurada habiendo comprado aquel pequeño laboratorio que años atrás facturó miles de millones gracias a un medicamento que nunca se patentó. Todo serían noticias, directas e indirectas de que las galletas eran seguras porque cumplían con los estándares de fabricación más modernos y novedosos, los cuales, evitaban cualquier problema de salud. Información cuidadosamente seleccionada que leerían, verían y escucharían sin darse cuenta usando imágenes y sonidos por debajo del umbral de la conciencia. Quedaban dos semanas para Navidad y dos semanas para atajar uno de los mayores problemas, la superpoblación.
El eslogan había sido claro:
 «¿A quién amarga un dulce?»
Y la música, con rima fácil, de esa que se te metía en la cabeza sin querer:
«Galletas de jengibre, de calidad y sabor inconfundible. Son ricas y sanas; a las noches y a las mañanas. Las comen los abuelos, los padres y los niños; las regalarás a todos a quienes tengas cariño.»
Hasta un hermoso pastor belga comía un trocito que se caía de la delicada mano de un bebé.
Las imágenes eran la extrema felicidad que todo el mundo quería sentir en su piel.
Incluso, habían sacado versiones para personas alérgicas al gluten, diabéticos y veganos.
En el envase figuraba una etiqueta ecológica por la cual habían pagado y pagarían después, un cinco por ciento de la facturación total. ¿Poco? ¡Qué va!
Recordad, crearon una corporación: un conglomerado de diferentes y variadas pequeñas empresas que si bien cada una realizaba su propia actividad, todas juntas tenían un objetivo en común.
Veinte años después de la infección: es el día treinta y tres del año tres. Situación oculta y transmisión cifrada. Fin del mensaje.
«Somos la resistencia».

Espero vuestros comentarios. Gracias por pasaros. Feliz Navidad y mejor Año Nuevo.

Foto: Thuanny Gantus en Pixabay.


3:33


 


3:33 de la mañana. Recibo, como las últimas noches, un mensaje SMS que me despierta a la misma hora. Sigue siendo de origen desconocido y con los símbolos extraños de los anteriores.
Algunas personas dijeron que despertarme siempre a esa hora tiene un significado espiritual. Otras, que es la hora del diablo, la hora en la que lo paranormal está en su máximo apogeo. Pero, joder, no me despierto solo, alguien me envía un mensaje con toda la puntualidad del mundo. Y no puedo permitirme desconectar el móvil a la noche.
Como apunte, os informo de que cambié de número de teléfono hace... ¡Hostia, unos tres meses!
Pero esta noche no llega uno, sino que lo hacen tres mensajes. ¡Otro maldito tres! Siento una pequeña taquicardia. Estoy nervioso ya que en horas tendré noticias sobre la evolución de mi enfermedad.  Es la madrugada del 3 de marzo de  2013. Sumo las cifras del año y me dan 6, múltiplo de 3. Me siento en la cama con la respiración agitada.
Comienzo a ver múltiplos por todos lados, mi puñetera vida está formada alrededor de ese número y toda su tabla de multiplicar.
Me dan vómitos porque la medicación tan fuerte que estoy tomando a la noche me sienta mal, pero me está ayudando con la enfermedad y acabando con ella.
Me levanto y me da un escalofrío el contacto de mis pies con el helado suelo. Estoy débil, llevo así casi un año... ¡Mierda, no! nueve meses. ¡Ayer, día 2, los hizo! Sigo dándole vueltas a la cabeza... ¡Fue en junio cuando me detectaron la enfermedad en un control rutinario! El sexto mes del calendario…
Voy a la cocina para beber un poco de agua. Extiendo la mano hacia el interruptor de la luz y me quedo helado al mirar hacia la ventana. Reflejadas en el vidrio, hay tres sombras. Yo soy la cuarta generación con esta enfermedad y no pienso acompañarlas. Aún no. Además, seríamos cuatro. Enciendo la luz y suelto una carcajada.
Ahora sé que en horas me darán la ansiada noticia.
Mientras bebo agua recuerdo otra cosa: en junio, ese sexto mes del año pasado y a las tres de la tarde, al finalizar el turno de mañanas en la clínica, me daban la noticia. Había desarrollado la enfermedad. Una dolencia que por lo visto aparecía seguida en tres generaciones. Yo soy la cuarta y no lo comprendían, pero yo sí.  Problemas familiares.

Muchas gracias -siempre-, por dedicarme unos minutos y leer mis letras.

Foto: Markus Spiske en Pexels (retoque Gimp)

EXCESO DE SEGURIDAD


 


Bárbara hizo honor a su nombre cuando un día abrió los ojos.
Esos ojos muchas veces hinchados y violáceos, y casi siempre, tapados por unas gafas de sol con grandes y oscuros cristales.
El ruin tenía contactos y amistades en todos lados, así que sería bastante difícil que no se enterara de sus planes, pero iba a intentarlo.
Al lado de donde vivían, a poco más de media hora en metro, había encontrado un local en el que impartían ese tipo de defensa personal, técnicas de autoprotección. Debía de prepararse para vencer a cualquier atacante, sin importar su apariencia.  Sin armas, solo con anticipación.
Tres días a la semana simulaba ir a un cursillo de pintura. Esa era una de sus pasiones y también su distracción. No necesitaba ampliar materia. Era, y siempre sería, autodidacta. Pensaba que se perdía la esencia; el arte tenía que nacerse con él.  
Su objetivo solo la quería para ciertas cosas. No lo supo ver. Y no sería porque no la avisaron. Pero estos tipos, ya sabemos cómo son.
Y justo, como ya sabía cómo era, pudo calcular el cuándo.
El cabrón, borracho como una cuba, se presentó como solía hacer, dando tumbos e insultando. Se hizo la dormida. En su cabeza, Bárbara recordaba todas las clases, todos los consejos de su monitora. Tenía todos los músculos de su cuerpo en tensión... Él creyó que ella dormía antes de quedar paralizado. En el más amplio significado de la palabra y a lo largo en el tiempo. Por fin, ambos descansaron.

Mi aporte al 25N. Ánimo y fuerza a todas.
 
Foto:  Anete Lusina en Pexels

LA PÍCARA DURMIENTE




El rey y la reina eran felices, pero por más que lo intentaban, no acababan de tener un hijo. Como tampoco tenían mucho más que hacer, se pasaban el tiempo en el dormitorio real. Hasta la servidumbre llevaba los alimentos a los aposentos.
—Ay, Arturo.
—Ay, Sofía. Cualquier día me matas con tus manías. Que nos dijo el curandero, que había que ponerle más esmero, no romperme el cuello.
Sin conocimiento ninguno de fórmulas y posturas recomendables para conseguir tal propósito, practicaban la común, pero Sofía era muy dada a los imprevistos.
—No se queje, que soy yo, mi rey, quien todo el día está sin ropa y dispuesta para usted.
—Y yo encantado, mi señora, de disfrutar su desnudez.
—Pues disfrute usted estos días, mi señor, porque en breve se irá el calor. Y no estoy dispuesta a coger un resfriado por estar todo el día en este estado.
—Mi reina, yo creo que antes, tal y como copulamos muchos más días no serán necesarios.
Varias veces al día, con normalidad después de las comidas principales porque tenían más energía, sacaban las bandejas afuera y así, nadie les interrumpía.
—Señor, pero déjeme usted hacer reposo, que se queja de que le rompo el cuello y usted está siendo peligroso.
 —Sofía, si a estas horas estás en la cama tendida como te da la gana, soy yo quien tiene que poner el empeño y las ganas.
—Es que me marea usted con tanto vaivén, y mi estómago no lo lleva bien.
—Mi señora, yo intento ser comedido, pero ya sabe usted, que después de metido...
Un día, la reina, cansada de tanta cama, pidió a su marido cambiar de lugar. Acabó sentado en su trono con su mujer delante y con intención de cabalgar. Lo miró y pidió que hiciera de rey, ordenando y mostrando su cetro.
—Mi señor, déjeme ver el artilugio al que yo le doy refugio, pues usted a mí me pide que exhiba mi cuerpo, pero yo no recibo el tratamiento correcto.
—Tus deseos, amada esposa, son órdenes para mí, pero ten en cuenta una cosa, después no seré misericordioso, por hacerme ahora sufrir.
Así lo hizo y ella se arrodilló. Acarició arriba y abajo, y durante minutos, dejó labrado y lustrado su bastón.
—¿Desea mi señor, que ahora le dé cobijo? ¿Qué intente de ese modo darme un hijo?
—Esperaba de ti la pregunta, así que por favor, súbete de una vez aquí y disfruta.
Comenzó a cabalgar como hace con su montura cuando quiere correr por toda la llanura. Las manos del rey amasaban el cuerpo de su reina, nunca en la vida se había comportado así. Y le gusta, mucho, tanto como para desear que no se quede embarazada en tiempo, para disfrute de su cuerpo.
—Mi reina, estás poseída. Nunca te vi con esta energía. Como sigas con el galope, voy a relinchar a ritmo del trote.
—Mi rey, usted disfrute y déjeme hacer mi trabajo. No piense en otra cosa, que se le nota aquí debajo.
La reina clava las uñas en sus hombros, enloquece, aprieta... Y el Rey lo suelta. Extasiados, se abrazan pensando en que quizás sea suficiente por ese día, pues llevan desde mediodía. La reina se levanta y su níveo cuerpo se aleja hacia una palangana con agua.
***
Aproximadamente siete meses después, nació una niña. Hermosa, rubia, con piel blanca y ojos del color de las esmeraldas. El Rey ordenó preparar la mayor fiesta vista en sus dominios e invitó a todos, menos a los niños. Lo malo, que se les había roto uno de los platos de oro, y decidió invitar a doce hadas solo. Se dejó a la que peor le caía, y por qué no decirlo, la que también más fea le parecía.
Con la fiesta, llegó el jolgorio.
—Arturo, esto se está desmadrando —previno la reina su corpiño ajustando.
—Mi reina, ¿no te estarás asustando?
—Sí, me parece poco decente lo que hace esta gente.
—No creía que fueras a asombrarte después de lo que hicimos en algunas partes.
—Mi rey, si bien es cierto que se sabe que usted y yo tenemos una vida jocosa, ninguna más le ha visto esa cosa —alega señalando su entrepierna.
Anticipándose a los hechos, la sala tenía a lo largo de las paredes varios cómodos sillones, donde ya se veía a caballeros con las piernas tapadas por gruesos faldones.
—Pues como dices, mi reina —dijo el rey levantándose y pidiéndole la mano a ella—, venga usted a quitarme la pesadez de entre las piernas.
—Le recuerdo al señor, que tenemos un bebé y que le tengo que dar de comer.
—Y yo, le recuerdo a la reina, cuál es su deber...
La Reina y el Rey, viendo que se les hacía caso omiso se retiraron sin siquiera pedir permiso. La pequeña Aurora dormía, cuidada por su nodriza, en una habitación en la lejanía.
—No sé si habrás, mi reina, comido bastante, pero mira, lo que tienes delante.
El rey se despojó de sus engalanadas ropas en poco más de un instante.
—Válgame el señor...
El rey agarró las ropas de la reina por los hombros y tiró. El corsé saltó.
—Mi señor, el vestido, era nuevo...
—Mandaremos que te hagan miles, pero no quería perder el tiempo, quiero ya probar tus mieles.
—Ay, mi señor —dijo la reina cuando lo tuvo adentro—, recompénseme de los meses de asueto.
Mientras, el hada número trece llegó de imprevisto y escandalizada se quedó, prefiriendo no haberlo visto. La música cesó tan de repente, como mudas de gemidos y gritos, toda la gente.
La bruja, más que hada, estaba encolerizada. Chilló que la niña sería embrujada y cuando fuera adolescente y con una rueca se pinchara, se dormiría; hasta que un príncipe, buen amante de verdad, la despertara.
Nadie se dio por enterado y se marchó peor que había llegado. La venganza sería servida, a ver luego, quién se reía.
—Ya llegó esta aguafiestas e hizo bajar las ballestas —se quejó el hada número tres.
—Ya te digo, qué mal tomada solo porque no había sido citada —alegó la número seis.
***
Aurora creció y decenas de pretendientes querían probar sus mieles, tocar sus desniveles, meterse en sus vergeles. Aunque en el reino prohibieron los husos, encontró uno abandonado y en desuso.
Tras el pinchazo, Aurora cayó al suelo profundamente dormida. Sobre telas y cojines, amortiguada su caída. En kilómetros a la redonda, todos se fueron desvaneciendo, desde los más pobres campesinos, a los más ricos del reino.
Los rosales crecieron y fueron invadiendo con sus zarzas y aromas, animales y personas. La leyenda se fue extendiendo y muchos hombres perecieron.
Pero llegó un día, en el que un príncipe recién llegado a la región, quiso investigar y ver a «la tentación».
—Me dijeron que aquí no me internara, pues es zona embrujada. Pero tengo oído que la moza es bien hermosa.
Entró al sótano del castillo como pudo, pinchándose y arañándose, dejándose parte del cuero cabelludo.  La muchacha, tal y como se había caído así se había quedado, con su vestido arremangado.
—Las habladurías eran ciertas —dijo él, mirándole las piernas abiertas.
A sus pies había por lo menos, una docena de caballeros en cueros.
Todos lo habían intentado, pero por alguna razón, no habían acabado. Se acercó a la muchacha y miró su vestimenta. Imaginó lo que escondía, y sintió entre sus piernas un cúmulo de alegría.
Estiró las de la muchacha y se bajó sus calzones, se arrodilló entre las zarzas, pinchos y flores. Haciéndose arañazos en las manos, buscó la tierra yerma. Así que se abrió paso y llegó a su entrepierna. Con dedos ágiles de explorador y cazador, fue abriéndose paso entre el escozor.
Dirigió firme y rápida su arma, lista, preparada y con carga. El cuerpo de Aurora se movía, se deslizaba arriba y abajo bajo su hombría.
Las zarzas y espinas comenzaron a retirarse; una luz, de afuera, a reflejarse. Los pechos de Aurora comenzaron a subir y a bajar, y el príncipe, dejó de considerar.
La muchacha abrió la boca y soltó un gemido. ¡Estaba viva, lo había conseguido! Después abrió los ojos, lo miró, y lo dejó sorprendido cuando con sus manos se desató el corpiño haciendo que el príncipe, profesara un alarido. Los hombres de alrededor, se fueron levantando sin pudor. Tropezando, atontados, marchándose avergonzados. Hasta que se quedaron solos y Aurora pidió que por favor, repitiese la operación, puesto que estaba dormida y necesitaba entrar en calor.

Muchas gracias por pasarte. Agradezco tus comentarios. 

Foto: Shrikeshmaster en Pixabay

EL ÚLTIMO PARTIDO


 


 (Ojo, puede herir sensibilidades. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Además de desgracia. Recordad que también soy escritora de terror)

Invierno. Duele respirar, se lloran los ojos, y el aliento se suspende en el aire. Las aceras resbalan a causa del frío de la noche. Pocas son las personas que se atreven a estar afuera de sus casas. Una espesa niebla hace del momento, el ideal para jugar el partido.
El campo de balonmano está a las afueras del pueblo, abandonado entre maleza. Con el suelo resquebrajado y los vestuarios vandalizados. Con unas porterías herrumbrosas y sin red; una sombra de lo que fue.
Desde el accidente de autobús nadie quiso volver a formar un equipo de nada. Tampoco nadie quiso volver a pisar el campo. En las verjas de la entrada hay de continuo ramos de flores y velas.
De entre la niebla surge un autobús de modelo antiguo, que estaciona delante del altar. Las puertas se abren y varios muchachos con aspecto demacrado, gris y sucio salen de su interior. Las flores se tornan negras y pierden sus pétalos, y las velas se encienden. Los focos del campo, a los que no llega ningún tipo de corriente eléctrica, también.
Nada más pisar el suelo, las ropas de los muchachos cobran vida. Amarillos, rojos, verdes y azules. Las grietas del cemento se sellan y la maleza se retrae. Las porterías se quejan al recomponerse y enderezarse, las redes son tejidas por arañas gigantes e invisibles.
Entre la niebla aparecen otros muchachos con sus bicicletas, el vaho de sus bocas es visible, al contrario que el de sus compañeros. Las dejan apoyadas en un muro y avanzan. El marcador se enciende; 0 para el local y 0 para el visitante.
El partido que nunca se jugó por fin tiene fecha, hora y momento. Unos cuantos años después, y entre el equipo local y los nietos de los integrantes del equipo visitante.

CAMBIO DE HORA...




Sábado, último de octubre. Esta noche coincide con la festividad del Samhain y él vendrá más tarde por el cambio de hora.
Esta tarde colgaré arañas pegajosas del techo, y calabazas felices y calaveras formarán una terrorífica guirnalda que irá de un lado a otro del salón.
En la mesa, con mantel rojo y entre telas de araña artificiales, habrá unas bebidas con cierto grado de alcohol; con unas gominolas en forma de gusano que asomarán por los bordes de las copas.
Unos aperitivos de salchichas simulando que son dedos sin uñas, con salsa roja y picante, serán lo que comamos. Con un poquito de pan. A última hora cortaré fiambre y queso… Por si se queda con hambre... Aunque no suele pasar. Si yo misma ya no tengo...
También a última hora me vestiré de vampiresa porque las ligas que sujetan las medias son un suplicio. Y malas para la circulación. Cambiaré mis zapatillas rosas y esponjosas de andar por casa, por los zapatos rojos de aguja «de las ocasiones especiales».
***
Bien sobrepasada la hora bruja solo tengo que vestirme. Me ducho y comienzo el ritual. Crema corporal con olor a frambuesas, a libertad. Bien repartida por todo el órgano más grande de mi cuerpo, la piel. La lencería la adquirí junto con el disfraz y es negra como la noche, a juego con el tul de la falda.  El minúsculo vestido se ajusta con cintas; la parte superior es un corsé que eleva el pecho y realza la cintura, y va atado desde ella hasta el escote, donde remata con un lazo rojo.
Ahora toca convertirse de cuello para arriba.
Se va a quedar petrificado cuando me vea con el cabello negro. Compré un tinte no permanente de ese color y con reflejos azulados. Mi piel parece más blanca. Le echo espuma y lo voy agarrando con horquillas con forma de esqueletos. Dejando mechones desenfadados envolviendo mi rostro. En él, aplico sombra de ojos negra, un delineador plateado y sombra de pestañas con volumen. Las cejas, marcadas con un lápiz. Un poco del mismo lápiz labial rojo me sirve para los pómulos. Después sigo por los labios, dándoles varias pasadas. Con una sombra plateada aplico golpecitos bajo las cejas para dar luminosidad. También en el centro de la boca.
Miro el reloj. Treinta y tres minutos para las tres. En la cocina, corto embutido y queso. Aún voy en zapatillas, tengo los zapatos listos en la entrada, para cuando escuche el portón del garaje.
Llega, recojo las zapatillas y me calzo, estiro mi vestido y de un botecito en la entrada, me echo colonia en los lóbulos de las orejas. Lo primero que olerá cuando entre.
Suena la cerradura…
¡Lo que menos me esperaba era verlo vestido así de elegante!
Sonríe, se acerca, hace una reverencia como si me pidiera un baile y me coge de igual manera. Su nariz huele mi cuello.
—Hoy estás espectacular.
Se separa de mí, y con sus blancas manos desata el lazo. Con una de sus cuidadas uñas va tirando de las cintas y hace que mi olor a frambuesa invada la estancia. Con sus manos comienza a abrirlo mientras su boca saborea la manteca corporal desde mis clavículas hasta donde aún sigue embutida mi cintura.
Me coge de la mano, vamos al salón, y barre todo lo que había sobre la mesa del comedor con el brazo y el viento de su abrigo. Con suavidad, me sienta y me ordena con la mirada que me despoje del vestido, mientras él lo hace del cuero que cubre su cuerpo.
Solo cubre el mío el encaje negro de cintura para abajo. Aunque sé que le da igual, como muchas noches, las telas no son impedimento para él. Se acerca y me quita los zapatos. Después, su mano se desliza sobre el elastano de una media y llega hasta la liga que la sujeta.  La suelta y va enrollándola despacio hacia mi tobillo.  Mi espalda acaba sobre la fría mesa de madera mientras repite la operación con la otra pierna.
El reloj da las tres de nuevo. La hora de siempre, la hora en la que me despierta muchas noches mientras sus dientes me muerden y su cuerpo se interna en el mío. Esa hora en la que él succiona mi sangre y yo me embebo de su simiente. No hay tiempo para más demoras... Maldita vida de apariencias. Vivir en la oscuridad es lo que tiene. Me empeño en aparentar humana cuando ya casi no lo soy. Hasta mi cabello se volvió blanco.

Muchas gracias por leer. Y si quieres lecturas de vampiros, échale un ojo a mi libro en Amazon

Foto: Adina Voicu-Pixabay

EL POZO


 


 

Aurelia Parrales, periodista local en el periódico de «La Asturias que chilla», de Asturias, claro, se decidió por fin a investigar las extrañas desapariciones acontecidas en el Camping Municipal de la Roca el Trasgu hacía unos treinta años. Llegó, salió del coche, se estiró, y crujieron todas sus articulaciones porque el dolor de huesos y agarrotamiento en una zona con humedad es lo común.  Hacía frío, pese a ser principios de otoño, y el suelo estaba cubierto de colores dorados; de las hojas que dejaban desnudos a los árboles.
Cogió el bolso, cerró el abrigo y el coche, y avanzó rápida entre la hojarasca.
Con el cambio de hora y en aquel lugar a la sombra de la inmensa roca, en breve no se vería ni delante de las narices. Miró hacia arriba, unos apliques de cuando su abuela era pequeña colgaban de unos inmensos troncos de eucalipto asentados en la tierra.  Antiguos guías para los habitantes de un pueblo ganadero ya extinguido. Parecían guirnaldas en un árbol de navidad, de rama a rama.
En algunas de las cabañas había luz. En la recepción una señora mayor arrugadita como si hubiera estado al sol días seguidos sonrío con tal gesto, que pareció que la piel se le iba a deshacer.
Aurelia la saludó, sacó un papel del bolso con el número de cabaña y aún tuvo que esperar a que la ancianita se levantara de la silla.
***
La cabaña no estaba tan mal. Después de convencer a la señora de que la elegía por ser la más apartada, pagándole el doble, ahí estaba; con la puerta recién abierta y estornudando a causa del polvo que se había puesto en movimiento al entrar. Hacía tiempo que nadie se hospedaba allí, daba fe de ello. Cerró la puerta y un vacío la envolvió. Comenzó a emanar un olor pútrido similar a un desagüe con restos de todo lo asqueroso e imaginable, y a sus estornudos, se añadieron unas ganas de vomitar tremendas. Lo que ocasionó, que casi se ahogara.
Caminó taconeando el suelo, hasta que sus oídos percibieron el sonido hueco. Recordó la foto, aquella antigua donde se veía el pozo y su enclave. Un desprendimiento de rocas, incluida la mole que da nombre al camping, enterró todo casi en su totalidad.
Las personas temían por más y las tierras se intentaron vender a bajo precio. Así que dejaron de construirse casas en la cercanía de los acantilados, y una familia, un día, hace bastantes años, decidió invertir en los terrenos con un pequeño alojamiento rural. Tenían seis cabañas esparcidas en la subida de la montaña, y abajo en la llanura, podían estacionar caravanas e instalarse tiendas de campaña.
Se arrodilló y tiró de un listón de madera del suelo. Arañó las manos, pero le daba igual. Un olor nauseabundo la hizo vomitar la fabada que se había comido en un bar de carretera.  Sacó una linterna del bolso del abrigo e iluminó la oscuridad. Tierra oscura, mohosa, suelta y con bichitos, que con una mano comenzó a remover. Hasta que sus dedos tocaron piedra. Se deshizo de dos tablones más y la sangre de sus manos comenzó a caer sobre la tierra. El olor desapareció, se puso la linterna en la boca, y con ellas escavó.
—Mamá... Hola.
Allí estaba el pozo donde su madre, cuando ella era pequeña, se había caído un día. No habían podido localizar su cuerpo porque decían que la sonda no llegaba nunca a encontrarse con el fondo. El pozo que siempre había aportado agua a la casa de sus abuelos y la que usaron para el ganado.

Muchas gracias por pasarte por aquí.

NOCHE DE SERVICIO



 

Sábado, pero esta vez, invierno. El agua golpea los cristales y el viento aúlla al pasar entre las cajas de las persianas. Vicky se casa en dos semanas y decidimos alquilar un ático de lujo a las afueras de la ciudad, en vez de ir a algún antro de por ahí. Lo que no sabe, es cómo y quién llegará en poco más de media hora. A través del ventanal, que ocupa toda la pared del salón, vemos casi el abismo bajo nuestros pies. Estamos bastante borrachas, algunas más que otras, y la música suena a todo volumen. Dicen que los edificios antiguos tienen la mejor insonorización del mundo.
***
Maldita noche de servicio. Los puñeteros recortes del post-Covid hacen mella y me encuentro patrullando, solo, la ciudad. Jarrea y hace frío. Tendría que dejar de hacer el turno nocturno, pero en él tengo más pluses y por lo tanto, cobro más. Cosa que para los planes que tengo, es muy necesaria.
La radio transmite un «código 10» acerca de una fiesta o algo similar en una de las zonas más elitistas de la ciudad. Respondo que me encargo. Arranco y llego en pocos minutos. El edificio tiene diez plantas y fachada ornamental. Con balcones engalanados de flores. La puerta es inmensa, y tienen portero. Por su media mitad acristalada veo que se acerca un hombre de unos sesenta años a abrirme.
—Hola, gracias por venir tan pronto. Los vecinos del piso inferior al ático se quejan de música alta. A veces ocurre. Lo alquilan para eventos. Las paredes son gruesas, pero si el ruido es elevado, llega a molestar —informa de la que me invita a entrar.
—Subiré a ver qué ocurre. ¿Me dice el piso, por favor?
—El último. El ático ocupa toda la planta.
Afirmo con la cabeza y me dirijo al ascensor.  Allí adentro hace mucho calor a causa de la calefacción central, y comienzo a sudar.
Nada más abrirse las puertas constato el volumen de la música. Llamo. Nada. Vuelvo a llamar.
Abre la puerta una chica de cabello moreno y ondulado, ligera de ropa, bastante sudada, como yo, y con claros síntomas de embriaguez.
—Señorita, los vecinos se quejan de la música alta. Además —aviso dándome cuenta—, no lleva usted mascarilla.
—Bah, nos hicimos la PCR ayer para poder asistir a esta fiesta sin ningún tipo de miedo —responde apoyándose en el marco de la puerta.
—Deberían de bajar la música. Si no, tendré que multarla…
Aparecen detrás de ella tres chicas más con similar condición. Con vasos en la mano y ojos vidriosos e inquisidores.
—¿Por qué no entras y nos obligas a bajar la música?
Vuelvo mis ojos a la morena. Por segunda vez, recorro su cuerpo con contorno de instrumento musical. Es un perfecto violín al que le falta un buen arco.
—Señorita, compórtese…
Pero antes de dejar de hablar, me coge de la mano y me invita a entrar. Me dejo, yo sí que no soy capaz de comportarme como debiera. Mis anhelos de juventud vuelan en mi cabeza y repercuten en mi pantalón.
—¡Vicky! Mira que tenemos aquí —dice quien agarra mi mano.
—¡Un boys! ¿Habéis contratado a un chico?
La tal Vicky se descojona.
—Pues sí que está bueno —dice otra.
Con mi mano libre apago la radio del cinturón.  La chica me lleva hacia el centro del salón y sus amigas se sientan frente a nosotros en un sofá.
—Cielo, muévete.
La morena comienza a contornearse delante de mí. Primero de frente y luego de espaldas, rozando sus pantalones cortos contra mis muslos. Toma mis manos y las apoya en su cintura obligándome a seguir los movimientos. Hasta mi nariz llega el perfume de su cuello y...  Las manos se juntan hacia adelante y uniendo las puntas de mis dedos, deslizo las palmas hacia abajo. Ella sube los brazos y rodea mi cuello.
—¡Eh! Gloria, ¿no se supone que es para mí?
Vicky está en pie y se acerca con su vaso en la mano. Se pone a mi lado y me invita a tomar.  El vodka quema mi garganta y ella no retira el vidrio de mis labios. Bebo medio como si fuera agua común.
—Se supone que deberías estar bailando conmigo —susurra en mi cuello.
Gloria se da la vuelta y me quita la chaqueta ayudada por Vicky, desde detrás. Después comienza a desabrochar mi camisa. Cuando sus uñas rojas rozan mi piel siento mareo. Vicky se pone detrás y con sus manos, desabrocha mi cinturón.
—Cuidado con la radio... —pido casi sin voz.
—Tranquilo...
El botón y la cremallera del pantalón acaban por hacer que todo acabe en mis pies con un leve tirón. Siento la mano de Vicky pellizcarme una nalga. Estoy delante de cuatro chicas solo con un slip, casi como me trajeron al mundo. Se alejan de mí.
—¿No bailas? ¿No te gusta la música? —pregunta mi violín.
—Está muy alta... —consigo responder, como un imbécil.
Vicky se acerca a una torre musical y al fin, la baja.
—Bueno, pues ya está. Ya sabes cuál es tu trabajo —reta.
Gloria se acerca de nuevo, apoya sus manos en mi pecho y me hace ir hacia atrás. Acabo sentado en un sofá. Comienza a moverse delante de mí con movimientos sensuales. Vicky se une. Sus dos amigas comienzan a besarse en el sofá detrás de ellas. ¡Qué espectáculo!
Vicky se acerca y coge mis manos obligándome a levantarme. Se colocan una a cada lado y comienzan a frotarse contra mí. Me dejo, acaban manos propias en cuerpos contrarios, probando recovecos y humedad.
Me doy la vuelta y veo en el sofá, a sus dos amigas dando rienda suelta a su gusto lésbico.
Ahora es Gloria quien coge mi mano y me lleva a otra habitación; un dormitorio. Vicky viene detrás.  Me acerca al colchón y sin demora, se quita la camiseta. Vicky, a nuestro lado, es más rápida y acaba antes en ropa interior. Aprovecha esa circunstancia para despojarme a mí de la que me queda. La mascarilla roja es mi único atuendo.
Los tres, desnudos, acabamos en la cama mezclando cuerpos y fluidos en lo que será el mejor servicio de mi vida en mucho tiempo.
En el salón suena un tono de móvil cuando llega un correo electrónico: «Cancelado evento de hoy. Lamentamos las molestias que hayamos podido ocasionarle, pero el chico sufrió un incidente de última hora».

Gracias por tu tiempo.

Y si te gustó la lectura, en este blog tienes información de mis obras. 

Foto: Pexels en Pixabay

UN PROPÓSITO EN LA VIDA


 


 

Neko Larraz dice ser el pediatra desde hace unos años en un pequeño pueblo en el que cada vez hay menos niños. Eso es lo que las gentes saben de él.
De madre japonesa y padre español, decidió cursar su carrera en la tierra de su madre y regresar a la de su padre para trabajar. De estatura baja, delgado y con varias arrugas en sus ojos a causa de su  semblante risueño, todas las mañanas espera oír las historias de miedo que le cuentan los pequeños.
Fantasmas, monstruos y brujas... Cantidad de seres determinados y sin determinar aparecen bajo las camas, tras las puertas de los armarios, y en el baño cuando se levantan en la noche y no pueden encender la luz.
Los cachorritos humanos y sus miedos... Pero para eso está él allí. Él y su familia.
Por las mañanas se dedica a escuchar a padres afligidos y niños asustados sentados al otro lado de la mesa, e intenta dar soluciones. Tiene un Don para tranquilizar a unos y a otros.
Por las tardes regresa a casa pensando que por fortuna sus hijos no son así. No tienen miedo a monstruos y mucho menos a la oscuridad. Son muy cachorros aún y no poseen la facultad de alternar su forma.
Cuando regresa, en el jardín de la casa, deja su maletín escondido debajo del inmenso gnomo de cerámica con seta incluida. Mira y olisqueaba alrededor, y después se sienta y cierra los ojos.
Lo siguiente es entrar a través de la gatera de la puerta trasera de la cocina. Allí están sus dos hijos y Musume, su pareja, esperándolo con comidas de diferente sabor, que ella se encarga de pedir por internet.
Intentan mantener como pueden la buena apariencia de la casa. Así que Musume, por las mañanas, también alterna su forma y hace las labores domésticas. De la parte de afuera se encarga Neko cuando los vecinos duermen, normalmente antes de irse a trabajar. Los gatos madrugan mucho y son sigilosos. Por suerte las casas más cercanas están a un cuarto de kilómetro.
Llevan así años; desde que su dueño, ya viudo, falleció. Nadie se enteró y comieron su carne y bebieron su sangre al no disponer de alimento. Ahí comenzó todo. Con ayuda de la oscuridad, un día enterraron los huesos junto con su mujer. Después tuvieron que inventarse la historia de Neko. Por suerte, la mujer de su dueño había sido historiadora y no fue difícil conseguir documentos falsos e inventarse una historia. El simbólico lenguaje no es fácilmente entendible para muchos humanos y los documentos fueron admitidos sin mucha demora. Algunas noches, sus peludos y elegantes cuerpos se sientan sobre su tumba y les hablan en japonés y español.  Los gatitos, que llevan el nombre de sus dueños, no pueden hablar siendo todavía cachorros, pero observan todo con atención. Algún día serán importantes en la vida de una persona y su cometido ahora es aprender.

Foto:Prawny en Pixabay


SIN TOCAR


 


 

Hemos quedado hoy sábado, de nuevo para lo mismo, pero en plan juego. Saldremos de la rutina diaria porque es el día en el que él, al contrario que la mayoría de los humanos, llega de madrugada a casa.
Hoy, tú y yo nos acariciaremos con las palabras, disfrutaremos en la distancia; absolutamente prohibido tocarse.
Ponemos un sillón frente al otro, la mesa a un lado, cerca de tí. Nos hemos servido unos martinis con vodka y con aceituna incluida. Quedamos en ropa interior y volvemos a repetir las normas; se puede ver, oír y oler. El gusto y el tacto están penalizados.
La reto. Se inclina hacia la mesa, coge un cubito de hielo del martini, y después se recuesta y cruza las piernas como Sharon Stone en Instinto Básico.
—A ver... —comienza—. Estoy arrodillada frente a ti, te sujeto los tobillos y apoyo las manos en las pantorrillas abriéndote las piernas. Por dentro, te comienzo a pasar este hielo hacia arriba con lentitud y dibujando círculos, llego a las rodillas…
El hielo se derrite en su puño, lo acerca a su escote y comienza a refrescarse.
—¿Qué haces? Dijimos que nada de tocarse.
—Y no lo hago, es el hielo quien lo hace.
«Becka siempre es igual», sonrío mirándola para que prosiga.
—Separo tus rodillas, me meto entre tus piernas y deslizo el hielo por tus muslos; por encima y por los lados hasta tu ropa interior. Tu piel se eriza, mi aliento llega hasta tu abdomen, pero me retiro, te miro, lamo lo que queda del hielo y desaparece por completo en mi boca. Tenía tu sabor.
En el sillón, tomo aire, me había quedado casi sin respiración. Es como si despertara de un placentero sueño. Descruza las piernas y continúa:
—Te sigo mirando y me bajo los tirantes del sujetador enredándolos en los dedos, con lentitud. Es de cierre delantero, y en él, hay dos minúsculas gotitas de agua que fueron resbalando por mi escote hasta encontrar obstáculo.
Esta vez no es necesario que lo imagine. En el sillón, frente a mí, es lo que está haciendo.
Se inclina de nuevo para tomar su martini. Lo tiene más fácil, la mesa está a su lado. Supongo que lo tenía pensado todo desde el principio.
—¿Quieres? ¿Te acerco tu vaso? —me pregunta dejando el suyo sobre la mesa e inclinada hacia mí.
Se levanta con el vaso, se acerca y se pone delante. Puedo sentir que tengo todos los músculos en tensión. Se inclina y me lo da. Lo tomo con cuidado, no puedo rozarle ni sin querer su mano. Bebo, mala idea porque lo que más necesitaría es agua, no alcohol. Me queda la boca pastosa. Pero…
Entonces ella hace algo con lo que no contaba, saca el hielo de mi vaso, lo pone delante de su boca, le pasa la lengua…
—El martini deja la piel pringosa —insinúa.
Y se acerca más. Salto cuando toca mi cuello. Las gotas se deslizan hasta mi abdomen y quedan paradas en mi ropa interior. La miro, acerca el hielo a mi boca y me obliga a saborearlo. Me refresca. Está por la mitad dado mi calor corporal, y me lo sigue deslizando por el torso; con cuidado de no tocarme e inclinada. Su maldito sujetador no se cae, vislumbro cuando se agacha, su piel más oscura; la cúspide de sus cimas. La visión hace que me duelan todos los músculos y que necesite muchos más cubitos de hielo sobre mi piel.
El que tiene en su mano se acaba. Me sonríe, se da la vuelta, y contemplo su espalda marcharse con caminar sensual.
Suelto aire. Sigo a la espera. Se vuelve a sentar, pero esta vez con una pose digna de un gánster. Está empapada. Levanta la barbilla porque es mi turno.
—Tal y como estás, me meto entre tus piernas y lo primero que hago es desabrochar el maldito sujetador y…
Sonríe y lo hace. Sus perfectas formas quedan libres mirándome, retándome. ¡Joder!
—Hago como los bebés de arrullo, las enfoco hacia mi boca, las saboreo. Otra de mis manos se desliza por tu contorno, llega a tu ropa interior y deslizo un dedo por el encaje que cubre lo que me separa de ti en esa zona.
Paro de hablar, pero Becka no hace lo mismo que con el sujetador.
—Le doy descanso a mi boca y mi lengua recorre en línea recta el camino entre la llanura de tus pechos y tu ombligo. Donde meto la lengua, donde sé que tienes cosquillas.
Ahora sí que Becka se mueve. Sigo.
—El dedo, mientras, encontró un recoveco entre el encaje que adorna tus muslos y tiró de la tela, apartándola. Ahora... —Becka está muy excitada—. Ahora me levanto y tomo un hielo, pero este hielo no será para mí, cariño. Lo acerco a donde tu cuerpo late, donde más calor tiene ahora mismo. Ante el contacto, pegas un salto. Sí, no tiene comparación con ponerlo en el cuello, pero tú comenzaste, querida. Lo empujo y lo introduzco en ti. Lo extraigo, y al igual que hiciste tú antes, lo lamo. Repito la operación varias veces hasta que es pequeño y me lo meto en la boca…
—Espera —suspira Becka interrumpiéndome—. Solo hay una cosa diferente. Yo sí te toqué con el hielo.
Me mira desafiante, sonrío, me levanto y tomo el otro hielo de mi vaso, me acerco a ella y veo que quiere la representación de lo que acabo de decir, puesto que directamente, se quita la lencería. Cómo no, cumplo sus deseos. Hasta que el hielo se termina.
Nos quedamos así; sin hielo, juntas... Mirándonos y fatigadas. Me levanto y siento las piernas dormidas.
—¿Nos damos una ducha?

Foto: pexels-aleksandr-burzinskij



NOCHE DE PELÍCULA




 

Sábado noche, fui al videoclub a por la película de siempre. Sí, la que nunca terminamos. Una película cómica y entretenida, pero que no hay forma de terminar... Y eso que dura menos de hora y media.
Es que Jimena, no hay forma con ella. Ella es mi chica desde hace unos tres años. Trabajamos y vivimos a unos cuantos kilómetros y cuando llega el fin de semana pues…
Siempre quedamos en mi casa —yo estoy emancipado y tengo un apartamento— con el propósito de pasar una velada típica casera. Suele traer una tortilla de patatas elaborada por sus manos. Esa sí que me la como. Y ahí viene el problema…
Que la tortilla se acaba, quizás también algún pastel, golosina, algo de postre que haya traído yo o ella.
Se acaba, nos juntamos, y ahí mis ojos se van a su cuerpo. Da igual que venga vestida como para ir a un cóctel o para ir a correr al parque cercano. Sé lo que hay debajo de la ropa y ansío verlo y tocarlo tras casi una semana.
Nuestros hombros se juntan y muchas veces, ella se acuesta de lado y apoya la cabeza en mi regazo. Ahí me lo pone más fácil. Porque mi brazo se apoya en su cintura y mis dedos dibujan por su abdomen probando al poco, otras zonas.
O bien delineo cada centímetro de cadera y deslizo la mano por el melocotón que forman sus nalgas, o voy hacia adelante pidiendo sitio entre sus muslos.
Hoy está siendo una mezcla de las dos acciones. Mi mano se desliza y acaba, después de esquivar su nalga; entre sus muslos y por detrás, atrapada entre sus piernas.
Es verano, y viste con una falda de volantes y una camiseta de tirantes. La primera está toda arrugada en la cintura y la segunda evidencia síntomas de excitación a la altura de sus pechos.
No se mueve un ápice y su respiración es inapreciable esperando mi maniobra. Mis dedos tiran de la cinta de encaje que separa su cuerpo de ellos y se introducen en su interior. Jimena se mueve y respira.
¡Está viva! —chilla Frankestein en la película…

Su mano se dirige a mi cúmulo de sangre y bailamos cada uno con la suya en cuerpo ajeno. Se incorpora dando libertad a mis dedos y se pone de rodillas a mi lado, sobre el sofá. Me mira esperando y con ojos encendidos. Yo llevo un pantalón similar a un bañador de esos hawaianos con flores grandes y de vistosos colores, con goma en la cintura. Sin nada debajo. Sus ojos preguntan a qué estoy esperando y para ayudarme en la decisión, se quita la camiseta. Me faltan segundos para deshacerme de él y ser yo, quien con ojos encendidos, suplique que tome asiento. Jimena no es nada indecisa y al momento atiende mi petición; el encaje de su ropa interior es apartado por sus dedos a la vez que guía mi cuerpo dentro del suyo. Ahora soy yo quien no se mueve un ápice, se me corta la respiración y espero a su maniobra.
Al diálogo de la película le sobrepasan nuestros quejidos; a la imagen de la televisión, su torso brillante por el calor del verano. Mis dedos lo recorren impregnándose de su sal, me inclino hacia adelante, y es mi boca la que saborea su piel absorbiendo como si quisiera secarla.
El tiempo no se me hace tan largo, pero de repente y acompañando a mi explosión, suena la música final. Con el volumen tan alto que ponían en las películas antiguas. Perfectamente sincronizado. Supongo que esté dentro del guion sin quererlo. Inclino la cabeza hacia un lado y veo que salen los créditos en pantalla. Otra vez que no la acabamos.
Jimena coge mi barbilla con la mano, me mira y pregunta:
—¿Quieres volver a verla?
Le digo que sí, pero que alguien tiene que ir hasta el vídeo. Se levanta y con la falda de volantes como si fuese un tutú de bailarina se agacha delante del aparato.
—Déjala, mejor no lo conectes. Total, sería ponerla para nada —insinúo de pie tras ella.

 Foto: @Pixabay en Pexels

NOCHE DE REUNIÓN


 


EVA


Son las 8 de la tarde, se acaba la jornada laboral y tenemos reunión. La reunión de fin de mes para presentar resultados. Ocupo la silla de siempre en la gran mesa rectangular. Me gusta ver las calles desde ella.  Afuera llueve y en la oscuridad, las luces de las casas cobran vida como puntitos titilantes, flotando en el cielo.
Compañeros de diferentes departamentos van entrando. Nos vamos saludando. Se van sentando. Tomo el vaso con café —después no dormiré, seguro— y me levanto a mirar hacia abajo desde la undécima planta. La vida en un día lluvioso de invierno, donde pequeños champiñones de colores corretean bajo la lluvia de regreso a sus casas.
Los pies me están matando. Llevo los zapatos negros con tacón de aguja que me elevan a mí y a mi culo, unos cuantos centímetros del suelo. En la sala comienza a formarse un «runrún» de murmullos. Mis compañeros hablan unos con otros. A algunos no les conozco, son de categorías inferiores y no suelo bajar a esos pisos.
«Hoy está tardando más de la cuenta, con la puntualidad que le caracteriza», pienso mirando hacia la puerta continuamente.
Son las 8 y cinco minutos, sigo de pie y por fin, mi Dios entra por la puerta. La cierra, saluda con un gesto a todos y clava sus ojos en los míos. Un instante después recorre mi cuello, mi escote, desabrocha imaginariamente los botones de mi blusa y su aliento eriza mi piel mientras calcula el largo de la falda de tubo de polipiel que esconde  su cena. Cuando llega a la punta de mis pies, carraspea y saluda a todos verbalmente levantando la vista y yendo a sentarse en su silla.


SERGIO


Tenemos la reunión de fin de mes. No soy capaz de domesticar un mechón de pelo y en el baño, tardo más de la cuenta. Me refresco después del día de trabajo. Últimos de mes es caótico, menos mal que la tengo a ella. Desde el momento que la vi por primera vez, supe que era lo que estaba buscando.
Tomo un dossier de mi escritorio, cierro el despacho y me dirijo a la sala de reuniones. En el pasillo oigo el murmullo proveniente de allí. Me entra una especie de taquicardia. Nunca me encuentro lo suficientemente preparado para responder ante Eva.
Enfoco la puerta, el murmullo cesa y saludo con un cabeceo a todos. Y allí está, mirando a través de la ventana hacia la nada. Hasta que creo, percibe mi presencia. Entonces, sus ojos miran los míos, sus pupilas se deslizan y tocan mis labios. Es como si sintiera sus manos sobre mis hombros deslizándose hacia mi cuello y tirando de la camisa. Sus uñas rozan mi piel al abrirla.  La libera del pantalón y sus palmas se posan en mi abdomen subiendo hasta mis pectorales. Es diestra, totalmente, y el índice imaginario de su mano derecha acaricia mis músculos de la que baja de nuevo hacia la parte inferior de mi cuerpo. Hacia el ornamento final. Siento un latigazo que va desde la punta de sus zapatos hasta la de mi cuerpo. Levanto la cabeza, carraspeo y me dirijo a mi silla, donde me siento. Ella hace lo mismo. Cerca de mí, como siempre. Otra vez nos miramos a los ojos, a los labios. En mi boca se forma más saliva de la cuenta.


EVA


Sergio traga saliva, es algo que le sucede cuando se pone nervioso, produce demasiada. La hidratación hace acto de aparición en los dos, cada uno, donde más debilidad tiene. Ahora nos quedará una hora más o menos, imaginándonos y oyendo sin escuchar a nuestros compañeros. Afuera suena un trueno, retumban los cristales y rompe el silencio de la sala.
Comienza la reunión.
Despertamos de nuestra ensoñación momentáneamente, lo justo para las presentaciones, para dictar el orden en el que hablarán nuestros subordinados. La cámara que vigila, y que está colgada sobre la pantalla de proyecciones, nos sacará del apuro los próximos días. Siempre tengo que hacer lo mismo, visionarla y tomar notas de lo acontecido en la reunión. Pero me gusta, sobre todo, cuando finaliza y todo lo que hemos imaginado se hace realidad sobre la mesa en la que ahora están apoyados mis brazos. Esa mesa de madera que cada mes se hidrata con nuestro sudor y nuestro deseo. La que a veces ahoga mi voz. En la que a veces, sobre su borde, descansan los tacones de mis zapatos. Lo único que él quiere que deje puesto. Y como es mi jefe, lo hago. Siempre dice que soy diestra en mi trabajo, y lo demuestro cada día, como secretaria, amante y esposa.

Colaboración con Cleider Araujo, de Instagram.

Foto: Cottonbro en Pexels

EL LIBRO


 



Decían del libro, que tenía más de 400 años y escondía encantamientos y conjuros de antaño.
Había viajado más de cinco mil kilómetros para asistir a la subasta. Pero ya sabemos cómo van los aviones y más, en estos tiempos. Así que ni llegué. Gracias a mis contactos supe quién había sido el afortunado. Un típico señor adinerado y entrado en años. La suma que había pagado, de todos modos, era bastante superior a lo que yo podría haber pujado.
Escogí un hotel cerca de su domicilio, bastante caro, porque el señor vivía en una ostentosa casa en el centro.  Uno de mis contactos me dijo que era viudo y que solía ir a cenar justamente, a donde me alojaba yo.  El hombre en cuestión portaba un sello en su mano derecha, en el dedo meñique. Era una característica que podría ver a simple vista, no en vano tendría que acercarme.
Afuera estaba oscuro y las calles de la clásica ciudad me hacían recordar las películas antiguas de asesinos en serie. Con el frío que hacía, no había ni un alma. Me senté en una mesa cerca de una ventana, desde allí veía la puerta de su casa.
Pedí un vino de indeterminado nombre y el camarero se acercó con la intención de tomar nota sobre mi interés culinario. Le respondí que esperaba a alguien y que con el vino, estaba más que satisfecha.
El salón comedor comenzó a llenarse de gente. Todos emperifollados como si fuera Nochevieja. Las mesas libres casi habían desaparecido. Esa situación me interesaba. De la casa no había salido nadie aún. Aquella luz en el segundo piso seguía encendida. ¿Estaría enfermo? Pasaba casi media hora de las nueve de la noche. En las demás mesas comenzaban a degustar unos platos adornados con «algo» de comida, y el camarero me miraba con cara fastidiada. Normal, llevaba hora y media con la botella de vino.
Alcé la mano y se acercó con sonrisa forzada.
—Estoy esperando al señor que vive allí —le dije señalando la casa.
—Ah, sí. El anciano señor Esteban. Ya, no sé, es raro que no esté aquí. ¿Quedó con él a una hora determinada? Suele venir más pronto. Mucho más pronto.
El semblante del muchacho había cambiado y sonreía más a gusto. Supuse, que por las buenas propinas que recibía.
Decidí sonreír yo también, pagarle la botella de vino y disculparme con que iba a ver qué había sucedido.
Le dejé propina suficiente y allí se quedó, limpiando la mesa donde yo había estado para que algún burgués se acomodara.
Salí y me quedé helada. Más que helada. Metía los tacones de aguja en las separaciones de las baldosas y me acordaba del nombre de Dios en todos los idiomas. Con solo el vestido de tirantes bajo el abrigo de imitación a piel de no sé qué, estaba tiritando. Pero era lo único elegante que había traído en mi maleta.
Abrí la portilla de la casa y miré hacia la ventana cuando la bisagra avisó de mi intrusión. Ni una sombra. Subí cinco escalones de piedra y me quedé ante una imponente puerta de madera antigua con una hermosa aldaba en forma de león. No había timbre moderno, así que la usé.
Nada.
Pensé en insistir más fuerte y con el ímpetu, la puerta reaccionó. No estaba cerrada. ¿Qué coño?
Me subí el vestido y de una liga pasada de moda, solté un cuchillo de filo fino y puntiagudo. Abrí la puerta.
Estaba puesta la calefacción y no parecía haber nadie. Me quité el abrigo y lo dejé colgado de la barandilla de la escalera. Con comportamiento felino fui entrando en todas las estancias de la parte inferior. Nadie.
Miré la escalera y subí. La madera crujió levemente por más que intenté que no lo hiciera. Llegué arriba y vi la puerta abierta y la luz salir de una habitación. Las demás puertas quedaban tras de mí, pero estaban cerradas. La que más me interesaba estaba delante de mis narices.
Me acerqué, despacio, con oídos de perro. Nada, silencio. Un silencio mortal.
Cuando me paré delante, mi boca ahogó el asombro. Sobre la cama, en medio de un charco de sangre, estaba el señor con el cuello desgarrado.
Comenzó a acumularse adrenalina en mi cuerpo y entré; me acerqué. Confirmé que en su meñique había un sello. Un sello que conocía bien. Hacía tiempo que no lo veía. Desde que había renegado de la familia.
Levanté la vista y en su magullada cara me pareció ver cierto parecido conmigo.
Sí, allí estaba. Mi padre, el que me había contado historias de brujas de pequeña, el que me había hablado del libro y el poder que encerraba.
Oí detrás de mí una tabla del suelo. Me giré.
Mi gemela se me había adelantado sesgando la vida de padre.
—Nos lo metió en la cabeza, hermanita. No me recrimines nada. Hice, lo que había que hacer.

Foto:  Cocoparisienne en Pixabay

PALOS DE GOLF...


 



Existen nueve palos de hierro diferentes. Depende de la distancia o de la fuerza que quieras propinar.…
Os informo de que no hay mejor defensa en una casa. Son muy socorridos y el armario de la entrada, sería el lugar idóneo para guardarlos.
Ideales para cuando los comerciales de aspiradoras, servicios básicos, etcétera, llaman al timbre sin cesar porque saben que estás en casa. Por ejemplo, ven la luz, oyen la televisión, música...
Abres la puerta con uno en la mano y les dices que estabas jugando al golf. Si le añades mirada de loca, puede ser que se les olvide lo que venían a prometerte.
Sus caras me fascinan, abren la boca, los ojos, y comienzan a tartamudear un «Disculpe» o un «Hola» poco decidido. Pobrecitos…
No entiendo, en verdad, por qué el miedo a esos palos. Tengo una amiga que es aficionada al béisbol y me dice que le pasa similar.
Desconozco si mi otra amiga, la que practica tiro con arco, sufre el mismo problema. De todos modos ella lo hace en el exterior, en su jardín de maravillosos trescientos metros cuadrados.

Pero también hay personas que lo que ven es que estabas practicando tu hobby; por desgracia, pocas. Esas son seleccionadas. No tartamudean y siguen el guion comercial. Ahí, lo que toca es dejar el palo de golf apoyado en algún lugar e invitarle a tomar un café o refresco.
Generalmente aceptan, tanto ellas como ellos. Ellas pensando en un café con pastas, y ellos seguro que en algún esponjoso bizcocho.
Los llevo al comedor y voy a la cocina. Desde allí veo sus espaldas y observo su comportamiento. La comunicación no verbal es muy importante para mí y soy experta en ella.
Siempre se quitan la chaqueta o abrigo que llevan puestos; en verano mi casa es calurosa y en invierno la calefacción me gusta fuerte.
Ahí viene lo más difícil. Porque a veces son cuerpos tan perfectos, que da pena que estén sentados allí. Pero en fin, es lo que decidieron. Yo les invité a tomar un café o refresco y accedieron a entrar en casa ajena. Y eso, normalmente se enseña a los hijos. No trates con extraños ni entres en casas que no conozcas.
Rara vez hablamos en la distancia, aunque sean unos metros.
Antes escribí que el mejor lugar para los palos de golf era la entrada. Yo tengo la bolsa de cuero en la cocina.
Y la cocina huele a café. Mi café. Sin pastas ni bizcocho. Odio que me fastidien la merienda.
 
Gracias por pasaros.  

Foto: KindelMedia en Pixels

JUGASTE CON FUEGO...



 

El suelo quema mis pies, es gris tirando a negro, casi tanto como mi vestido. El calor que suelta la tierra hace que gotas de sudor se deslicen por mi espalda y me recuerden tus manos. Tu calavera abrasa mi piel como si fuese un trozo de hueso del que hubiera estado sacando caldo.
Buscaremos un cuerpo para ti; un cuerpo humano quemado y herido, con el que pasarás dolor y sufrirás en tu propia sangre lo que has hecho a mi pueblo. Ninguno más ha sobrevivido; ni de los tuyos ni de los míos. Quedamos nosotros dos. Mi poder me permitirá resucitarte, para después matarte. Después, de que lo clames hasta quedar agotado, pues no serás humano pero sí sentirás dolor. Yo decidiré y créeme, tengo todo el tiempo del mundo.
Estas tierras dejarán de ser yermas, el suelo se transformará en arena y volverán los animales. Antes de partir, verás que la vida inunda todo, nacerán pueblos y se levantarán ciudades. Las personas se moverán en carretas autopropulsadas, hablarán unas con otras a distancia; las casas se construirán altas hasta el cielo, habrá pájaros de metal y sobre carriles de hierro volarán carruajes interminables con muchas personas adentro.
He visto el futuro... 

Foto: DarkSouls1 en Pixabay (con retoque)

CORRE, CORRE... QUE NOS COGEN


 



Por fin, un lugar que podría servir. Pero necesitamos cerrar con algo esta entrada.
Doblados, jadeando, intentando coger el resuello y con nuestras manos apoyadas sobre los muslos, valoramos la opción.
Mi hermana tira de mí; de una ropa rota, desgastada, más que sucia.... Y cubierta de sangre. Ha visto un autobús. Afirmo, y vamos hacia él. Sabemos lo que nos podíamos encontrar adentro. De mis hombros, bajo la escopeta de caza de mi tío. Mi hermana agarra el bate de béisbol con las dos manos, decidida. Los dos preparados.
Se estrelló contra un árbol, pero una rápida mirada hacia la parte delantera me indica, que podría arrancar. Las puertas están abiertas y en las escaleras hay restos de sangre y algún que otro líquido humano, todo seco. Parece que se han arrastrado y salido de él.
Cada uno decidimos entrar por una de las puertas. Arriba, vemos que en efecto no hay nadie. Al menos, entero. Porque hay un verdadero puré oloroso de miembros, músculos, tendones y masas indefinidas, sobre asientos y suelo.
Ahora, queda lo más difícil; intentar arrancarlo y que con el ruido, no llamemos la atención a los que pueda haber cerca.
Por suerte, son como los de las películas antiguas, lentos.
Soplo y giro la llave, sin pararme a mirar que el conductor no debió de morir en el impacto dada la cantidad de sangre que hay sobre todo el panel, asiento y suelo.
El autobús tose, con gana, como si tuviera el mayor esputo negro de su vida dentro de sí. Nada.
Pruebo de nuevo, y tras unas cuantas toses de tono menos doloroso, arranca. Me cuesta mucho girar el volante, pongo la marcha atrás y se desengancha del árbol con un ruido innombrable.
No es mucho el trayecto hacia la entrada al edificio, pero aparecen una docena de ellos delante y varios más entre las calles.
Mi hermana va hacia atrás. Por allí, está libre. Me guía porque en mi puñetera vida he conducido un vehículo tan grande. Por delante van apareciendo más y el murmullo comienza a meterse, de nuevo, en nuestras cabezas.
Llegamos a la altura de la puerta, maniobro y me cuesta bastante enfocar el mastodonte en la entrada. Cuando medio autobús está adentro, la otra mitad pasa con un ruido similar a unas uñas arañando metal. Mi hermana salta las escaleras y se pone como loca a darme indicaciones.
Conseguimos colocarlo delante de la entrada antes de que ninguno se haya colado. Ahora, queda la parte de abajo. Ella lleva mi escopeta. Apunta a los neumáticos mientras miro hacia el edificio.
¿Qué nos aguardará allí?
 
 Foto: Fregona_laser en Instagram
 

JO, JO, JO... FELIZ KARMA


 



00.05 del 1 de enero de cualquier año.
Me pongo la mochila en la espalda, sobre un abrigo símil piel que a su vez, cubre mi vestido rojo. Los zapatos, de tacón, los llevo en las manos. No es plan de llamar la atención.
En el pasillo, solo escucho mi respiración, tranquila, calmada. Estoy acostumbrada.
Paso por delante del ascensor, voy hacia las escaleras, abro la puerta y afino el oído. A lo lejos, se oye la música, las voces apagadas. Solo son ocho pisos y espero no encontrarme con alguien fumando... O cosas peores. La noche en la que estamos, la sociedad se desenfrena.
***
Me quedan la mitad de pisos por bajar; la música, cada vez se oye más cerca. Pienso bien qué decir. Lo mismo de todos los años. Me sonrío. En cuanto llegue al garaje, al coche, deje todo y entre por la puerta principal, solo quedarán unos 365 días para el siguiente. Y otro año más, para mí.
***
Apoyo la mano en la manilla de la puerta y abro…
Las luces, se apagan de repente, pestañean las de emergencia y alumbran al segundo la estancia a su manera. Pero no veo ningún coche, me veo a mí, frente al espejo del baño, en su habitación y manchada de sangre. Mi cuerpo entero vestido con ella, la de él. Me siento mareada, no soy de asustarme y la sensación no me gusta. En absoluto.
Salgo del baño, sobre la cama está su cuerpo, más rojo que el mío, sobre unas sábanas a las que nunca más podrán devolverles la blancura. Me acerco a la mesita donde están las dos copas de champán, llenas aún, una caja de bombones vacía, dos matasuegras y una bolsita de confeti sin abrir. En el suelo, mis pies se enredan con espumillón brillante. Miro al hombre, ni le cerré los ojos y ahora, parece reírse de mí. Veo el reloj, 23.40.
No sé qué pasa, pero debo de ducharme para salir pitando de aquí cuando más bullicio haya en el hotel.
****
00:05... Salgo de la habitación…
****
23.40... Cuando vuelvo a mirar el reloj en ella unos minutos después.
 
Foto:  cortesía de @Javier (javierra7.6 Instagram)

 

LA MUJER...DE LA RECTA...



 


Avanzamos despacio, hacia las luces de la desierta ciudad. Ahí delante no hay nada y sin embargo, las huellas de vehículos, son recientes.
Hace más de diez minutos que no hemos visto a nadie. ¿Cómo es posible, que haya huellas de neumáticos en la carretera si acaba de granizar?
Abro la ventanilla, y afuera no se oye nada. Como si me hubiera metido hasta el cerebro unos protectores auriculares. Todo está en calma, una calma extraña.
Son las dos de la mañana, enero, regresamos de la sencilla boda de unos amigos.
Es viernes y estamos cansados. Un poco más abajo, está el desvío para llegar a nuestra casa. Bajo la mirada hacia el móvil después de hacer la foto; me encanta la nieve.
Cuando la subo, el aparato cae sobre mi regazo porque mis manos se han quedado sin fuerza.
Las manos de mi marido agarran fuerte el volante, y sus pies se van al embrague y al freno.
Nos miramos, con los ojos como platos y con las bocas abiertas. Nos preguntamos, sin hablar, si los dos estamos viendo lo mismo.
Creo, que sí.
Nuestras cabezas se giran hacia adelante, bajamos los seguros del coche y él pone la marcha atrás. Un pie en el acelerador, levanta el del embrague... Y el coche no obedece. Bajo la vista hacia los pedales, niego con la cabeza. Tampoco hay tanta nieve como para que el coche patine.
Vuelvo a mirar hacia adelante. Ella está más cerca...
A través de su vestido, negro, ¿qué digo negro? Es como un tul transparente... Y a través de él, la carretera sigue. Donde debieran estar sus ojos, tiene dos cuencas oscuras, su nariz es chata, sus labios inexistentes y sus dientes puntiagudos. Lo único claro en la monstruosidad, es su cabello; larguísimo y canoso.
—¿A los muertos les crecen el pelo y las uñas?
Escucho la pregunta de mi marido; un susurro...
El ser se tira encima del capó y comienza a arañarlo con las uñas, intentando subir. Está mojado y no puede. Mi mente, con cierta sorna se pregunta cómo es que resbala si es un espectro…
Son como cuchillas sobre piedra, el ruido es insoportable. Pienso en el coche.... Menos mal que es viejo, pero a ver, qué decimos cuando lo mandemos pintar. Si es que lo hacemos…
Mi marido pone primera, el freno de mano, pisa el embrague y pone el pie en el acelerador. Me mira y afirmo. Levanta el pie del acelerador hasta casi quedarse en el aire, el embrague arriba, el coche quiere salir, sus caballos retumban. Pone la mano en el freno de mano, pulsa y lo baja. El coche, al fin, sale disparado. Pero la nieve recién caída evita que las ruedas agarren al asfalto y va para donde quiere.
La mujer desaparece. El coche está descontrolado... Nos vamos a un lado…
Un bocinazo me despierta. Él aún duerme. Elevo el asiento. La carretera está bastante bien gracias a los camiones de transporte que hacen su turno antes de que las grandes superficies abran sus puertas. Quedan dos horas para que amanezca. Hicimos bien en pararnos cuando comenzó la tormenta. Hubiera sido peligroso ir solos por la carretera.

LA GATITA DE EYRE


 


Hola, muchas y muchos ya me conocéis porque mami se ha encargado de ello. Y también sabréis, que soy protagonista de un libro «Mina, casi humana» y co-protagonista de otro, «Llega la noche, Eyre».

Sin entrar en más explicaciones sobre ellos, aquí y ahora, voy a contar por qué mi personaje del segundo es... Como es…

¡Cámara y acción!

Corrían los años 60, año arriba, año abajo y, como muchos gatitos callejeros y salvajes, vivía pasando frío en la calle. De aquella, la gente no tenía casi para alimentarse ellos, y bien poco, podían hacerlo con las colonias gatunas.

Un día, un señor muy elegante, se paró ante mis hermanos y yo, que estábamos comiendo unas raspas de sardina. Mis hermanas y hermanos salieron disparados y yo, no sé por qué, no. Se agachó y me tocó la cabecita. Olía bien, los gatos percibimos vuestras hormonas y al instante, supe, que le gustaba. Subí mi rabito y froté la cabecita contra su mano. Entonces él, con las dos, cogió mi delgado cuerpo y me resguardó dentro de su abrigo. Me iba hablando bajo, con cariño, y yo estaba la mar de a gusto con su calor corporal.

Caminamos por la oscuridad un tiempo y después, llegamos a una casa tan grande, que su tejado se perdía en el cielo. Un cielo, oscuro; oscuro como boca de lobo.

Entramos en la casa, estaba silenciosa, y noté al hombre nervioso. Yo, no. Simplemente estaba a la expectativa. En un lugar frío y con humedad, me dejó sobre una tabla de madera. Me senté, y lo observé. Apareció una caja de cartón con agujeros y una cinta roja. Me miró, sonrió, y me habló abriendo la caja.

Salté adentro y me senté, mirándolo. No hacía falta nada más. Olía su ilusión. La cerró con una tapa y mientras me hablaba con cariño, vi que a algunos agujeros, la cinta los cubría. Comenzó a caminar y yo, por uno de esos agujeros, fui viendo por dónde íbamos. Pasamos a otro lugar más iluminado y subimos por una escalera. Sus pasos resonaban, se detuvo... Delante de mí había una puerta. Sonaron unas bisagras y... Vi a mamá…

Bueno, mamá, no; la de mentira, Eyre... Que nos liamos. Recuerda, que estoy hablando de mi personaje.

Sigo…

Tenía una voz maravillosa y estaba emocionada. Los dos se hablaban con cariño. Dejaron mi caja sobre una mesa y al poco, la cinta que había tapado los agujeros, desapareció. La tapa se comenzó a levantar y... Vi a una mujer de piel blanca, inmensos ojos azules, pelo rubísimo y una hermosura que hacía daño.

Me tomó con suavidad por debajo de mis patitas anteriores y me arrimó a su pecho. Estaba fría, pero, al momento dejé de querer al señor, para quererla más a ella. Mi corazoncito había elegido. Me dio millones de trillones de besos helados. Al señor, unos menos.

🐱🐱🐱🐱🐱

Crecí feliz, haciendo compañía a Eyre y a Marco, y siendo mimada por absolutamente todos los habitantes de la casa. Comprendí, que eran diferentes unos de otros. Marco, era quien era diferente...

Con el tiempo, me comencé a encontrar mal. Muy cansada; me faltaba el aire, tenía poca energía... Fuimos a ver al médico de los gatos y el diagnóstico fue fatal. Para mamá, más que para nadie (ojo, mamá Eyre, aunque esto tiene que ver con mi pura realidad).

Comencé a empeorar y a ver a Eyre muy triste. Un día, ella y Marco hablaron a escondidas de mí. Ese mismo día, cuando estaba dormida, sentí los besos helados de mamá y..., sus dientes sobre mi cuello. Dolió, vaya que sí. Me dormí de nuevo, y después desperté diferente.

Sentía unas ganas de correr enormes, una fuerza como la de un león, un hambre como si fuera una pantera, pero... Oh, solo me apetecía una cosa: sangre…

Dedicado a todos los gatitos con Inmunodeficiencia Felina.

EL ENTE





Hoy, no me dormiré. Te esperaré despierta, con la única ropa que quieres, que lleve puesta; mi piel.
He encendido la calefacción, porque al contrario que tú, yo sí que siento el frío.
Los vidrios de las ventanas se empañan, y afuera, cae agua nieve. Boca abajo, tendida sobre la cama, espero sentirte en breve…
Recuerdo el sábado de la semana anterior. No contaba contigo; ese día, no había tenido tiempo para coger la ouija y decirte el camino.
No debí de cerrar bien la sesión de la tarde y decidiste venir sin invitación. Sabías, que no me molestaría.
Esa noche, bajo el edredón dormía, cuando sentí que se deslizaba, y arrugado, a los pies de la cama se quedaba.
Sentí tu peso, pero no te veía. También me pareció percibir tu aliento a menta entre mis labios. ¿Sabes que guardo, desde hace mucho, un paquete de tus caramelos?
Con los brazos tendidos a lo largo de mi cuerpo, me dejé hacer. Si no te veía, ¿dónde me podría coger?
No sentí frío, tú sobre mí; ardías. Poco después, mi interior, también lo hacía. Me entregué como siempre en vida, llorando a la vez, porque tú, ya no la tenías.
Maldito accidente. Lo estoy recordando en una duermevela, y oigo la puerta. Casi me había dormido, y un aire frío, eriza mi piel poniéndome alerta.
Se abre de par en par y supongo que entras, el frío se hace notar, la sensación de calor en la habitación, desaparece. Me giro, y no te veo; no te huelo, ni te puedo tocar ni saborear. Tampoco te oigo, pero te comienzo a sentir. Imagino sobre mi cuello, que de verdad puedes respirar. Odio no poder acariciarte, sentirme como una muñeca de trapo. Se me quita el frío, el calor fluye dentro mío, y mis sentidos se ponen tan alerta, que pienso que estás vivo.
Creo verte como una sombra, percibo tu hedor; en vez de tu aliento a menta, saboreo tu sangre y hasta escucho tu voz. Alzo mi mano, quiero tocarte el rostro, pero traspasa la neblina. Ahí, vuelvo a llorar y mis sentidos retornan a la normalidad. Ya no te huelo, ni te veo, ni te escucho, ni te oigo... Ni te siento.
Al menos, podías haber cerrado la puerta al salir. En la habitación, hace frío. 
 
Foto: Victoria_Borodinova en Pixabay